Lamentamos lo que nos sucede, mientras rechazamos lo único que podría curar nuestros males; somos algo así como enfermos rebeldes que agravan, sin pretenderlo, su enfermedad
La liberación del hombre se ha vinculado con cierta frecuencia a la supresión de Dios. El ideal kantiano de que la Ilustración entrañaba la mayoría de edad del hombre se ha tergiversado concibiéndolo como la supresión de la tutela de Dios. Pero nadie llegó tan lejos ni tan genialmente en esta dirección como Nietzsche. Su ateísmo posee dos caras, tal vez antagónicas, tal vez complementarias. Por un lado, para él, la «muerte de Dios» provocará el mayor cataclismo de la historia. Nada será ya igual. Con la desaparición de Dios, se producirá la inversión de todos los valores y la apoteosis del nihilismo. Algo terrible. Por otro lado, la supresión de Dios habría de entrañar la aparición de un nuevo tipo de hombre que no reconoce nada por encima de él y que por ello bien puede calificarse como el superhombre. El superhombre es una realidad más elevada que el hombre: el hombre sin Dios, la existencia más alta.
Tal vez nos encontremos ante dos profecías antagónicas: o la catástrofe o la definitiva liberación del hombre de todo yugo. O acaso se trate de la misma cosa: la falsa liberación catastrófica. Quizá no haya existido ateísmo más consecuente y lúcido que el de Nietzsche. Todos los demás no han dejado de apuntalar las consecuencias de la eliminación de Dios con diferentes alternativas, desde la justicia social hasta la apoteosis de la ciencia y de la técnica. Sólo Nietzsche ha expresado, con atroz lucidez, adónde puede conducir el gran acontecimiento deicida, la vida del hombre sin Dios. Por otra parte, es muy significativo que hable de Dios como si, para él, existiera: Dios ha muerto; nosotros lo hemos matado; somos sus asesinos.
El problema es que su diagnóstico, pese a su genial lucidez, se ha revelado erróneo. La negación de Dios no ha conducido al triunfo de la dignidad humana y de su definitiva liberación, sino al desprecio de su dignidad, a la pérdida del sentido, a la negación de la inmortalidad personal, a la degradación de lo humano y a la «abolición del hombre» (C. S. Lewis). Es cierto que Nietzsche propuso una nueva forma de inmortalidad: la eternidad del instante, el eterno retorno, que entrañaba un entusiasta sí a la vida, a esta vida terrena, material y única. Cada instante que vivimos es eterno, es ya para siempre.
El hijo del pastor protestante no podía renunciar a una forma de inmortalidad, aunque fuera inmanente y mundana, a un sucedáneo mundano de la trascendencia. Lo cierto es que, al final, la eliminación de Dios, no sólo no ha producido la liberación del hombre, sino que lo ha esclavizado. «Liberado» de Dios, se convierte en esclavo del mundo, de sus propias pulsiones, de sus descarriados deseos. Esclavo y huérfano. Es como si la liberación del niño transitara por la muerte de su padre.
Lo cierto es que no es posible un verdadero humanismo sin Dios. Es lo que Henri de Lubac calificó como el «drama del humanismo ateo». En realidad, Nietzsche expresa el paradigma de la humana soberbia: «Si Dios existiera, ¿cómo soportaría yo no serlo?» Pero sin Dios, no hay sentido, y sin sentido no hay dignidad ni esperanza para el hombre. Cabe recordar el título del libro del padre del conductismo, Skinner: «Más allá de la libertad y la dignidad». No es, pues, una vaga hipótesis. La supresión de la dignidad humana, la negación de su condición personal, es un hecho, vinculado a la negación de Dios.
El ateísmo no conduce a la liberación del hombre, sino a su esclavitud. Cuando se eclipsó en Europa el cristianismo, lo que surgió no fue la libertad sino el terror totalitario. El totalitarismo no es hijo de la creencia en verdades absolutas, sino más bien heredero del nihilismo y de la disolución de los valores cristianos. No es posible un totalitarismo cristiano. El comunismo y el nazismo son fruto del ateísmo y del nihilismo que este lleva consigo.
El totalitarismo no es consecuencia de la verdad absoluta, sino del crepúsculo de la verdad moral. El hecho de que existan interpretaciones de algunas religiones que conduzcan a la barbarie no permite identificar a la religión con la barbarie. Sin el cristianismo no habrían sido posible la ilustración, ni el liberalismo, ni la democracia. Por eso, decía Ortega y Gasset que la modernidad es el fruto tardío de la idea de Dios. Sólo el cristianismo pudo abrir el camino a los ideales de la igualdad, la libertad y la fraternidad.
Tiene razón el personaje de Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky: «Si Dios no existe, todo está permitido». Incluida, por supuesto, la barbarie. El cristianismo no sólo no es un obstáculo para la democracia, sino que constituye la condición de su posibilidad. Las democracias sólo arraigan en un suelo que ha sido fertilizado por el ideal cristiano, o que ha recibido su influjo.
La teocracia no es la consecuencia de la religión; es el error de algunas religiones, o, acaso, de algunas interpretaciones de ellas. La distinción cristiana entre el poder espiritual y el temporal es la mejor barrera contra el despotismo. Si ambos poderes se juntan en las mismas manos, el camino hacia la servidumbre queda en franquía.
La crisis que vive Europa y el mundo occidental tiene mucho que ver con la pérdida de vigencia social del cristianismo. Lamentamos lo que nos sucede, mientras rechazamos lo único que podría curar nuestros males. Somos algo así como enfermos rebeldes que agravan, sin pretenderlo, su enfermedad. No es extraño que el ateísmo se identifique con la crisis del humanismo, y que en nuestra época se hable de poshumanismo. El ateísmo no conduce al humanismo, sino a su negación. La idea de un humanismo ateo es una contradicción en los términos.
Basta mirar a nuestro alrededor. La crisis actual es moral, y, por tanto, religiosa. No es posible conservar los valores y principios mientras se destruye su fundamento. No hay progreso sin Dios. Cabe hablar así de un «regresismo» ateo. Afirmó Alexis de Tocqueville que las sociedades democráticas podían conducir alternativamente a la libertad o a la servidumbre, a la civilización o a la barbarie, al bienestar o a la miseria. Depende de sus ciudadanos. La democracia no garantiza, por lo tanto, la libertad, la civilización y el bienestar. Sin Dios, el camino hacia la servidumbre, la barbarie y la miseria queda abierto. Cuando se prescinde de Dios, se degrada al hombre. No surge el superhombre, sino el infrahombre.
Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.