En la práctica, tolerancia es lo que se exige cuando no se tiene fuerza para imponer lo que se piensa
Vuelve la Junta al trigo de negarles el concierto a los ocho colegios de Andalucía de educación diferenciada. ¿Habrá que explicarles por enésima vez qué es la libertad de elección de los padres? ¿O por qué la diferenciada no es discriminatoria? ¿No bastaría con el comodín de la tolerancia?
Diría que no, porque el concepto buenista de tolerancia universal, que tanto se nos vende en la teoría, no se usa. En la práctica, tolerancia es lo que se exige cuando no se tiene fuerza para imponer lo que se piensa. El poderoso no la gasta o, al menos, nunca sin que se la supliquen y sólo como concesión graciosa y en última instancia (judicial).
No por maldad, sino por error. La tolerancia no se entenderá ni se aplicará hasta que no se asuma que funciona a distintos niveles y en círculos concéntricos. Yo defendería hasta la muerte el derecho de cualquiera a decir cualquier cosa −como no dijo Voltaire, pero sí su biógrafa−, aunque esté en desacuerdo con él. Pero no pondría a cualquiera (lo reconozco) de profesor de mis hijos. La tolerancia depende del espacio: el suyo por excelencia es el público, que es el de todos. En lo particular, va rigiendo menos.
Por eso, el problema de los conciertos de los colegios no es tanto de derechos o de libertad de enseñanza, siéndolo, como de previa apropiación de lo público. Es muy natural que a Susana Díaz, a sus consejeros y a su partido no guste la educación diferenciada. Hay argumentos en contra, como hay muchísimos a favor. No dejan de ser tolerantes por tener sus ideas y abominar de la educación diferenciada. El problema es que dan un paso en falso al regir lo público (el presupuesto destinado a la educación) como si fuese su propia casa o su patrimonio particular. Cada vez que defienden que, por tratarse de la enseñanza pública, se ha de primar una concreta opción ideológica, se va arrinconando la libertad al ámbito de lo privado. Poniéndole, por tanto, un precio, a menudo inasumible.
"Aquí y en Holanda, / quien paga manda", se glosa con cierta guasa. Pero en la Administración Pública mandan los políticos, que no pagan, sino que cobran. Y desprecian a los contribuyentes. Hay padres que no podrán llevar a sus hijos a los colegios que prefieren porque los políticos son incapaces de diferenciar entre sus legítimas opciones personales e ideológicas y la gestión neutral de un espacio común de convivencia. Esa diferencia se llama tolerancia.