La fortaleza de los padres del pequeño Charlie Gard, dispuestos a todo para conservar la vida de su hijo, vale por miles de argumentos intelectuales
No tenía previsto volver al tema de la muerte, por prevención a repetirme. Pero el caso británico de Charlie Gard, al que me referí con algún detalle hace semanas, está suscitando mucha controversia en la opinión pública internacional: ha venido a cuestionar planteamientos que parecían adquiridos, inconmovibles.
La pena de muerte no está abolida en muchos Estados de Norteamérica. Incluso, Erdogan parece dispuesto a restablecerla en Turquía, aun a costa de quemar las naves en la aproximación a la Unión Europea querida por muchos de sus ciudadanos. En general, no es fácil pasar por alto que la vida vale menos en Oriente que en Occidente. Por eso, a falta de datos solventes sobre China, resulta interesante la noticia de que, después de un largo proceso, Mongolia se suma a los países abolicionistas. Al difundir la noticia, Amnistía Internacional subraya que el nuevo texto legal contiene también avances en otras materias relativas a los derechos humanos: así, incluye una definición de la tortura, que refleja globalmente el contenido de la convención internacional contra ese flagelo y otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
La evolución occidental no fue fácil, pero se puede considerar establecido que nadie puede disponer lícitamente de la vida de otro ser humano, tampoco el aparato punitivo del Estado garante de la seguridad de todos, ni siquiera en tiempos de guerra. Aunque las circunstancias de hecho sean muy diversas, resulta imposible no pararse a pensar sobre quién decide hoy en el Reino Unido sobre la vida de un niño enfermo de una dolencia quizá incurable en el estado actual de las ciencias biomédicas.
La fortaleza de los padres del pequeño Charlie, dispuestos a todo para conservar la vida de su hijo, vale por miles de argumentos intelectuales. Contra todo pronóstico, y a pesar de las sentencias judiciales contrarias a sus demandas, gracias a una movilización sin precedentes de la opinión pública mundial −también de la oración de los creyentes−, se ha logrado detener lo que el Cardenal Elio Sgreccia llamaba −no sé si la expresión es suya; sí que no la había leído antes− encarnizamiento tanatológico.
Más allá de un supuesto derecho a la muerte −nunca reconocido hasta ahora en convenciones internacionales, y expresamente excluido por el Tribunal de Estrasburgo−, se imponía de hecho la obligación de morir en nombre de un sentido sesgado de la dignidad de la persona. No importaba la convicción de los padres de Charlie, que insistían en que su hijo no sufría en modo alguno. Provocarle dolores inútiles, con deseos curativos infundados, sí sería encarnizamiento terapéutico. Pero no por una mera respiración artificial.
En el fondo, no se trata de una simple cuestión médica o clínica, que puede resolverse con relativa facilidad incluso por profanos, sin necesidad −en el caso de los católicos− de acudir a los criterios establecidos por Juan Pablo II en la encíclica Evangelium Vitae de 1995, o al documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Iura et bona, de 2007.
Desde luego, la hidratación y alimentación artificiales, como la ventilación asistida, no son terapias curativas ni agresivas. Sólo lo serían, excepcionalmente, si no pudiesen ser asimiladas por el cuerpo del paciente, o no pudiesen ser administradas sin causarle graves molestias. Normalmente son medios proporcionados para la conservación de la vida y evitar la muerte por inanición, deshidratación o asfixia.
El problema radical es la aceptación simultánea del límite humano y de la grandeza de una naturaleza creada a imagen y semejanza de Dios. Ahí está seguramente la clave, y no en la valoración prudencial de porcentajes de efectos positivos y negativos de una terapia y de su contribución al mantenimiento de la vida, a pesar de los inevitables inconvenientes.
Ciertamente, la palabra del enfermo, en ejercicio de su autonomía personal −o de sus padres, tutores o parientes más próximos−, tiene una importancia extraordinaria, pero nunca se podrá imponer al buen juicio del facultativo, salvo que se destruya por completo su profesionalidad y su relación de confianza con pacientes y familias.
Se ha politizado y judicializado el problema hasta tal punto que, ahora, cuando los médicos de Londres se plantean aceptar nuevos tratamientos elaborados por instituciones de prestigio en el mundo, proponen la autorización del Tribunal Supremo del Reino Unido. Confiemos en que se imponga el criterio de no ahogar posibles avances científicos en nombre de enfoques éticos y jurídicos notoriamente endebles.