No es la primera vez que pasa en la historia: los ciudadanos asediados distrayendo su desesperación con fiestas mientras los bárbaros esperan a las puertas, adustos y despreciativos
La parte más dura del trabajo de las columnas periodísticas la hace el lector. Tiene que leerlas, entenderlas, discutirlas y, sobre todo, desarrollarlas y completarlas. A veces se dejan cabos sueltos adrede, para que el lector experimente el placer intelectual de atarlos; pero más a menudo son las limitaciones del columnista las que el lector ha de suplir amablemente. En mi artículo sobre la sobreabundancia de festejos y celebraciones infantiles olvidé preguntarme el porqué.
Cuando me leí, me di cuenta enseguida del fallo. Ayudó que el mismo día publicaban en el Diario los datos estadísticos que constatan el envejecimiento de la población, que se producen menos nacimientos que muertes (y eso que la esperanza de vida se ha alargado lo suyo) y que las bodas caen en picado. Dije: "Ojú". Y a renglón seguido, más culturalísticamente, exclamé: "¡Eureka!" Ahí, delante de mis narices, estaba el motivo de tanto jolgorio. Los niños son, a estas alturas, algo extraordinario, que se sale de la tendencia, de la moda y del índice, una fiesta sorpresa en sí. Nada en la sociedad ni en la cultura pasa por capricho. La apoteosis de las fiestas infantiles está más que justificada.
El motivo resulta, eso sí, bastante cenizo. No es la primera vez que pasa en la historia: los ciudadanos asediados distrayendo su desesperación con fiestas mientras los bárbaros esperan a las puertas, adustos y despreciativos. Otra paradoja: ahora que se comprenden las razones de tanta fiesta infantil entran ganas de dejarse de piñatas.
Por ellos. Nuestros hijos van a ser las víctimas directas del descenso de la natalidad. Tendrán que echarse sobre los hombros, criaturitas, sobre esos hombros delicados criados entre lluvias de caramelos de goma, el sostenimiento del Estado del Bienestar y sus fronteras.
Aún podría hacerse algo. La gente no tiene hijos, además de por los dictados de la naturaleza, que es muy suya, por problemas económicos, por un lado, y anímicos por otro. Los primeros, tienen más fácil arreglo: hay que apoyar a las familias, fomentar la conciliación y dejar de castigar fiscalmente el trabajo y el ahorro. Los anímicos también pueden sanarse con una actitud social mucho más positiva ante el regalo de la vida y ante el prodigio de la paternidad. No se ve lo uno ni lo otro ni las ganas políticas, pero los padres podríamos en las fiestas ir exigiendo estas cosas en vez de resoplar. Por ellos.