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Homilía del Gran Canciller de la Universidad de Navarra, Monseñor Javier Echevarría, pronunciada en Pamplona el domingo 29 de abril de 2012 en la Misa de Acción de Gracias celebrada en el Polideportivo de la Universidad de Navarra con motivo del 50º aniversario de la Clínica Universidad de Navarra.
I
Queridos hermanos y hermanas.
Hoy, cuarto domingo de Pascua, la liturgia de la Iglesia se centra en la figura de Jesucristo, Buen Pastor, que cuida de sus ovejas, sale en busca de la que se perdió o tuvo un descalabro, y la conduce de nuevo al redil. Lo había anunciado el profeta Ezequiel muchos siglos antes, poniendo en boca de Dios estas palabras: Yo mismo pastorearé mis ovejas y las haré descansar. Buscaré a la perdida, haré volver a la extraviada, vendaré a la que esté herida y curaré a la enferma (Ez 34, 15-16).
La primera lectura se hace eco de esa solicitud del Buen Pastor. Pedro y Juan habían curado a un paralítico a las puertas del Templo. Ante los jefes del pueblo, que les preguntan acerca de esa curación, responden prontamente: Si nos interrogáis hoy sobre el bien realizado a un hombre enfermo, y por quién ha sido sanado, quede claro a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo Nazareno (Hch 4, 8-9).
Atender a los enfermos con caridad cristiana, y ofrecerles los remedios a su alcance, ha sido siempre una característica distintiva de los discípulos de Jesucristo. Como señalaba el beato Juan Pablo II, “la Iglesia, que nace del misterio de la redención en la Cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular en el camino de su sufrimiento. En tal encuentro el hombre “se convierte en el camino de la Iglesia”, y éste es uno de los caminos más importantes”[1].
Celebramos esta Santa Eucaristía con el deseo de agradecer a Dios los cincuenta años del servicio prestado desde la Clínica Universidad de Navarra a toda la sociedad, y para implorar la bendición divina sobre los que allí trabajan y sobre quienes allí buscan recuperar la salud. El recinto que acoge nuestra celebración litúrgica constituye un marco singular: es el edificio polideportivo de la Universidad. Se trata de unas instalaciones destinadas al deporte, es decir, a realizar una actividad de descanso alegre y sano, que, a la vez que entona el cuerpo, puede encender el alma, cuando ayuda a crear y desarrollar entre los participantes vínculos de amistad que acercan a Dios. Es un edificio universitario más, dentro del campus, junto a otros que albergan la biblioteca, las aulas, los laboratorios, o la misma clínica universitaria. Nuestra Misa tiene lugar —como san Josemaría Escrivá de Balaguer señaló en la inolvidable homilía del campus, en 1967— en el entorno del quehacer ordinario: un ámbito de estudio e investigación, de fraternidad y vida saludable.
La Clínica nació del impulso del Fundador de esta alma mater, que ha sido uno de esos sacerdotes santos que el Paráclito suscita en la Iglesia para que nos guíen con su ejemplo y con su doctrina, para que pongan de relieve en el mundo la figura de Jesucristo, el Buen Pastor de todos. Por eso, también el Fundador del Opus Dei, desde los comienzos de la Obra, mostró una especial solicitud hacia los enfermos.
II
Detengámonos ahora en el Evangelio de la Misa. Contemplemos a Jesús y escuchemos lo que nos dice: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas (Jn 10, 11). Y meditemos que, en la Cruz, se ha manifestado plenamente su amor, porque asumió voluntariamente el dolor y la muerte por nosotros y por nuestra salvación, para redimirnos de la esclavitud del pecado. Gracias a esta entrega, a este holocausto del Maestro, el pecado, el dolor y la muerte no tienen ya la última palabra. Lo que, a los ojos de los hombres, parecía un fracaso, se muestra en realidad como el mayor triunfo acontecido en la historia. Y, con toda lógica, hemos repetido con el Salmo responsorial: La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular (Sal 117 [118] 22).
En la celebración eucarística se revela esa generosidad sin límites del Buen Pastor. En cada Misa se hace presente sacramentalmente el mismo Sacrificio del Calvario, con toda su eficacia redentora. Así lo experimentó el Fundador de la Obra un día de 1931, mientras celebraba el Santo Sacrificio del Altar. En aquella ocasión, escuchó en el fondo del alma, sin ruido de palabras, al Señor que le puntualizaba: Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12, 32). Y comprendí —escribió después— que serán los hombres y mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas[2] .
