Tenemos una historia, una familia, un vecindario, una cultura... Cada uno de nosotros es hogar y puede por eso crear hogar allí donde va
El camino siempre abierto de la madurez de la personalidad pasa por vivir y concebir nuestra vida en función de los demás.
«Vio Dios que era bueno»[1]. Sobre el fondo de este estribillo, que envuelve todo el primer relato de la creación del mundo, se nos presenta en contraste «el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios (…) que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor... pero está solo. Y Dios ve que esto “no es bueno”»[2]: la soledad del hombre es como una pieza que no encaja en el diseño de la creación. Cuando finalmente el Señor le presenta a Eva, que es hueso de sus huesos y carne de su carne[3], Adán se libera de una extraña melancolía que él mismo no lograba explicarse. Ahora sí puede decir con Dios que “todo es bueno”: afianzado sobre su vocación al encuentro con otros como él, el mundo deja de resultarle un lugar inhóspito.
Necesitamos a los demás, y ellos nos necesitan: nunca están
de más; son la tierra a la que siempre pertenecemos
Vivir con los demás mejora nuestra personalidad, pero nos quedaríamos muy cortos si nos limitáramos a esa constatación. Necesitamos a los demás, y ellos nos necesitan: nunca están de más; son la tierra a la que siempre pertenecemos, y desde la que Dios nos llama a recibir y a acoger a todos Porque tenemos una historia, una familia, un vecindario, una cultura, cada uno de nosotros es hogar −lugar de acogida− y puede crear hogar allí donde va. Porque tenemos casa, podemos ver el mundo como casa: como nuestra propia casa y, a la vez, como «la gran casa común»[4]. El afecto hacia nuestras raíces, el cultivo sereno de nuestro modo de ser… todo ello nos permite amar y ser amados, acoger y ser acogidos.
Una de las experiencias basilares de nuestra vida es que han contado con nosotros: alguien nos ha cuidado, nos ha sacado adelante. Cada uno es un ser “recibido” Nadie crece solo; y nadie, en realidad, está solo, aunque algunas vidas de hecho se desarrollen así. La desestructuración familiar y, como consecuencia, el abandono en el que viven muchos niños, no hacen de este principio antropológico fundamental una idea bonita pero inútil. No faltan personas que han crecido en entornos hostiles y quedaron dañadas por la carencia de amor, que también por eso son sensibles al afecto y pueden convertirse en tierra de acogida para los demás. Quien ha sufrido mucho puede amar mucho.
«Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino»[5]. Los demás no están simplemente ahí afuera, como una piedra junto al camino: nos pertenecen y les pertenecemos, más íntimamente de lo que podemos pensar. Lo entenderemos plenamente en el cielo, aunque en la tierra se logra entreverlo, si se vive cerca de Dios y de quienes nos rodean. Este mutuo pertenecerse tiene dos implicaciones de gran alcance: los demás se apoyan en mí, y yo puedo y debo apoyarme en ellos.
Querer y dejarse querer: el camino siempre abierto de la madurez pasa por incorporar a la propia vida esos dos aspectos de nuestro «ser con los demás y para los demás»[6].
La adolescencia es el primer momento en que este desafío sale a flote de modo claro. Entretanto los padres han dado forma al corazón de quien ahora empieza a andar por cuenta propia. Aunque casi todo tiene arreglo, esa labor previa de los padres define en buena medida nuestra mirada hacia el mundo, y lo que la deslumbra
El adolescente tiende fácilmente a escoger modelos diferentes de los de sus padres, porque empieza a notar la necesidad de afirmarse. Nutre sentimientos ambivalentes: junto a la percepción de la propia dependencia, percibe una sed de emancipación, y por eso el amor a los padres va a la par de un cierto rechazo hacia su propio hogar; es un principiante, pero quiere convencerse de que tiene seguridad; busca distinguirse, pero a la vez quiere pertenecer a un grupo. Se trata de un momento difícil para el interesado y para sus padres; pero, más allá de las manifestaciones un poco extravagantes de este afán por singularizarse, el verdadero fondo de lo que sucede al adolescente es que se está ampliando el sentido de sí mismo.
