El cristianismo, la religión con más seguidores del mundo es, paradójicamente, una de las más perseguidas
Más de 50 millones de personas en el mundo son perseguidas por sus creencias, lo que iguala el número de refugiados de toda la Segunda Guerra Mundial. Esta es la principal conclusión de un Informe Internacional sobre libertad religiosa, presentado recientemente (Fundación Ayuda a la Iglesia que Sufre, julio 2016) en la Universidad colombiana de La Sabana. Tras un ligero repunte a la baja −indica el Pew Forum en sus informes de abril de 2017− las restricciones impuestas a la libertad religiosa en muchos países parecen incrementarse.
El cristianismo, la religión con más seguidores del mundo es, paradójicamente, una de las más perseguidas. Según el informe, 394 millones de cristianos viven en países donde no hay libertad religiosa. Un ejemplo es el caso de la Iglesia en Yemen. En la mañana del viernes 4 de marzo de 2016, un grupo de extremistas musulmanes identificados con el Estado Islámico entraron en la casa de las Misioneras de la Caridad en la ciudad de Adén y acabaron con la vida de cuatro religiosas y 11 personas, que atendían un albergue para ancianos discapacitados.
Como anécdota, el documento de La Sabana resalta que, en julio de 2014, los yihadistas expulsaron de Mosul, ciudad del norte de Iraq que habían tomado un mes antes, a todas las comunidades religiosas, incluidos los musulmanes no suníes. Obligaron a los cristianos a elegir entre convertirse o marcharse. Les impusieron una fecha límite y el Estado Islámico declaró que para quienes no cumpliesen la orden «sólo quedaba la espada». Una ciudad que hasta hace poco albergaba a 30.000 cristianos, de repente ya no tiene ninguno y por primera vez en 1.600 años no se celebra misa o liturgia dominical.
Otro informe, éste de la Comisión de Estados Unidos para la Libertad Religiosa (USCIRF, 2017), es taxativo: “La Comisión concluye que el estado de la libertad religiosa en el mundo empeora, tanto en la extensión como en la intensidad de las violaciones observadas”. Este año, el informe evalúa a 40 países. La USCIRF propone al Departamento de Estado de Estados Unidos una lista negra de 16 estados «especialmente preocupantes», donde la represión contra la religión es más fuerte que en otros lugares. Entre los habituales de la lista negra, se encuentran Birmania, China, Eritrea, Irán, Corea del Norte, Arabia Saudí, Sudán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán.
Según el Observatorio sobre la Intolerancia y la Discriminación contra los Cristianos en Europa (2016), existen actualmente 241 casos de persecución a creyentes en este espacio territorial, entre ellos, la bomba que explotó en 2013 en la Basílica del Pilar de Zaragoza (España) y el cóctel molotov lanzado contra una iglesia recién reformada en Lucca (Italia).
Si nos centramos ahora en España, los ataques a la libertad religiosa han aumentado un 11% respecto a 2015. Así lo recoge el informe del Observatorio para la Libertad Religiosa y de Conciencia 2016. Según este estudio, de 187 agresiones contra la religión en 2015 se ha pasado a 205 (cuando sólo 91 tuvieron lugar en 2014). Las agresiones a los lugares de culto (39) y el escarnio a la religión (39) completaron el esquema de los ataques más frecuentes a la libertad religiosa. Las pintadas en mezquitas y templos fueron las más comunes, seguidas de las profanaciones y robos en las iglesias.
El documento revela que de los 208 ataques, 152 se han dirigido contra cristianos (el 73% del total) y, en concreto, 147 a católicos (el 70%). Respecto a otras religiones, 12 de las agresiones se realizaron contra los musulmanes y siete tuvieron como objetivo los judíos. Según el Informe, la libertad religiosa está amenazada en España, ya que “el miedo a manifestar las propias creencias crece debido a los diferentes tipos de ataques: desde vejaciones a la persona hasta violencia contra lugares de culto”.