No hay existencia cristiana sin Cruz. Cuando llevaba pocos años como sacerdote joven, san Josemaría pasaba muchas horas a la cabecera de los enfermos, acompañándolos y consolándolos en su dolor, poniendo a su disposición su calor humano y el don precioso de los sacramentos. Veía en ellos la figura amable y doliente de Cristo, cargado con nuestros pesares y sufrimientos, y sentía ansias de aliviar a Cristo, a quien veía en los enfermos.
Pocos años antes, en 1928, el Señor le había hecho ver el Opus Dei, camino de santificación en el trabajo profesional y en las circunstancias ordinarias del cristiano; y desde entonces dedicó sus días al cumplimiento de la tarea que Dios le había encomendado. Fiel a ese espíritu, impulsó —entre otras muchas actividades apostólicas— la puesta en marcha de la Universidad de Navarra: una iniciativa civil, imbuida del espíritu cristiano, llevada a cabo por hombres y mujeres que aman apasionadamente el mundo en el que viven y que, por amor al mundo, intentan aportar lo mejor que poseen: su capacitación científica, humanista y técnica, su afán de servicio, y el gozo de la fe, la alegría de haber encontrado a Jesucristo.
En el corazón de san Josemaría —lo he recordado pocos momentos antes— siempre ocuparon un lugar privilegiado los pacientes. Es bien expresiva la anotación que dejó escrita cuando se vio obligado a recortar la frecuencia de sus visitas a los hospitales de Madrid, para dedicarse a la labor que el Señor le pedía: la consolidación del Opus Dei. Escribió entonces: Mi Jesús no quiere que le deje, y me recordó que Él está clavado en una cama del hospital...[3]. Tal vez por eso, puso particular empeño en que una de las primeras Facultades de la Universidad de Navarra fuera la de Medicina, y en que contase con una clínica universitaria, aunque era bien consciente de la ingente dificultad que suponía sacar adelante ese proyecto.
Hoy queremos agradecer la fidelidad de nuestro Fundador y también la entrega de aquellas mujeres y aquellos hombres que, con generosa y total disponibilidad, hicieron posible la realización de esas aspiraciones de san Josemaría, así como la de quienes hoy continúan su tarea. En la imposibilidad de nombrarlas a todas, me limitaré a recordar a algunas personas, ya fallecidas, que de alguna manera representan a las demás: los profesores Jiménez Vargas y Ortiz de Landázuri, que pusieron todo su empeño en sacar adelante la Facultad de Medicina y la Clínica, respectivamente; la doctora Mari Carmen Adalid y Amelia Fontán, una de las Directoras, que contribuyeron a dar el impulso inicial a la Escuela de Enfermeras. Todos y todas se hallaban movidos por el deseo de alcanzar la santidad, que les había inculcado san Josemaría.
Un sucedido de la vida del Dr. Ortiz de Landázuri constituye una muestra evidente de ese deseo. Cuenta uno de sus biógrafos que, cuando se trasladó desde Granada a Pamplona con toda su familia, el insigne profesor Carlos Jiménez Díaz, maestro suyo y luminar de la Medicina española, le preguntó: “Si usted tuviera que elegir entre ser santo o ganar el premio Nobel, ¿qué elegiría?” La respuesta de Eduardo fue rápida y clara: “Don Carlos, no hay ninguna contradicción; si quiero ser santo, tengo que trabajar como para ganar el premio Nobel”[4].
III
El Fundador de nuestra universidad veía en la actividad ordinaria de la Clínica una excelente ocasión para que cada uno, cada una, ejercitase el alma sacerdotal propia de todos los cristianos. Por eso, respondiendo en una ocasión a la pregunta de un traumatólogo acerca de cómo evitar la rutina en la actuación profesional, le sugirió: Ten presencia de Dios. Invoca a la Madre de Dios, como ya lo haces. Ayer estuve con un enfermo al que quiero con todo mi corazón de Padre, y comprendo la gran labor sacerdotal que hacéis los médicos. Tienes que actualizar ese sacerdocio. Cuando te laves las manos, cuando te pongas la bata, cuando te metas los guantes, piensa en Dios y en ese sacerdocio real del que habla san Pedro. Entonces no tendrás rutina: harás bien a los cuerpos y a las almas[5].
San Josemaría animaba a contemplar la realidad sin limitarse a los aspectos técnicos, aunque los considerara imprescindibles. Su mirada llegaba más al fondo: a las personas con las que trabajar, a las que servir, a las que comprender, a las que consolar, a las que curar. Por eso valoraba grandemente la labor de las enfermeras, siempre disponibles para atender a los pacientes con una extraordinaria preparación profesional y un acogedor calor humano. Esta profesión, en efecto, a la vez que requiere gran capacitación técnica, ofrece muchas ocasiones de ejercitar el alma sacerdotal. Como enseña Benedicto XVI, “la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana”[6].
Así lo hacía notar san Josemaría a una enfermera de la Clínica que le preguntó cómo hacer mejor su trabajo: Vuestra labor —le respondió— es un sacerdocio, tanto y más que el de los médicos (...), porque estáis siempre junto al enfermo. El médico va, y luego se marcha; los llevará en la cabeza, pero no los tiene constantemente ahí, delante de los ojos. De manera que pienso que ser enfermera es una vocación particular de cristiana. Pero, para que esa vocación se perfeccione, es preciso que seáis unas enfermeras bien preparadas, científicamente, y luego que tengáis una delicadeza muy grande: la delicadeza de que lleva fama la Facultad y la Clínica Universitaria de Navarra[7].
Para san Josemaría estaba claro que los enfermos han de ser atendidos con pleno respeto a su dignidad, tanto desde el punto de vista médico como espiritual y humano. Por eso, en la Clínica, el cuidado de la decoración, o los servicios de lavandería y cocina, son tan importantes como los más sofisticados medios técnicos al servicio de las tareas diagnósticas o quirúrgicas. Estoy seguro de que el Señor contempla con particular afecto a las personas que, en esas tareas, conjugan su capacitación técnica con un amor creativo que hace más llevadero el rigor de la enfermedad.
Tanto la ciencia médica como el calor humano, en un ambiente familiar, son importantes para aliviar el dolor siempre que resulte posible. Ciertamente el sufrimiento es uno de los tesoros del hombre sobre la tierra, y no cabe jamás despreciarlo[8]; pero san Josemaría insistió también, con sentido común y sobrenatural, en una regla básica de prudencia y de caridad: El dolor físico, cuando se puede quitar, se quita. ¡Bastantes sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar, se ofrece[9].
IV
En sus cincuenta años de existencia, la Clínica Universidad de Navarra se ha convertido en una institución de vanguardia al servicio de la salud; a la vez, se alza en cada jornada como un gran santuario desde el que se eleva al Cielo una oblación pura y muy grata a Dios, por parte de mujeres y hombres, enfermos y profesionales de la salud, que —cada uno desde su sitio— dan testimonio de que alma sacerdotal y profesionalidad laical se complementan perfectamente. Veo la clínica —permitidme la expresión— como una gran fábrica de ciencia y de santidad. Ya es significativa su aportación a la mejora de la asistencia sanitaria de muchas personas; y muy relevante también su importancia para el futuro, pues los católicos estamos llamados a redescubrir los senderos más adecuados para la nueva evangelización de la sociedad civil, que necesita superar viejos modelos de tecnicismos cerrados al espíritu, para abrirse plenamente al servicio de cada hombre y de todo el hombre.
Los que nos sabemos hijos de Dios tenemos mucho que aportar al mundo en que vivimos. Durante el tiempo pascual, la liturgia nos ayuda a ser conscientes de lo que somos y de lo que se espera de nosotros. Lo hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Juan: Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos (1 Jn 3, 2). Caminamos como portadores de esperanza en esta tierra oscurecida por el desánimo ante la crisis material y espiritual que atraviesa la sociedad. Como hijos de Dios, somos —en palabras de san Josemaría— portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras[10].
Acudamos a Santa María, a quien la Iglesia invoca como Salus infirmorum, Salud de los enfermos. Le pedimos que, como a Juan, el discípulo amado a quien recibió como hijo junto a la Cruz de Jesús, nos enseñe a descubrir el sentido cristiano del dolor y del buen Amor. Que aprendamos a poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades, con nuestro trabajo bien acabado, de modo que sus frutos se derramen con abundancia sobre el mundo, llevando la salud al cuerpo y la salvación al alma. Así sea.
Notas
[1] Juan Pablo II, Carta apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 3.
[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, 7-VIII-1931, n. 217.
[3] San Josemaría, Apuntes íntimos, 28-X-1931, n. 360.
[4] J. A. Narváez Sánchez, El Doctor Ortiz de Lanzáduri. Un hombre de ciencia al encuentro con Dios, Palabra 1997, p. 93.
[5] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 26-XI-1972.
[6] Benedicto XVI, Carta encíclica Spe Salvi, 30-IX-2007, n. 38.
[7] Cit. por G. Herranz, “Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte”, en: M. A. Monge (ed), San Josemaría y los enfermos. Palabra 2004, p. 104.
[8] Cfr. san Josemaría, Camino, n. 194.
[9] Cit. por G. Herranz, “Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte”, en: M. A. Monge (ed), San Josemaría y los enfermos. Palabra 2004, p. 95.
[10] San Josemaría, Forja, n. 1.
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