Me permito insistir una vez más en que, a pesar del cambio cultural, perviven valores y derechos realmente universales, que claman por la adhesión de todos
Ante el auténtico guirigay producido por recientes sentencias en España, con editoriales de prensa, declaraciones de políticos y magistrados −incluidas reacciones cínicas ante los nombramientos periódicos de fiscalías−, llego a la dura conclusión de que la corrupción ha penetrado demasiado en el imaginario colectivo de una cultura creadora de todo un género literario: la picaresca.
Antes de que llegase a España el “todo vale” cultural, se practicaba con normalidad el “lo hacen todos”, para justificar cualquier tipo de conducta. Lo recordaba estos días por dos motivos. El primero, la lectura de un suceso ocurrido al comienzo de los noventa, en la vida de Jorge Mario Bergoglio, cuando era obispo auxiliar de Buenos Aires, encargado de la vicaría de Flores. Lo cita Austen Ivereigh a partir del diálogo de 2011 con el rabino Abraham Skorka, Sobre el Cielo y la Tierra.
«Por esa época, dos funcionarios “que decían ser muy católicos” acudieron a ver a Bergoglio a la vicaría de Flores. Le ofrecieron dinero público para llevar a cabo proyectos de la Iglesia en las villas miseria. Bergoglio, desconfiado, al final logró que confesaran que, de los cuatrocientos mil pesos que querían que firmara haber recibido, solo le entregarían la mitad y se quedarían con el resto. En lugar de rechazar de plano, Bergoglio les dijo que cualquier depósito debía ingresarse en una cuenta corriente bancaria de la Curia de la diócesis, y que debían firmarse recibos de todas las operaciones. Los hombres se esfumaron. Pero el hecho de que llegaran hasta él para proponerle el plan mostraba, según expuso más tarde, “que algún eclesiástico o religioso se prestó antes para esta operación”».
Antes que en lo económico −y es mi segunda experiencia reciente− la corrupción de la verdad en la vida social se refleja en la ignorancia, incluso en gente teóricamente con buen criterio, de la exigencia ética de no escuchar la murmuración. Por desgracia, un contundente pasaje del Catecismo Romano de san Pío V, 481-82, no ha pasado al actual:
«Los que dan oídos a los que hablan mal, o los que siembran discordias entre los amigos, son detractores. / Y no están excluidos del número y de la culpa de semejantes hombres los que, dando oídos a los que deprimen e infaman, no reprenden a los detractores, antes bien con gusto asienten con ellos. Pues como afirman San Jerónimo y San Bernardo, es difícil saber quién es más perjudicial: el que infama o el que oye al infamante; porque no habría quien infamase, si no hubiera quien oyese a los que quitan la fama». Y aquel viejo documento continúa hablando de chismosos y correveidiles.
No pocas veces hemos asistido al uso de argumentos semejantes, no tanto por razones éticas, sino simplemente mercantiles, a propósito de fenómenos como la tele-basura. Recuerdan la famosa tesis liberal de Adam Smith: «No es la multitud de cervecerías lo que motiva una predisposición general a la embriaguez en la gente del pueblo, sino que, por el contrario, es esa predisposición, procedente de otras causas, la que produce la abundancia de tabernas».
Las disquisiciones jurídicas y políticas sobre presunción de inocencia, diferencia entre “investigar” e “imputar”, diversos momentos procesales de las causas −que se dilatan tanto en el tiempo que asombra la distancia entre hechos y sentencia−, sólo consiguen en la práctica difuminar responsabilidades. Ciertamente, poco o nada han hechos los dirigentes para luchar contra la desesperante lentitud de la administración de justicia: más bien lo contrario. En el fondo, denotan el exiguo eco de la corrupción en los resultados electorales. Pero exigirían reformas urgentes, si de veras se quiere luchar contra la epidemia en un país en que no ha entrado la cultura anglosajona de la dimisión. Al cabo, serán los mismos jueces sobrecargados quienes aplicarán las nuevas leyes... Ironiza hoy un dibujante de Le Monde, al pedir presunción de elegibilidad para los crápulas.
Por esto, me permito insistir una vez más en que, a pesar del cambio cultural, perviven valores y derechos realmente universales, que claman por la adhesión de todos, reciban o no coactividad jurídica en los ordenamientos. Se clama así por la transparencia, porque la opacidad es caldo de cultivo de corrupción y fraudes. Nunca se subrayará bastante la antigua afirmación de Noam Chomsky: «la comunicación es a las democracias lo que la fuerza a las dictaduras». De ahí la necesidad de luchar por la veracidad como centro de la ética social, y de seguir pidiendo la dimisión de quienes practican o justifican la mentira o los múltiples fraudes.