El Santo Padre ha participado en el VI Forum Internacional sobre Migraciones y Paz
Acoger, proteger, promover e integrar a los migrantes forzados es un deber de justicia, civilización y solidaridad, señaló el Papa al recibir a los participantes.
Después de escuchar con atención tres testimonios, el Santo Padre destacó la importancia del tema de este encuentro, que se desarrolla en Roma: «Integración y desarrollo: de la reacción a la acción».
El fórum es organizado por la Scalabrini International Migration Network (SIMN), el dicasterio vaticano para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, y la Fundación Konrad-Adenauer-Stiftung.
Gentiles Señoras y Señores, os dirijo a cada uno mi cordial saludo, con sentido reconocimiento por vuestra preciosa labor. Agradezco a Monseñor Tomasi sus amables palabras y al Dr. Pöttering su intervención; así como los tres testimonios, que representan de modo vivo el tema de este Fórum: Integración y desarrollo: de la reacción a la acción. En efecto, no es posible leer los actuales desafíos de los movimientos migratorios contemporáneos y de la construcción de la paz sin incluir el binomio desarrollo e integración: a dicho fin he querido instituir el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, dentro del cual una Sección se ocupa específicamente de todo lo que concierne a los inmigrantes, refugiados y víctimas de la trata.
Las migraciones, en sus diversas formas, no representan un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad. Han marcado profundamente cada época, favoreciendo el encuentro de los pueblos y el nacimiento de nuevas civilizaciones. En su esencia, emigrar es expresión del intrínseco anhelo de felicidad propio de todo ser humano, felicidad que hay que buscar y perseguir. Para los cristianos, toda la vida terrena es un viaje hacia la patria celestial.
El inicio de este tercer milenio está fuertemente caracterizado por movimientos migratorios que, en términos de origen, tránsito y destino, interesan prácticamente a toda la tierra. Desgraciadamente, en gran parte de los casos, se trata de desplazamientos forzados, causados por conflictos, desastres naturales, persecuciones, cambios climáticos, violencias, pobreza extrema y condiciones de vida indignas: «es impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como de los que se desplazan al interior de sus propios países y áreas geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, si es que no de pueblos, de todos los tiempos»[1].
Ante este complejo escenario, siento el deber de expresar una particular preocupación por la naturaleza forzosa de muchos flujos migratorios contemporáneos, que aumenta los desafíos que se plantean a la comunidad política, a la sociedad civil y a la Iglesia, y pide responder aún más urgentemente a esos retos de modo coordinado y eficaz. Nuestra común respuesta se podría articular en torno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar.
Acoger. «Hay una especie de rechazo que induce a no mirar al prójimo como a un hermano al que acoger, sino a dejarlo fuera de nuestro personal horizonte de vida, a transformarlo más bien en un contrario, en un súbdito al que dominar»[2]. Ante esa especie de rechazo, arraigada en última instancia en el egoísmo y amplificada por demagogias populistas, urge un cambio de actitud, para superar la indiferencia y anteponer a los temores una generosa actitud de acogida con los que llaman a nuestras puertas. Para los que huyen de guerras y persecuciones terribles, a menudo atrapados en la espiral de organizaciones criminales sin escrúpulos, hay que abrir canales humanitarios accesibles y seguros. Una acogida responsable y digna de esos hermanos y hermanas nuestros empieza por su primera ubicación en espacios adecuados y decorosos. Los grandes asentamientos de asilados y refugiados no han dado resultados positivos, generando más bien nuevas situaciones de vulnerabilidad y malestar. Los programas de acogida más distribuidos, ya en marcha en varias localidades, parecen en cambio facilitar el encuentro personal, permitir una mejor calidad de servicios y ofrecer mayores garantías de éxito.
Proteger. Mi predecesor, el Papa Benedicto, señaló que la experiencia migratoria a menudo vuelve a las personas más vulnerables a la explotación, al abuso y a la violencia[3]. Hablamos de millones de trabajadores inmigrantes −y entre esos particularmente los que están en situación irregular−, de prófugos y los que piden asilo, de víctimas de la trata. La defensa de sus derechos inalienables, la garantía de las libertades fundamentales y el respeto de su dignidad son tareas de las que nadie puede eximirse. Proteger a esos hermanos y hermanas es un imperativo moral que se concreta adoptando instrumentos jurídicos, internacionales y nacionales, claros y pertinentes; tomando decisiones políticas justas y con amplitud de miras; privilegiando procesos constructivos, quizá más lentos, con vistas a un consenso inmediato; llevando a cabo programas tempestivos y humanos en la lucha contra los “traficantes de carne humana” que se lucran de las desventuras ajenas; coordinando los esfuerzos de todos los agentes, entre los cuales, podéis estar seguros, estará siempre la Iglesia.
Promover. Proteger no basta, hace falta promover el desarrollo humano integral de los inmigrantes, prófugos y refugiados, que «se lleva a cabo mediante la atención por los bienes inconmensurables de la justicia, de la paz y de la salvaguarda de la creación»[4]. El desarrollo, según la doctrina social de la Iglesia[5], es un derecho innegable de todo ser humano. Como tal, debe ser garantizado asegurándole las condiciones necesarias para el ejercicio, tanto en la esfera individual como en la social, dando a todos igualdad de acceso a los bienes fundamentales y ofreciendo posibilidades de elección y crecimiento. También en esto es necesaria una acción coordinada y previsora de todas las fuerzas en juego: desde la comunidad política a la sociedad civil, desde las organizaciones internacionales a las instituciones religiosas. La promoción humana de los inmigrantes y de sus familias comienza por las comunidades de origen, donde debe estar garantizado, junto al derecho de poder emigrar, también el derecho de no tener que emigrar[6], o sea, el derecho a encontrar en su patria condiciones que permitan una digna realización de su existencia. Para eso hay que animar los esfuerzos que llevan a la realización de programas de cooperación internacional desvinculados de intereses partidistas, y de desarrollo transnacional donde los inmigrantes estén implicados como protagonistas.