Si es característico de la infancia referir todo al propio yo, con la llegada progresiva de la madurez el yo se extiende, se abre a los demás: se empieza a percibir el afán −y la responsabilidad− de hacer aportaciones personales; se descubre que los otros tienen sus intereses e ilusiones. “Los demás existen”: precisamente un signo claro de inmadurez consiste en la incapacidad de enfrentarse a esa nueva exigencia de la vida. La superprotección por parte de los padres −un cariño mal entendido, un excesivo celo por ahorrar dificultades e incomodidades− puede generar ese rasgo de personalidad. Más adelante se descubre ese rastro, por ejemplo, en padres o madres que viven para su trabajo, sus aficiones, sus amistades, su forma física, y que se desentienden de la educación de sus hijos; propietarios que no solo se despreocupan de su comunidad de vecinos sino que hacen imposible la deliberación pacífica de los asuntos; personas que acumulan agravios para convencerse de que los conflictos se deben siempre a otros.
Nos debemos a los demás. Esta es una convicción que, depurada de servilismo o de ingenuidad, denota madurez. Significa que en cierto sentido “mi tiempo no es mío”, porque los otros me necesitan. El descanso, la diversión, la formación cultural y profesional, adquieren entonces una perspectiva más amplia: se desdibujan las fronteras entre lo mío y lo de los demás, sin que esto suponga evasión de la propia responsabilidad, ni invasión de la libertad ajena. Se trata de un planteamiento connatural para un cristiano: «Si el Señor te ha dado una buena cualidad −o una habilidad−, no es solamente para que te deleites, o para que te pavonees, sino para desplegarla con caridad en servicio al prójimo»[7].
Nos debemos a los demás. Esta es una convicción que, depurada
de servilismo o de ingenuidad, denota madurez
El egoísmo nos pone fuera de la realidad: nos hace olvidar que todo en nuestra vida es don. «¿Tienes algo que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?»[8] Si todo lo que tenemos es don, con más razón lo son los demás. Y, sin embargo, a veces vivimos como si no existieran, o les sometemos de modos sutiles a nuestro criterio o a nuestros intereses: más que recibirles, nos apropiamos entonces de ellos.
«Cada persona tiende a prepararse una especie de estuche muy cómodo, donde se encierra él, y que los demás se fastidien»[9]. Esta tendencia a hacer girar el mundo alrededor de nuestro yo es un principio de inmadurez al que siempre tenemos que ir ganando terreno, serenamente. Concebimos entonces el proyecto de nuestra vida no como una obra individual sino como una aportación a la felicidad de todos. Descubrimos y redescubrimos, así, que la verdadera realización no es nunca mera “autorrealización”. «Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio (…). Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar»[10].
Es un hecho que, en cualquier grupo humano, cada uno se implica hasta donde quiere, porque hay muchas cosas del día a día que no se pueden pactar ni prever de antemano. Las familias y las sociedades salen adelante gracias a esos esfuerzos gratuitos. Desvelos de personas que, a veces rodeadas por la apatía de quienes prefieren no complicarse la vida, entienden que otros han dedicado tiempo a verles crecer en el cuerpo y en el alma, y saben que están llamadas a esa misma lógica, la única que verdaderamente libera: padres y madres de familia, hijos que cuidan de sus padres, estudiantes que ayudan a sus compañeros con dificultades, trabajadores que se enfrentan a problemas de los que nadie quiere ocuparse. «Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes. −¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!»[11]
Evidentemente, este modo de ver la vida no se confunde con el servilismo de quien se prodiga en hacer todo tipo de tareas, sin ayudar a los demás a exigirse, ni con la ingenuidad de quien permite que se aprovechen de sus buenas intenciones. Servir no significa siempre hacer cosas: implica sobre todo ayudar a los demás a crecer, y esto lleva también a dejar espacio a la responsabilidad que tienen.
La vida moderna tiende a prever soluciones técnicas para casi todos los problemas, ocultando a veces el calor humano de la ayuda mutua. Sin embargo, ante situaciones que sacuden nuestra seguridad, como por ejemplo un desastre natural o un accidente, se manifiesta espontáneamente una solidaridad, un sentido de comunidad que yacía bajo las exigencias del ajetreo cotidiano... Surgen de nuevo las cosas que unen, se despiertan como de un encantamiento: se vuelve a lo esencial. Esto mismo sucede a menor escala, con baches personales como la muerte o la enfermedad de una persona querida... o con episodios del trato diario que, por nuestras propias circunstancias, pueden adquirir un relieve importante: por ejemplo cuando una persona nos ha hecho notar, incluso sutilmente, la «amargura de la indiferencia»[12], frío que hiela el alma; o, al contrario, cuando hemos percibido el calor de un interés sincero por nosotros... Se despierta entonces el alma hacia lo verdaderamente importante: acoger.