Dos últimos eventos lo confirman. Me refiero al ataque físico contra una religiosa en Granada (el agresor gritó: “¡por ser monja!”), cuando acababa de acompañar a un grupo de niños a una escuela cercana. El segundo es el lanzamiento de artefactos incendiarios contra la capilla de la Universidad Autónoma de Madrid, acompañado con pintadas de este tenor: “La iglesia que ilumina es la que arde”.
Si me he permitido estas referencias a estos informes solventes es porque el crecimiento de hechos intolerantes se acompaña en el plano jurídico de un auténtico boom de litigios in re religiosa: desde el Tribunal Supremo de Estados Unidos al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, pasando por Tribunales Supremos y Cortes intermedias de Justicia de prácticamente toda Europa, Latinoamérica y partes muy definidas de Asia.
La razón de esta catarata de hechos y sentencias en materia religiosa es compleja, pero tal vez una de ellas es la proliferación de una especie de derecho “líquido”, que de tan adaptable pierde con frecuencia su consistencia. Es el triunfo del llamado double standard que, como recuerda el profesor Martínez-Torrón, implica la actitud “inconsciente, pero siempre inconsistente” de aplicar un doble rasero. Afrentas y provocaciones que no se aceptarían en materia de raza o de orientación sexual se admiten sin problema cuando se trata de religión, especialmente si es la mayoritaria. Una especie de abdicación social ante determinadas intolerancias, que la democracia no puede permitir y debe hacer lo posible por erradicar. Se trata de combatir tanto los gobiernos totalitarios como sus correlatos, encarnados en visiones totalizadoras del poder público.
En otras palabras: abandonar esa visión sesgada del poder político como instrumento primordialmente diseñado para imponer una filosofía beligerante por la vía legislativa. Esta filosofía −todavía hay zonas de Europa Occidental donde se conserva− tiende a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia . Una religión tal vez incompleta, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quiere ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de las convicciones morales. Más en concreto, el problema estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. Como me decía con buen humor un colega: es un intento de “volver a meter a Jonás en el oscuro vientre de la ballena”.
Lo curioso de esa postura es la contradicción en que incurre. Por un lado, hace razonablemente de la democracia una herencia preciosa que salvaguardar; de la libertad, la atmósfera que permite respirar sin la intoxicación de las nieblas totalitarias; de la solidaridad, un objetivo prioritario en el marco de una política que despierte y estimule. Y a pesar de los repetidos asaltos que han sufrido de diversas ideologías, siempre acaban reapareciendo en las diversas etapas de la evolución del pensamiento jurídico. La razón de esta permanencia -y he aquí la contradicción de los agresores del fenómeno religioso- es que precisamente lo que atacan (la tradición jurídica judeo-canónica) ha aportado a Occidente el básico patrimonio común de derechos fundamentales que hoy lo estructuran. Los derechos del hombre no comienzan con la Revolución Francesa, sino que hunden sus raíces en aquella mezcla de hebraísmo y cristianismo que configura el rostro psicológico y social de Europa. La misma modernidad europea, que ha dado al mundo el ideal democrático y los derechos humanos, toma los propios valores de su herencia cristiana. Norberto Bobbio −filósofo agnóstico, ideólogo del socialismo liberal− insiste en este punto cuando afirma que el gran cambio en el reconocimiento del hombre como persona “tuvo inicio en Occidente con la concepción cristiana de la vida, según la cual todos los hombres son hermanos en cuanto hijos de Dios”. Algunos intentan disminuir −cuando no anular− el peso específico de esta aportación, de modo que difunden la idea de que hoy no merecería mayor atención que la de los anatomistas en torno a un cadáver. Para ellos, el progreso iría acorralando a la religión en guetos rodeados de altos muros, difíciles de escalar. De ahí las agresiones al sentimiento religioso y de ahí su continuo retorno.
Mientras a través de una adecuada educación cívica no se muestre la conexión entre el cristianismo y los grandes ideales de la democracia occidental, los “delitos de odio” continuarán zigzagueando, movidos −sobre todo− por minorías cuya intolerancia descansa sobre una profunda ignorancia.
Rafael Navarro-Valls, catedrático, académico y presidente de la Conferencia Permanente de Academias Jurídicas y Sociales de Iberoamérica.
Fuente: elmundo.es.
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