El Papa pone una vez más la libertad humana en el eje de la aproximación cristiana a los problemas sociales
Quizá ha pasado inadvertido el mensaje enviado por el papa a la presidente de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, que celebraba sesión plenaria entre el 28 de abril y el 2 de mayo. Lógicamente, en esas fechas, la atención se centraba en el viaje del pontífice a Egipto. Pero la Academia abordaba un tema muy querido de Francisco: “Hacia una sociedad participativa: nuevas vías para la integración social y cultural”. Reafirma ideas conocidas, pero acentúa enfoques y perspectivas que proyectan la doctrina social de la Iglesia −parte de la teología moral, según la enseñanza de Juan Pablo II y el decisivo desarrollo de Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate− hacia la solución de problemas actuales candentes.
Ante todo, el papa habla de la virtud de la justicia, cosa lógica desde el plano moral. Pero con la audacia de referirse también a una virtud de las instituciones, que recuerda −en términos positivos− las llamadas hace años estructuras de pecado. En cierto modo, esa referencia estaba implícita en la antigua distinción de las diversas justicias, más allá del estricto deber de dar a cada uno lo suyo, ad aequalitatem. De ahí la necesidad de ampliar la perspectiva de esa virtud respeto del trabajo humano. A finales del siglo XIX, León XIII insistió en el salario justo. Hoy, tras el Concilio Vaticano II, también hay que preguntarse sobre la dignidad humana en los procesos de producción o en la prestación de servicios. Francisco recuerda un pasaje fundamental de Gaudium et spes, 67: “es necesario adaptar todo el proceso de producción a las necesidades de la persona y a sus formas de vida”.
No significa sólo un buen deseo de situar a la fraternidad humana como un principio regulador del orden económico. Experiencias sociales recientes muestran el empobrecimiento de la convivencia ciudadana a causa de la separación, en palabras de Francisco, de ese “código de la eficiencia −que por sí sola sería suficiente para regular las relaciones entre los seres humanos en la esfera económica− y el código de la solidaridad −que regularía las interrelaciones dentro de la esfera social”.
En la mente del papa se impone la distinción entre solidaridad y fraternidad, también para evitar la dicotomía de igualdad y diversidad: “mientras que la solidaridad es el principio de la planificación social que permite a los desiguales llegar a ser iguales, la fraternidad permite a los iguales ser personas diversas”. La visión fraterna amplia el panorama al reconocimiento de las distintas cualidades y expectativas personales −vocacionales− de cada uno. La lucha contras las desigualdades y abusos −hasta la exclusión y las nuevas esclavitudes− no puede poner entre paréntesis las condiciones de cada persona, también desde el punto de vista de su aportación al bien común. Igualdad no es igualitarismo.
Pero “no es capaz de futuro una sociedad en la que se disuelve la verdadera fraternidad; es decir, no es capaz de progresar la sociedad en la que sólo existe el ‘dar para recibir’ o el ‘tener que dar’. Por eso, ni la visión del mundo liberal-individualista, en la que todo (o casi) es trueque, ni la visión centrada en el Estado en la que todo (o casi) es obligación, son guías seguras para llevarnos a superar la desigualdad, la inequidad y la exclusión en que nuestras sociedades están sumidas. Se trata de buscar una salida a la alternativa sofocante entre la tesis neoliberal y la neo-estatalista". Aunque, en la crítica papal de los errores modernos, se lleva la palma el “individualismo libertario”.
Francisco pone una vez más la libertad humana en el eje de la aproximación cristiana a los problemas sociales. Incluye la libertad “para”, es decir, “la libertad de seguir la propia vocación de bien tanto personal como social. La idea clave es que la libertad va de la mano con la responsabilidad de proteger el bien público y promover la dignidad, la libertad y el bienestar de los demás, hasta llegar a los pobres, a los excluidos y a las generaciones futuras”.
En definitiva, se trata de promover un desarrollo humano integral: toda acción, también el trabajo, debe ser expresión de la persona, de su vocación, de su sentido de responsabilidad. Así, “el lugar de trabajo no es simplemente el lugar en que se transforman determinados elementos, de acuerdo con ciertas reglas y procedimientos, en productos; es también el lugar en el que se forman (o transforman) el carácter y la virtud del trabajador”. Ante los evidentes desafíos de la hora presente, no bastan “la mera actualización de las viejas categorías de pensamiento o el recurso a técnicas sofisticadas de decisión colectiva”; “es necesario buscar nuevos caminos inspirados en el mensaje de Cristo”, también para tejer las “redes de caridad” con las que soñaba Benedicto XVI.