Un proceso que requiere tiempo, paz interior y concentración en lo esencial
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La dispersión de la atención que parece caracterizar a nuestra sociedad actual, focalizada en el entretenimiento, es casi siempre fuente de esterilidad personal, porque roba la paz y la concentración
Eso me decía hace unos días una valiosa alumna de Derecho, llena de inquietudes, que vino a verme al despacho para plantearme varias preguntas acuciantes. Me decía con apremio que necesitaba formación como si eso fuera algo que pudiera yo darle en una entrevista. Me incorporé de la silla y busqué en la estantería una curiosa geoda que me trajeron del Sáhara hace algunos años: desde fuera parece una piedra vulgar, pero pueden separarse sus dos mitades y aparecen entonces a la vista los maravillosos cristales irisados que contiene en su interior. Le vine a decir que eso era la formación, que era un proceso que requería tiempo, paz interior y concentración en lo esencial.
De San Josemaría Escrivá aprendí hace muchos años este término formación: en su célebre libro Camino lo emplea en varios pasajes para referirse al proceso de maduración interior, de verdadera transformación del niño egocéntrico e inconstante en el adulto que desarrolla responsablemente su trabajo profesional y tiene su atención centrada en Dios y en los demás. Sin duda, es cierto —como también decía San Josemaría— que la formación no termina nunca, pero es verdad que la formación adquirida en los años juveniles —en la secundaria, en la Universidad— es decisiva para una vida lograda.
He utilizado muchas veces la metáfora de la formación de los cristales en un líquido madre a partir de una semilla para ilustrar ese proceso de maduración interior. Según tengo entendido, para que se forme un cristal se necesita una “semilla”, un elemento germinal —que en el caso de las personas es una relación de aprendizaje, sea con los padres, un maestro o un mentor— pero, sobre todo, lo que hace falta es serenidad y mucho tiempo para que el mineral disuelto vaya decantándose.
En este sentido, le decía a mi alumna que su “necesito formación” venía a equivaler a “necesito atención a mí misma, cultivo de mi vitalidad intelectual a través de la lectura y el estudio, empeño por reflexionar y poner por escrito lo pensado”, pero también era una petición de orientación, apoyo y acompañamiento. En puridad, nadie puede formarse a sí mismo: el autodidacta realmente no existe. “Solo cuando el alumno está preparado, aparece el maestro”, se repite con frecuencia, pero los jóvenes constatan a diario que faltan verdaderos maestros dispuestos a dedicarles tiempo, a escucharles con afecto y a exigirles con tesón y amabilidad.
La dispersión de la atención que parece caracterizar a nuestra sociedad actual, focalizada en el entretenimiento, es casi siempre fuente de esterilidad personal, porque roba la paz y la concentración. Sin serenidad, sin paz interior ni exterior, no puede desarrollarse ese proceso de decantación y los esfuerzos formativos resultan del todo baldíos. Tampoco puede lograrse una formación acelerada en unos pocos días. No es muy distinta la preparación que requiere un atleta de alta competición: no puede improvisarse un record olímpico con una semana de entrenamiento intensivo.
El fruto más característico de una esmerada formación personal consiste en ser capaz de prestar toda nuestra atención a un solo objeto, sea una cosa, una persona, o una tarea concreta, durante las horas que sean precisas, hasta que logremos entender lo que la persona o la cosa nos quieren decir, o consigamos llevar a cabo esa tarea determinada. Solo quien es capaz de prestar por completo su atención logra aprender y además lo hace con gusto y prácticamente sin esfuerzo. «El arte del educador —anotó Paul Valéry en su diario de 1919-1920— consiste en crear la atención, convertirla en voluntaria, ayudarla a construirse; una vez conseguida, conservarla, supervisar su funcionamiento, limitar su aplicación. Es necesario procurarle un alimento relativo, nunca demasiado poco, fijarle el objetivo, asegurarse de que es perseguido».
El peor mal de nuestro tiempo es probablemente que no se sabe prestar atención a una sola cosa. Esa es para mí la tarea más importante que concierne a los profesores y a quienes cultivan las artes y las humanidades en general: esa es la formación más importante que podemos dar y la que nuestros jóvenes más necesitan. Leía a Gustave Thibon que en francés las palabras “atención” y “atento” tienen la misma etimología que atender (esperar). «La clarividencia del espíritu —concluía Thibon su razonamiento— implica la apertura del corazón. Quien no espera nada es incapaz de prestar verdaderamente atención a cosa alguna».
“Necesito formación” significa “quiero ser mejor y espero su ayuda para lograrlo”. El futuro está en manos de esos jóvenes que se dan cuenta de que necesitan formación y encuentran maestros que les enseñan a concentrar su atención en lo esencial. Que encuentros así puedan ocurrir es lo que hace maravillosa la vida universitaria.