Emociona a mucha gente la mutua admiración y cariño entre los dos pontífices, un auténtico don de Dios que engrandece la vida de la Iglesia
Fue una auténtica sorpresa dentro y fuera de la Iglesia: el anuncio del papa Benedicto XVI en 2013, ante el consistorio de los cardenales, en riguroso y brillante latín, de su decisión de renunciar al supremo pontificado. Acaban de cumplirse cuatro años, que parecen muchos más, ante el ritmo impuesto por el papa Francisco. Pero, sin duda, el balance no puede ser más positivo, frente a las augures de posibles desgracias por la convivencia de dos obispos de Roma, algo vivido en tantas diócesis del mundo, pero no en la cumbre.
Una vez más, las profecías laicas derivadas de planteamientos humanos tan frecuentes en los vaticanistas, han sido rebasadas con creces por la realidad de la santidad en la Iglesia, en este caso, protagonizada por los dos pontífices. Benedicto no ha podido ser más delicado en este tiempo final de su vida, entregada a la oración y al estudio, plenamente identificado con el sucesor. Por su parte, Francisco no ha ahorrado elogios y gestos de cariño con su predecesor, en la estela de aquella primera encíclica promulgada a partir de un texto bastante elaborado ya por Benedicto: tras sus espléndidos documentos sobre la caridad y la esperanza, trabajó intensamente sobre la virtud teologal de la fe, y Francisco puso punto final a ese esfuerzo.
Estos últimos días se han publicado artículos y entrevistas con personas conspicuas, que reflejan la humildad de Josep Ratzinger en la doble realidad de su renuncia y de su estilo de vida tras dejar el pontificado. Muchos de los comentarios, aparte de experiencias personales, se basan también en las Últimas conversaciones con Peter Seewald −autor de conocidas entrevistas de fondo con el cardenal Ratzinger−, aparecidas en el otoño de 2016.
Tomó la decisión de dimitir durante el verano de 2012, tras regresar “muy cansado” de su viaje a Cuba y México: sintió que no tenía ya fuerzas para ese empeño pastoral, por otra parte indispensable en un pontífice del siglo XXI. Quedaba sólo establecer el momento adecuado para hacer pública su renuncia, así como para escribir el correspondiente comunicado coram populo. Tuvo claro que el texto debería redactarse en latín, “porque una cosa tan importante se escribe en latín”. Lo hizo dos semanas antes del consistorio del 11 de febrero.
Fue una decisión íntima, cara a Dios, no determinada por problemas acuciantes, como los que se plantearon con especial virulencia al final del pontificado. En la entrevista con Seewald deja claro que, independientemente de sus condiciones personales para el gobierno, no se puede dimitir cuando las cosas no están bien, sino con una conciencia tranquila: “no se trató de una retirada bajo la presión de los acontecimientos o de una fuga por la incapacidad de hacerles frente”. Fue consecuencia de la convicción de haber cumplido una tarea al servicio de Dios y de la Iglesia, y de tener que proseguirla de otra manera.
Desde entonces, ha cumplido fielmente su propósito de retirarse de la escena pública −aunque no deja de recibir y charlar con personas a las que conoce desde hace tiempo−: entiende ahora su misión al servicio de la Iglesia como un tiempo sustancialmente de oración. Así lo hace desde el monasterio en que reside, dentro del recinto vaticano. Apenas se le ha visto públicamente, salvo por expreso deseo del papa Francisco: por ejemplo, en la ceremonia de la canonización de Juan Pablo II.
En ese sentido, emociona a mucha gente la mutua admiración y cariño entre los dos pontífices, un auténtico don de Dios que engrandece la vida de la Iglesia. Como emocionó al propio Benedicto que Francisco rezase por él desde el momento mismo de su elección, como señaló antes de dar su primera bendición urbi et orbi, que Ratzinger siguió por la televisión.
Con motivo del aniversario, se difundió una entrevista de Radio Vaticana al P. Federico Lombardi, actual presidente de la Fundación Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Esa condición le ofrece la posibilidad de verle con relativa frecuencia. Y reconoce al periodista Alessandro Gisotti que resulta un verdadero placer estar con él, por su lucidez mental y espiritual. Naturalmente, el tiempo pasa, y las fuerzas físicas se van debilitando, aunque camina despacio, con normalidad, y no tiene ninguna enfermedad.
En su situación actual, vive una coherencia plena con la fe en Dios, tema central de su pontificado. El P. Lombardi encuentra especialmente bella la sensación de la proximidad del encuentro con Dios, el hecho de vivir la edad anciana como un tiempo de preparación y como de familiarización con el Señor. “Creo que es en verdad muy hermoso tener al Papa emérito rezando por la Iglesia, por el sucesor. Es una presencia que sentimos, sabemos que está ahí, aunque no le veamos físicamente, y cuando le vemos estamos todos muy contentos por lo mucho que le queremos. Lo sentimos como una presencia que nos acompaña, nos consuela, nos da serenidad”.
Sin duda, como ha escrito Cesare Cavalleri, Cristo −en su realidad contemplativa, no sólo doctrinal− es el hilo que une a Benedicto con Francisco. Ese es el centro de la nueva evangelización, capaz de superar tanto la "dictadura del relativismo", como la "globalización de la indiferencia", dos grandes enfermedades espirituales de nuestro tiempo señaladas por los obispos de Roma.