Todos somos en cierto modo peregrinos, y esperamos ser
acogidos: que nos reconforten, nos escuchen, nos miren a la cara
«Era peregrino y me acogisteis»[13]. Todos somos en cierto modo peregrinos, y esperamos ser acogidos: que nos reconforten, nos escuchen, nos miren a la cara. Madurez significa adquirir esa sensibilidad hacia los demás, y también, a veces, pasar por encima de la falta de la sensibilidad de otro, aunque podamos sufrir con ello. En ocasiones convendrá aconsejar al que yerra, haciéndole ver su poco tacto; otras veces, la mejor pedagogía será el contagio: la delicadeza, tarde o temprano, despierta la sensibilidad del más tosco.
Esa sensibilidad lleva también a las personas a tener iniciativas que se plasmen en su entorno más inmediato, ocupándose por ejemplo de «un lugar común (un edificio, una fuente, un monumento abandonado, un paisaje, una plaza), para proteger, sanear, mejorar o embellecer algo que es de todos. A su alrededor se desarrollan o se recuperan vínculos y surge un nuevo tejido social local. Así una comunidad se libera de la indiferencia consumista (…). De esa manera se cuida el mundo y la calidad de vida de los más pobres, con un sentido solidario que es al mismo tiempo conciencia de habitar una casa común que Dios nos ha prestado»[14].
La madurez que implica esa cercanía a los demás es distinta de la facilidad para la relación que es propia de las personas locuaces o extrovertidas. Se trata sobre todo de saber estar: observar, escuchar, acoger, aprender de todos. Especialmente en una época en la que las tecnologías de comunicación permiten relacionarse con mucha gente, se hace necesario redescubrir la fuerza del estar genuino, de la presencia personal. Un smartphone puede permitirnos contactar enseguida a cualquiera, pero no por eso nos hace más cercanos. En el ámbito virtual, uno dispone quiénes son sus “vecinos”, sus “amigos”, y paradójicamente esto puede hacernos perder de vista a quienes la vida pone a nuestro lado. Aunque se ha vuelto algo habitual, no deja de ser desoladora la estampa de un grupo de personas juntas que, en lugar de hablar entre sí, gestionan sus respectivos mensajes y perfiles: la comunicación virtual absorbe entonces a la comunicación real; casi sin darnos cuenta, podemos vivir pendientes de ver si alguien se ha acordado de nosotros, en lugar de pensar: ¡el que está a mi lado me necesita! Y lo mejor que puedo darle es mi cercanía. Precisamente esa opción por la presencia personal, en la que nos exponemos al contacto directo, a la realidad sin filtros, nos hace crecer en humanidad; nos despierta una vez más a lo verdaderamente importante. Pensar en los demás, rezar por ellos, nos lleva a vivir para ellos. «Solo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él»[15].
Carlos Ayxelá
Fuente: opusdei.es.
[1] Cfr. Gen 1, 10.12.18.21.25. El versículo 31 apostilla: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno».
[2] Papa Francisco, Audiencia, 22-IV-2015. Cfr. Gen 2, 18.
[3] Cfr. Gen 2, 23.
[4] Papa Francisco, Enc. Laudato si’ (24-V-2015), n. 13.
[5] Es Cristo que pasa, n. 111.
[6] Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-IX-2013), n. 273.
[7] San Josemaría, Surco, n. 422.
[8] 1 Cor 4, 7.
[9] San Josemaría, notas de una reunión familiar, 21-X-1973 (AGP, biblioteca, P01, 1974, p. 319).
[10] Papa Francisco, Evangelii gaudium, nn. 272-273.
[11] San Josemaría, Camino, n. 440.
[12] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 7.
[13] Mt 25, 35.
[14] Francisco, Laudato si’, n. 232.
[15] San Josemaría, Via Crucis, XIV estación.
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