“!Convertíos a mí de todo corazón, […] convertíos al Señor!” (Jl 2,12. 13): es el grito con que el profeta Joel se dirige al pueblo en nombre del Señor; nadie podía sentirse excluido: «llamad a los ancianos; congregad a los muchachos y a los niños de pecho; […] el esposo […] y la esposa» (v. 16). Todo el Pueblo fiel está convocado a ponerse en camino y adorar a su Dios, “porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor” (v. 13).
También nosotros queremos hacernos eco de este llamamiento, queremos volver al corazón misericordioso del Padre. En este tiempo de gracia que hoy iniciamos, fijamos una vez más nuestra mirada en su misericordia. La Cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria de la misericordia sobre todo lo que intenta aplastarnos o reducirnos a algo que no sea acorde a la dignidad de los hijos de Dios. La Cuaresma es el camino desde la esclavitud a la libertad, del sufrimiento a la alegría, de la muerte a la vida.
El gesto de la ceniza, con el que nos ponemos en camino, nos recuerda nuestra condición original: hemos sido hechos de la tierra, estamos hechos de barro. Sí, pero barro en las manos amorosas de Dios, que sopló su espíritu de vida sobre cada uno de nosotros y quiere seguir haciéndolo; quiere seguir dándonos ese soplo de vida que nos salva de otros tipos de soplo: la asfixia sofocante provocada por nuestros egoísmos, asfixia sofocante generada por mezquinas ambiciones y silenciosas indiferencias; asfixia que ahoga el espíritu, reduce el horizonte y anestesia el latido del corazón. El soplo de la vida de Dios nos salva de esa asfixia que apaga nuestra fe, resfría nuestra caridad y borra nuestra esperanza. Vivir la Cuaresma es anhelar ese soplo de vida que nuestro Padre no cesa de ofrecernos en el fango de nuestra historia.
El soplo de la vida de Dios nos libera de esa asfixia de la que tantas veces no somos conscientes y que, incluso, nos hemos acostumbrado a “normalizar”, aunque sus efectos se hacen sentir; nos parece normal porque nos hemos acostumbrado a respirar un aire donde falta la esperanza, aire de tristeza y resignación, aire sofocante de pánico y hostilidad.
Cuaresma es el tiempo para decir no. No a la asfixia del espíritu por la contaminación causada por la indiferencia, por la negligencia de pensar que la vida del otro no me afecta; por todo intento de banalizar la vida, especialmente la de los que llevan en su carne el peso de tanta superficialidad. La Cuaresma quiere decir no a la contaminación intoxicada de las palabras vacías y sin sentido, de la crítica burda y apresurada, de los análisis simplistas que no logran abrazar la complejidad de los problemas humanos, especialmente los problemas de quienes más sufren. La Cuaresma es el tiempo de decir no; no a la asfixia de una oración que nos tranquilice la conciencia, de una limosna que nos deje satisfechos, de un ayuno que nos haga sentir bien. Cuaresma es el tiempo de decir no a la asfixia que nace de intimismos excluyentes, que quieren llegar a Dios esquivando las llagas de Cristo presentes en las llagas de sus hermanos: esas espiritualidades que reducen la fe a culturas de gueto y de exclusión.
Cuaresma es tiempo de memoria, es el tiempo para pensar y preguntarnos: ¿qué sería de nosotros si Dios nos hubiese cerrado las puertas?; ¿qué sería de nosotros sin su misericordia que no se ha cansado de perdonarnos y nos ha dado siempre una oportunidad para recomenzar de nuevo? Cuaresma es el tiempo para preguntarnos: ¿dónde estaríamos sin la ayuda de tantos rostros silenciosos que de mil modos nos han tendido la mano y con acciones muy concretas nos han devuelto la esperanza y nos han ayudado a recomenzar?
Cuaresma es el tiempo para volver a respirar, es el tiempo para abrir el corazón al soplo del Único capaz de transformar nuestro barro en humanidad. No es el tiempo de rasgarse las vestiduras ante el mal que nos rodea, sino más bien de dar sitio en nuestra vida a todo el bien que podemos hacer, despojándonos de lo que nos aísla, nos cierra y nos paraliza. Cuaresma es el tiempo de la compasión para decir con el salmista: “Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso”, para que con nuestra vida proclamemos tu alabanza (cfr. Sal 51,14), y nuestro barro −por la fuerza de tu soplo de vida− se transforme en “barro enamorado”.