La falta de engreimiento, de vanidad, ese sentido mayúsculo de la gratitud se percibe, se palpa casi diría, en todos los peregrinos; porque en Fátima, hasta los que van por mera curiosidad se transforman en peregrinos
La primera vez que fui a Fátima, no me gustó por fuera. Quizá esperaba una basílica despampanante o un entorno más alegre. No sé. Pero desde entonces he vuelto muchas veces porque me gustó mucho por dentro. No me refiero, claro, a la basílica: la nueva sí me gusta y la vieja recién remozada ha quedado algo mejor. Hablo de la fe que se respira allí. La fe, que es un don, precisa de la humildad para que nos sea concedida, y de un mínimo desposeimiento. Por eso arraiga tan fácilmente en los niños y en los humildes, tan conscientes de que deben tanto a los demás, y genera en ellos de un modo casi connatural la gratitud y la misericordia. Esa falta de engreimiento, de vanidad, ese sentido mayúsculo de la gratitud se percibe, se palpa casi diría, en todos los peregrinos. Porque en Fátima, hasta los que van por mera curiosidad se transforman en peregrinos.
Envidio a quienes se acercan de rodillas hasta la capelinha en señal de súplica o de acción de gracias. Me conmueve el mar fluctuante de pañuelos blancos que saludan la imagen de la Señora, pero me conmueven más las caras de quienes los ondean, conmovidos ellos a su vez. Y yo no he ido nunca de rodillas ni he agitado jamás el pañuelo, aunque sí he ofrecido velas y velones como todos ellos y bastantes rosarios ante la imagen. Quizá es la vergüenza. Decirlo aquí me cuesta menos, porque solo me ve la pantalla.
Acuden a Fátima unos seis millones de peregrinos al año, cifra en constante aumento que se disparará estos meses porque justo hoy se cumplen cien años de la primera visita de la Virgen −«Soy del Cielo», dijo a los niños cuando le preguntaron−, y porque el Papa está allí para pedir lo que se pide en Fátima: Paz.