En la Audiencia general, el Santo Padre ha continuado con su ciclo de catequesis sobre la esperanza
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras del Evangelio de san Mateo que acabamos de escuchar nos aseguran que nuestro Dios es un Dios cercano, que camina a nuestro lado. No es un Dios lejano e indiferente, sino lleno de amor y de ternura por cada hombre y mujer. A diferencia de nosotros, hábiles en arruinar vínculos y derribar puentes, Dios permanece fiel, nunca nos deja solos, sino que camina siempre a nuestro lado, aun cuando nos olvidáramos de él.
La existencia de todo ser humano es un camino, una peregrinación. La Sagrada Escritura está llena de historias de peregrinos y viajeros, como la de Abrahán que, siguiendo la voz del Señor, abandonó su tierra para ir al encuentro de Dios.
En el camino de la vida nadie está solo, y para nosotros los cristianos, esta certeza es aún más fuerte, pues las palabras de Jesús: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo», nos aseguran que él nos cuida y nos acompaña siempre.
Entre los símbolos cristianos de la esperanza está el ancla, que evidencia cómo la esperanza cristiana no sea un sentimiento indefinido que quisiera mejorar el mundo con la propia fuerza de voluntad, sino la seguridad en lo que Dios nos ha prometido y realizado en Jesús.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que en este tiempo pascual la contemplación de Jesús resucitado, que ha vencido a la muerte y vive para siempre, nos ayude a sentirnos acompañados por su amor y por su presencia vivificante, aún en los momentos más difíciles de nuestra vida. Que Dios los bendiga.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Estas últimas palabras del Evangelio de Mateo recuerdan el anuncio profético que encontramos al comienzo: «Se llamará Emmanuel, que significa Dios con nosotros» (Mt 1,23; cfr. Is 7,14). Dios estará con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo. Jesús caminará con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo. Todo el Evangelio se encierra entre estas dos citas, palabras que comunican el misterio de Dios cuyo nombre, cuya identidad es estar-con: no es un Dios aislado, es un Dios-con, en particular con nosotros, es decir, con la criatura humana. Nuestro Dios no es un Dios ausente, secuestrado en un cielo lejanísimo; por el contrario, es un Dios “apasionado” del hombre, tan tiernamente amante que es incapaz de separarse de él. Nosotros los humanos somos hábiles en cortar lazos y puentes. Él en cambio no. Si nuestro corazón se resfría, el suyo permanece siempre incandescente. Nuestro Dios nos acompaña siempre, aunque por desgracia nos olvidásemos de Él. En el punto que divide la incredulidad de la fe, es decisivo el descubrimiento de ser amados y acompañados por nuestro Padre, que nunca nos deja solos.
Nuestra existencia es una peregrinación, un camino. Incluso los que se mueven por una esperanza simplemente humana, notan la seducción del horizonte, que les empuja a explorar mundos que aún no conocen. Nuestra alma es un alma migrante. La Biblia está llena de historias de peregrinos y viajeros. La vocación de Abraham comienza con este mandato: «Sal de tu tierra» (Gen 12,1). Y el patriarca dejó aquel trozo de mundo que conocía bien y que era una de las cunas de la civilización de su tiempo. Todo iba contra la sensatez de aquel viaje. Pero Abraham sale. No se llega a ser hombres y mujeres maduros si no se nota el atractivo del horizonte: ese límite entre el cielo y la tierra que pide ser alcanzado por un pueblo de caminantes.
En su camino en el mundo, el hombre nunca está solo. Sobre todo, el cristiano no se siente nunca abandonado, porque Jesús nos asegura que no nos espera solo al final de nuestro largo viaje, sino que nos acompaña en cada uno de nuestros días.
¿Hasta cuándo durará el cuidado de Dios por el hombre? ¿Hasta cuándo el Señor Jesús, que camina con nosotros, hasta cuándo cuidará de nosotros? La respuesta del Evangelio no deja lugar a dudas: ¡hasta el fin del mundo! Pasarán los cielos, pasará la tierra, desaparecerán las esperanzas humanas, pero la Palabra de Dios es más grande que todo y no pasará. Y Él es el Dios con nosotros, el Dios Jesús que camina con nosotros. No habrá un día en nuestra vida en que dejemos de ser una preocupación para el corazón de Dios. Pero alguno podría decirme: “Pero, ¿qué está diciendo usted?”. Digo esto: no habrá un día de nuestra vida en que dejemos de ser una preocupación para el corazón de Dios. Él se preocupa de nosotros y camina con nosotros. ¿Y por qué hace eso? Simplemente porque nos ama. ¿Está claro? ¡Nos ama! Y Dios proveerá con toda seguridad a todas nuestras necesidades, no nos abandonará en el tiempo de la prueba ni de la oscuridad. Esa certeza requiere anidarse en nuestro ánimo para no apagarse nunca. Alguno la llama con el nombre de “Providencia”. O sea, la cercanía de Dios, el amor de Dios, el caminar de Dios con nosotros se llama también la “Providencia de Dios”: Él provee a nuestra vida.
No por casualidad, entre los símbolos cristianos de la esperanza, hay uno que a mí me gusta mucho: el ancla. Expresa que nuestra esperanza no es vaga; no puede confundirse con el sentimiento cambiante de quien quiere mejorar las cosas de este mundo de manera poco realista, basándose únicamente en su fuerza de voluntad. La esperanza cristiana, de hecho, encuentra su raíz no en el atractivo del futuro, sino en la seguridad de lo que Dios nos prometió y realizó en Jesucristo. Si Él nos garantiza no abandonarnos nunca, si el inicio de cada vocación es un «Sígueme», con la que nos asegura estar siempre ante nosotros, ¿por qué entonces temer? Con esta promesa, los cristianos pueden caminar donde sea. Incluso atravesando porciones de mundo herido, donde las cosas no van bien, nosotros estamos entre los que también ahí siguen esperando. Dice el salmo: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 23,4). Es precisamente donde se extiende la oscuridad cuando hace falta tener encendida una luz. Volvamos al ancla. Nuestra fe es el ancla en el cielo. Tenemos nuestra vida anclada en el cielo. ¿Qué debemos hacer? Agarrarnos a la cuerda: siempre está ahí. Y vayamos adelante porque estamos seguros de que nuestra vida tiene como un ancla en el cielo, en esa orilla a la que llegaremos.
Ciertamente, si confiásemos solo en nuestras fuerzas, tendríamos razón para sentirnos desilusionados y derrotados, porque el mundo a menudo se demuestra refractario a las leyes del amor. Prefiere, tantas veces, las leyes del egoísmo. Pero si sobrevive en nosotros la certeza de que Dios no nos abandona, de que Dios nos ama tiernamente, a nosotros y a este mundo, entonces en seguida cambia la perspectiva. “Homo viator, spe erectus”, decían los antiguos. A lo largo del camino, la promesa de Jesús «Yo estoy con vosotros» nos hace estar de pie, erguidos, con esperanza, confiando que el Dios bueno está ya a la obra para realizar lo que humanamente parece imposible, porque el ancla está en la playa del cielo.
El santo pueblo fiel de Dios es gente que está de pie −“homo viator”− y camina, pero de pie, “erectus”, y camina en la esperanza. Y a donde vaya, sabe que el amor de Dios lo ha precedido: no hay parte del mundo que escape de la victoria de Cristo Resucitado. ¿Y cuál es la victoria de Cristo Resucitado? La victoria del amor. Gracias.
* * *
Un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ayer celebramos la fiesta de San Marcos Evangelista. Que su discipulado siguiendo a San Pablo sea ejemplo para vosotros, queridos jóvenes, para poneros a seguir al Salvador; que su intercesión os sostenga, queridos enfermos, en la dificultad y en la prueba de la enfermedad; y que su Evangelio breve e incisivo os recuerde, queridos recién casados, la importancia de la oración en el camino matrimonial que habéis emprendido.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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