Me temo que, en algunas ocasiones, combinemos la dureza al juzgar a los demás con una actitud blanda hacia nosotros mismos o una ética selectiva
Sí, vuelvo sobre lo que me parece un error cada día más extendido en nuestra sociedad (al menos en la occidental, lo que significa que, tarde o temprano, saltará a otros lugares): la tendencia a considerar que la ética es (solo) un conjunto de normas o leyes, y de que la ética es (solo) justicia (y, frecuentemente, solo una parte de esas justicia).
Joseph Ratzinger – Benedicto XVI comenta en su libro “Jesús de Nazaret” la parábola evangélica de los dos hijos: el hijo joven, que pide la parte de su herencia para vivir su vida, a su aire, lejos de la mirada de su padre… hasta que la malgasta, se arruina… y recapacita, y decide volver a la casa de su padre, a pedirle perdón. El padre le recibe con los brazos abiertos, y organiza una fiesta, porque lo ha recobrado con vida. Y aquí aparece el otro hijo, que sufre un calentón al ver que su hermano va a salir bien parado de aquella aventura desquiciada. ¡Ni siquiera una bronca, ni siquiera unos meses de caras largas, de “prueba” para que pague sus trastadas…!
Benedicto XVI comenta largamente, como es lógico, el caso del hermano mayor que, interpreto yo, entendía la ética que debía imperar en su familia como justicia: el que la hace, la paga, y la ley está para cumplirla. Bueno, es lógico que las actuaciones judiciales sigan esta vía, pero aquí no hablamos de tribunales, sino de juicios personales. ¿Cuántos de nuestros contemporáneos, incluso nosotros mismos, adoptamos ese punto de vista al juzgar a los demás? Y, para protegernos de nuestro propio juicio, nos presentamos como cumplidores de la la ley, de esa ley ética: como dice el hermano mayor al padre, “nunca he desobedecido una orden tuya”. Estoy limpio. No hay nada que reprocharme, ¿verdad? Entonces, puedo reclamar un trato severo para ese indeseable hijo tuyo…
El Papa emérito saca aún otra conclusión: en la queja del hijo mayor −que, digo yo, es también la queja de muchos de nuestros contemporáneos e, insisto, quizás también de nosotros mismos− “se aprecia una amargura interior por la obediencia prestada (…) en su interior, también les habría gustado escapar hacia la libertad”. O sea, el criterio ético del hijo mayor contiene una dosis no pequeña de rebelión. La ética, mi ética, es una carga, una limitación, una pérdida de libertad, que no puedo, o no me atrevo a saltarme. Pero ha de recaer sobre los transgresores con todo el peso de la ley.
Me temo que, en algunas ocasiones, combinemos esa dureza al juzgar a los demás (los ladrones capitalistas, los corruptos políticos…) con una actitud blanda hacia nosotros mismos (¿por qué he de pagar yo los impuestos, si esos los están malgastando…?) o una ética selectiva (no se puede dañar el medio ambiente, pero se puede mentir para conseguir algo, o se puede ensuciar el buen nombre de los que no piensan como yo, aunque no tenga pruebas).
En todo caso, el padre de la parábola no piensa así: su hijo menor ya ha recorrido la vuelta a casa, hay que darle un voto de confianza, hay que volver a acogerlo… O sea: cuando alguien hace algo mal, no hay que mirar hacia otro lado, pero cuando se arrepiente, hay que volver a acogerlo. Me temo que, de nuevo, no es esa la actitud que tenemos hacia los que no se portan de acuerdo con nuestro criterio de justicia…