La afirmación de la verdad moral puede o no ser totalitaria; su negación siempre lo es
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La afirmación de la verdad moral puede o no ser totalitaria; su negación siempre lo es
El relativismo ejerce una profunda fascinación en nuestro tiempo, aunque tiene el pequeño inconveniente de que es falso. Pero no es posible negar sus aparentes encantos.
El relativista, el verdadero, no su frecuente falsificación, es un buen tipo: no es dogmático (si bien tampoco tiene mérito, ya que niega los dogmas), no se siente en posesión de la verdad (tampoco es algo meritorio, ya que, para él, la verdad no existe), es tolerante (virtud de muy menguada jerarquía para él, ya que no la necesita, pues la tolerancia consiste en el respeto hacia quien consideramos que está en el error, y todos estamos en él), es demócrata (aunque deje a la democracia sin fundamento), es, en el buen sentido de la palabra, liberal (aunque deje al propio liberalismo sin justificación y en precario), es dialogante (aunque no sepamos muy bien para qué ha de servir el diálogo si cada quién tiene su propia verdad, eso sí, relativa). En definitiva, es alguien que exhibe virtudes tan recomendables como inútiles y poco meritorias. Pues ¿cómo va a imponer a los demás una verdad en la que no cree?
Su contrafigura es el absolutista. Alguien tan presuntuoso como para creer que es posible acercarse a la posesión de la verdad, que distingue entre el bien y el mal, que defiende, en su caso, la democracia o el liberalismo por los bienes que reportan o por los males que evitan, que entiende el diálogo como medio para alcanzar una verdad preexistente, y que, si es tolerante, renunciará a imponer por la fuerza. Por cierto, ¿por qué el relativista considera que la imposición de ideas por la fuerza es un mal y la democracia un bien? ¿No estará a un paso de dejar de ser relativista? ¿O es relativista ma non troppo?
En estas estamos, cuando llega el Papa y habla de la "dictadura del relativismo". ¿Cómo será posible una dictadura de algo tan inofensivo, amable y liberal? Y sin embargo… ¿No será posible también la dictadura de la mayoría? Mill, Tocqueville y otros advirtieron de esa posibilidad. ¿Tiene razón siempre la mayoría? La verdad no depende del voto. Hume, nada menos que Hume, no precisamente un católico, escribió lo siguiente: «Aun cuando todo el género humano concluyera de forma definitiva que el Sol se mueve y que la Tierra está en reposo, no por esos razonamientos el Sol se movería un ápice de su lugar, y esas conclusiones seguirían siendo falsas y erróneas para siempre». Y Condorcet, tampoco un ferviente católico: «La única fuente de la felicidad pública es conocer la verdad y conformar con ella el orden de la sociedad». En esto, y en muchas cosas más, el cristianismo y la ilustración coinciden. Pues ¿cómo va a ser ilustrado quien niega la existencia de la verdad? Hoy parece, sin embargo, que la negación del conocimiento es la más alta expresión de la sabiduría.
El relativismo es un pésimo remedio contra el fanatismo, la intolerancia y el fundamentalismo, porque no puede sostener, sin grave contradicción, que estos —el fanatismo, la intolerancia y el fundamentalismo— sean graves males. ¿Cómo se las arregla el relativista para condenar la tortura, la miseria o la tiranía? ¿Se tambalearán sus convicciones relativistas (valga la contradicción)? Si la democracia, como Kelsen pretende (y, por cierto, veinticinco siglos antes que él, Protágoras de Abdera), se fundamenta en el relativismo, ¿no quedará sin fundamento o, como mucho, con uno relativo? ¿Qué opondrá entonces el demócrata al antidemócrata sino la virtud, no relativa, de la democracia? Por lo demás, el relativista se contradice, ya que debería aceptar que su relativismo es también relativo y, entonces, el absolutismo tan verdadero (o falso) como el relativismo.
En realidad, la democracia no decide sobre la verdad, incluida (con permiso) la verdad moral. Solo decide sobre el Derecho, lo que no es poco, y, por cierto, tampoco algo enteramente ajeno a la moral. Pero si nadie tiene razón, la mayoría tampoco. En esto Kelsen es coherente. Y si la mayoría tiene razón, entonces la minoría estará para siempre en la sinrazón. ¿Qué quedaría entonces de la crítica al poder en la democracia? Si el relativismo es verdadero, entonces el auténtico intelectual, como el profeta de Israel y el filósofo griego, que se oponen a la opinión dominante, sólo pueden ser impostores. No creo que la consideración de que una ley democrática sea injusta lo convierta a uno en antidemócrata.
Un ejemplo: el aborto. Tan relativa será la posición de sus defensores, que lo convierten en un derecho de la mujer, como la de sus detractores, que lo consideran un delito. La mayoría puede decidir tanto su consideración como un derecho como su tipificación delictiva. Y no se diga que el relativismo adopta necesariamente la primera posición, pues es tan poco relativista como la segunda. Debatamos, pues, aunque el debate con un relativista se antoja faena estéril y conducente a la melancolía. Y aquí entra, de repente, la noción de pecado. No se puede, nos dicen, imponer a todos que el aborto, la eutanasia o el matrimonio entre personas del mismo sexo sean pecados. Entonces, tampoco que sean derechos.
La primera opción es tan poco relativista como la segunda. Los creyentes, nos dicen, no pueden imponer a los demás lo que ellos consideran pecado. Bien, ¿tampoco en el caso de la prohibición del robo, el homicidio o la tortura? Pues también son, para ellos, pecados. ¿Tendremos, entonces, que despenalizarlos? Parece más sensato considerar que la democracia consiste en legislar según el principio de la mayoría, y que eso no entraña la negación de que existan verdades en el orden moral. Tanto derecho tendrá a participar en el debate público el creyente como el que no lo es, el absolutista como el relativista. Incluso cabría pensar que la participación de un relativista en un debate democrático podría constituir una extravagancia.
Es cierto que el dogmatismo puede llevar al totalitarismo, pero también lo es que el relativismo, que entraña la negación de la verdad moral, conduce al nihilismo, y que este constituye una vía regia hacia el declive moral de una sociedad. Ni la raza ni la clase social habrían llegado a producir el terror totalitario sin la funesta labor realizada previamente por el nihilismo moral. La afirmación de la verdad moral puede o no ser totalitaria; su negación siempre lo es.
Sí. Tiene razón Benedicto XVI. Puede haber una dictadura del relativismo. Todo hombre tiene un dios, aquello que ocupa el lugar más alto en su jerarquía estimativa, en su ordo amoris. Lo que importa es si se trata de un ídolo, de un falso dios, o del Dios verdadero. Max Scheler afirmó que el relativista es un absolutista de lo relativo. Todos somos, en este sentido, absolutistas. Solo que unos somos absolutistas de lo absoluto, y otros absolutistas de lo relativo. Bien se ve cuando relativistas confesos condenan, al parecer absolutamente, guerras injustas, capitalismos o dictaduras (incluso con un peculiar criterio selectivo). El relativista es un absolutista de lo relativo, ya sea esto el bienestar, el placer, el poder o el dinero. No alcanzo a entender esta aversión contemporánea a la verdad. Sin ella no es posible una vida personal, es decir, humana.