Resulta extraño que hoy se desautorice sin argumentar en ámbitos universitarios
La prensa se ha hecho eco estos días de la prohibición de una conferencia, en una universidad pública española, por motivos de discrepancia ideológica. Esto trae a mi memoria épocas del pasado que creía felizmente superadas. Quienes exigían la prohibición esgrimían, por todo argumento, que el conferenciante a quien se le negaba la palabra estaba aquejado de homofobia. Antes de darle la palabra, se le diagnosticó una enfermedad: cuidado, que es un homófobo. Y a diferencia de otros pacientes, a quienes hay que compadecer y ofrecer apoyo y solidaridad, al aquejado de homofobia hay que señalarlo, ponerle una etiqueta, y colocar un cordón sanitario, váyase que contagie a otros.
No es nueva esta estrategia de patologizar al que discrepa ideológicamente del pensamiento dominante. La antigua URSS y la Alemania nazi hicieron amplio uso de ella. Lo que resulta extraño es que todavía hoy, y en ámbitos universitarios, se practique impunemente esa forma de desautorizar sin argumentar, tan corriente cuando se trata de la corrección política. Porque al etiquetar determinadas formas de pensar como comportamientos patológicos se está rechazando y excluyendo del mundo normal, de la sociedad civil, a quienes piensan distinto; y todo ello sin tomarse la molestia de razonar y argumentar. ¿Por carencia de argumentos o por gregarismo y pereza mental? En cualquier caso, se trata de un recurso propio de épocas en que la racionalidad cotiza a la baja hasta en la mismísima Universidad. “Donde todo el mundo piensa igual, en realidad se piensa poco”, escribió Chesterton.
Y ahí tenemos la denominación de una nueva enfermedad, homofobia, convertida en insulto. Esta inquisición de lo políticamente correcto acostumbra insultar, para desautorizar, en vez de argumentar. Una forma más, y muy tóxica por cierto, de contaminar la atmósfera social, que dificulta la comunicación entre las personas. Además, las palabras insultantes, como decía Kafka, son preludio de acciones violentas, porque jugar con las palabras es jugar con la verdad, y jugar con la verdad es jugar con la vida.
Quizá lo más revolucionario que quepa hacer hoy sea ignorar olímpicamente las mil y una menudencias de los manuales de corrección política. Que es, por cierto, lo que todos y todas hacen cuando apagan el micrófono y bajan del estrado.
¿Será esta especie de alergia a la racionalidad una afección −por seguir con las metáforas médicas− de la época de la postverdad o del post-pensamiento (Simone) en la que, al parecer, estamos instalados? Siempre nos quedará el consuelo del eufemismo para poder decir, con T.S. Eliot, que vivimos en un mundo que "avanza hacia atrás, progresivamente".
Manuel Casado Velarde, Catedrático, Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra.