Hay que aprender a compartir las preocupaciones, esto es, a unirse con otras personas que como nosotros sienten inquietud por alguna cuestión importante que aqueja a la sociedad
Desde hace años, concretamente desde que en octubre del año 2008 visitó la Universidad de Navarra, soy un gran admirador de Mark Zuckerberg, el joven creador de Facebook. En aquel momento Facebook −fundada apenas 4 años antes− tenía ya 110 millones de usuarios; ahora ha llegado a los 2.000 millones de usuarios activos al mes en todo el mundo. ¡Más de una cuarta parte de la población mundial usa Facebook! Ninguna red social había logrado esto nunca. Lo que más me impresiona de Facebook es su uso tan fácil y −quizá por ser catalán− el que resulte gratis para el usuario. Todo está pagado por la publicidad que, por otra parte, me parece que no resulta agresiva ni molesta.
La idea original de Facebook expresada en su misión −muy al estilo norteamericano− era “dar a la gente el poder de compartir y hacer el mundo más abierto y conectado”. Sin embargo, el pasado 22 de junio Zuckerberg anunció en una reunión en Chicago un cambio que puede ser importante. La nueva formulación de la misión de Facebook es ahora la de “dar a la gente el poder de construir comunidad y así juntos hacer el mundo más cercano”. En inglés resulta quizá más atractivo: “To give people the power to build community and bring the world closer together”. La razón de este cambio es que Zuckerberg se ha persuadido a lo largo de todos estos años de que para hacer un mundo mejor no basta con que esté más abierto y conectado, sino que es preciso favorecer que las personas singulares participen en comunidades efectivas que les permitan salir de su soledad, casi siempre dolorosa y a menudo terrible, para ayudar a los demás.
El primer paso que está dando Facebook es intentar favorecer la creación de grupos de intereses en torno a temas vitales, liderados por personas capaces y con tiempo para atender las necesidades de cada comunidad. Se trata de superar los pequeños límites de las comunidades familiares y sociales al uso, para intentar vertebrar a la gente en torno a proyectos de mayor alcance. No se sabe si funcionará, pero me parece admirable el intento.
En el fondo no es muy distinto de lo que intento yo con mis clases o mis escritos: invitar a cada uno a pensar y a moverse con otros para hacer un mundo un poco mejor para todos. Anteayer en Indianápolis −donde estaba trabajando unos días en el Peirce Edition Project−, me llamó la atención el letrero que figuraba en el lateral de una camioneta de distribución de cerveza: “Think globally, drink locally”. Lo traduje festivamente para mí como “Piensa a lo grande y bebe (más cerveza) con tus amigos”. Quizá también podría leerse del revés, más o menos así: “No pienses en pequeño; no bebas a solas”.
Un rasgo detectado universalmente en los llamados países avanzados es la creciente soledad de sus habitantes. Es terrible, es inhumana. El aislamiento es el castigo más duro que puede aplicarse a un ser humano. Me contaba un alumno checo que su padre, internado por años en las cárceles comunistas de su país, había estado castigado en una celda de aislamiento y sus guardianes acudían semanalmente a su celda para pegarle. El aislamiento se le hacía tan penoso que −según le había referido a su hijo muchas veces− prefería la tortura física a la soledad.
No somos islas, no podemos aislarnos. Dicho positivamente, hay que decir que sí siempre cuando nuestros colegas, amigos y vecinos nos invitan a tomar parte de actividades que de suyo no nos apetecen. Lo importante no es el qué, sino el estar con otras personas, convivir, compartir el tiempo, el espacio, la diversión, las penas, la comida y la bebida. Pero además, hay que aprender a compartir las preocupaciones, esto es, a unirse con otras personas que como nosotros sienten inquietud por alguna cuestión importante que aqueja a la sociedad: desde la ecología urbana hasta la curación de las enfermedades, pasando por la eliminación de la pornografía o la promoción de la creatividad en el sistema educativo.
“Si facilitamos a la gente la forma de conectarse y le damos un sentido de apoyo, —decía Zuckerberg al término de su charla en Chicago—, esto puede llevar a cambios importantes. Si muchos de nosotros trabajamos para construir una comunidad y hacer así juntos un mundo más cercano, podríamos cambiar el mundo”. No lo decía Zuckerberg, pero quiero añadirlo yo: es cuestión de inteligencia y de cariño, de querer a los demás y de pensar en ellos; de poner la cabeza y el corazón a trabajar con los demás y en favor de los demás. Se trata, por tanto, de no encerrarse cada uno en su isla.