No quiero culpabilizar a nadie, sólo reflejar una situación real, con la que tengo que ser crítico
Las personas con discapacidad intelectual no podemos tener aspiraciones formativas. Es lo que nos enseñan desde la cuna. Si tenemos suerte, estudiaremos en un colegio normalizado y ya tendremos que darnos con un canto en los dientes. Llegado el momento, finalizaremos la enseñanza obligatoria y accederemos a un centro ocupacional o centro especial de empleo, entornos protegidos. No existen más alternativas.
Entendedme: no digo que estas opciones sean indignas, pues muy al contrario cumplen una importantísima misión social, y no olvido lo mucho que les debemos, pero, ¿qué pasa si queremos trabajar en una empresa ordinaria? ¿Acaso plena inclusión no implica convivencia entre personas con y sin discapacidad en entornos normalizados de trabajo? ¿Es de locos aspirar a esta situación en pleno siglo XXI? Quiero pensar que no. Que lo descabellado es quedarnos anclados en un modelo anticuado que estigmatiza a la discapacidad: «como somos diferentes, hay que darnos un trato especial, asumir que seremos niños perpetuos y que nunca podremos aportar nuestro talento al mercado laboral, o al menos no como lo hace todo el mundo, en empresas ordinarias». Pero para ello, el primer paso es la educación inclusiva: sin ella, no hay nada que hacer.
En mi caso me considero afortunado, pues fui a la universidad. Todas las personas con discapacidad intelectual deberíamos tener derecho a aspirar a ella, si bien no tiene por qué ser la única vía. El valor de la educación inclusiva es precisamente ese: buscar la equidad, saber mirar a cada persona y ofrecerle alternativas que respondan a sus necesidades. De este modo, podemos alcanzar la plenitud educativa haciendo una FP, con un certificado de profesionalidad o buscando fórmulas intermedias que no nos conduzcan a tocar nuestro techo formativo a los 18 años.
Cuando pensamos en la educación de una persona con discapacidad intelectual, nuestra sociedad sigue haciéndolo desde el punto de vista de la limitación, sin mirar con detenimiento nuestro potencial: no somos personas, primero somos discapacitados. Es ahí cuando creamos el prejuicio y éste disminuye nuestras oportunidades, haciendo que tengamos que estar siempre demostrando.
Con estas palabras no quiero culpabilizar a nadie, sólo reflejar una situación real, con la que tengo que ser crítico. No creo que esta desigualdad sea responsabilidad directa de nadie: ni de los políticos, ni del tejido asociativo, ni de la ciudadanía. Ahora bien, para cambiar el rumbo, todos debemos remar en la misma dirección. Y todo empieza por un cambio de chip a nivel individual. Tenemos que dejarnos sorprender sin dar nada por hecho. Abrir nuestra mente a la diferencia y no tenerla miedo. La discapacidad es una característica más de la persona y todos estamos expuestos a ella. Y la educación inclusiva y normalizada, desde las primeras etapas de vida, es el primer paso para lograr la plena inclusión.
Estos días he tenido la suerte de difundir esta idea entre futuros docentes valencianos de la mano de la Fundación Adecco y de El Pupitre de Pilu. Pues son los maestros los ciudadanos que deben abanderar el cambio de mentalidad, transmitiendo a las nuevas generaciones una visión renovada de la discapacidad y de la educación. Una educación que, en una sociedad madura, debe ser accesible para todos, buscando las herramientas que permitan a cada persona desarrollar su talento, en base a sus competencias.
Sólo de este modo, dentro de algún tiempo, podremos celebrar que las personas con discapacidad participamos en igualdad de oportunidades en el mercado laboral. No pierdo la esperanza: espero estar aquí para verlo.