Si toda vida humana, incluso la del agresor y delincuente, no debe ser menospreciada, con mayor razón habrá que tomar en consideración la vida de la persona inocente
Es uno de los principales mandamientos de la ley de Dios. Un imperativo de la dignidad personal y de la convivencia social. Si no se comienza por reconocer y respetar el derecho a la vida, resulta un lujo hablar de otros derechos humanos.
Constituye un mandamiento necesario para “conseguir la vida eterna”[1]. Dios ama la vida de todos los hombres, y manda respetarla. “El mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como «evangelio», esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don”[2].
El ser humano es el rey de la creación, emergiendo por su inteligencia y por su libre querer sobre todos los demás seres del universo material. Sin embargo, su dominio no ha de ser despótico, sino razonable: “Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y árbitro incensurable, sino −y aquí radica su grandeza sin par− que es «administrador del plan establecido por el Creador»”[3].
La Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y la enseñanza ininterrumpida de la Iglesia enseñan que: “Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente”[4]. Y el respeto a la vida debe nacer de lo profundo del corazón: “Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él”[5].
Es verdad que hay derecho a la legítima defensa, contra el injusto agresor: proviene del legítimo amor a uno mismo, que es paradigma del amor a los demás (“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”[6]).
¿Qué pensar acerca de la pena de muerte? Es un último recurso, que hay que evitar en la medida de lo posible: “si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso, la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana”[7].
Si toda vida humana, incluso la del agresor y delincuente, no debe ser menospreciada, con mayor razón habrá que tomar en consideración la vida de la persona inocente[8]. Así lo ha enseñado unánimemente la Iglesia a lo largo de los siglos. Y recogiendo esta enseñanza, el Papa San Juan Pablo II ha manifestado categóricamente: “con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral”9[9].
El respeto a la vida humana inocente es un deber para todos, y garantiza el fundamental derecho humano a la vida. Si no se respeta ese derecho, aparecen como una burla todos los llamados a una mejor calidad de vida, a la paz y a la solidaridad humana.
Rafael María de Balbín
[1] Cf. Mateo 19, 16.
[2] JUAN PABLO II. Enc. Evangelium vitae, n. 52.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem, n. 53.
[5] 1 Juan 3, 15.
[6] Marcos 12, 31.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.267.
[8] Cf. Enc. Evangelium vitae, n. 57.
[9] Ibidem.
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