Integrar. La integración, que no es ni asimilación ni incorporación, es un proceso bidireccional, que se funda esencialmente en el mutuo reconocimiento de la riqueza cultural del otro: no es aplastar una cultura con la otra, ni mucho menos aislamiento recíproco, con el riesgo de nefastos, en cuanto peligrosos, guetos. Por lo que respecta a quien llega y está obligado a no encerrarse en la cultura y tradiciones del país que lo acoge, respetando ante todo las leyes, no se puede descuidar en absoluto la dimensión familiar del proceso de integración: por eso siento el deber de repetir la necesidad, muchas veces señalada por el Magisterio[7], de políticas aptas para favorecer y privilegiar la reagrupación familiar. Respecto a las poblaciones autóctonas, deben ser ayudadas, sensibilizándolas adecuadamente y disponiéndolas positivamente a los procesos integrativos, no siempre sencillos ni inmediatos, pero siempre esenciales e imprescindibles para el futuro. Por eso hacen falta también programas específicos que favorezcan el encuentro significativo con el otro. Para la comunidad cristiana, además, la integración pacífica de personas de varias culturas es, de algún modo, también un reflejo de su catolicidad, ya que la unidad que no anula las diversidades étnicas y culturales constituye una dimensión de la vida de la Iglesia, que con el Espíritu de Pentecostés a todos está abierta y a todos desea abrazar[8].
Creo que conjugar estos cuatro verbos, en primera persona del singular y en primera persona del plural, representa hoy un deber, un deber con los hermanos y hermanas que, por razones diversas, se ven forzados a dejar su propio lugar de origen: un deber de justicia, de civismo y de solidaridad.
Ante todo, un deber de justicia. Ya no se pueden aguantar las inaceptables desigualdades económicas, que impiden poner en práctica el principio del destino universal de los bienes de la tierra. Todos estamos llamados a emprender procesos de compartir respetuoso, responsable e inspirado en los dictados de la justicia distributiva. «Es necesario entonces encontrar modos para que todos puedan beneficiarse de los frutos de la tierra, no solo para evitar que se agrande el abismo entre quien más tiene y quien debe contentarse con las sobras, sino también y sobre todo por una exigencia de justicia y de equidad y de respeto a todo ser humano»[9]. No puede un grupo de individuos controlar los recursos de medio mundo. No pueden personas y pueblos enteros tener derecho a recoger solo las sobras. Y nadie puede sentirse tranquilo y dispensado de los imperativos morales que se derivan de la corresponsabilidad en la gestión del planeta, una corresponsabilidad muchas veces recordada por la comunidad política internacional, así como por el Magisterio[10]. Dicha corresponsabilidad debe interpretarse de acuerdo al principio de subsidiaridad, «que confiere libertad para el desarrollo de las capacidades presentes a todos los niveles, y al mismo tiempo exige más responsabilidad hacia el bien común por parte de quien detenta más poder»[11]. Hacer justicia significa también reconciliar la historia con el presente globalizado, sin perpetuar lógicas de explotación de personas y territorios, que responden al más cínico uso del mercado, para incrementar el bienestar de unos pocos. Como afirmó el Papa Benedicto, el proceso de descolonización se ha retrasado «sea por causa de nuevas formas de colonialismo y de dependencia de viejos y nuevos países hegemónicos, sea por graves irresponsabilidades internas de los mismos países que se han hecho independientes»[12]. Todo eso hay que repararlo.
En segundo lugar, hay un deber de civismo. Nuestro esfuerzo a favor de los migrantes, de los prófugos y refugiados es una aplicación de los principios y valores de acogida y fraternidad que constituyen un patrimonio común de humanidad y sabiduría. Dichos principios y valores han sido históricamente codificados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en numerosas convenciones y pactos internacionales. «Todo migrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que deben respetarse por todos y en toda situación»[13]. Hoy más que nunca es necesario reafirmar la centralidad de la persona humana, sin permitir que condiciones contingentes y accesorias, ni el también necesario cumplimiento de los requisitos burocráticos o administrativos, ofusquen su esencial dignidad. Como declaró san Juan Pablo II, «la condición de irregularidad legal no permite descuentos en la dignidad del migrante, el cual está dotado de derechos inalienables, que no pueden ser violados ni ignorados»[14]. Por deber de civismo debe también recuperarse el valor de la fraternidad, que se funda en la nativa constitución relacional del ser humano: «la viva conciencia de esa relación nos lleva a ver y tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz sólida y duradera»[15]. La fraternidad es el modo más cívico de comportarse en presencia del otro, que no amenaza, sino que interroga, reafirma y enriquece nuestra identidad individual[16].
Hay, finalmente, un deber de solidaridad. Ante las tragedias que “marcan a fuego” la vida de tantos inmigrantes y refugiados −guerras, persecuciones, abusos, violencias, muerte−, no pueden sino salir espontáneos sentimientos de empatía y compasión. “¿Dónde está tu hermano?” (cfr. Gen 4,9): esta pregunta, que Dios pone al hombre desde los orígenes, nos implica, hoy especialmente respecto a los hermanos y hermanas que migran: «No es una pregunta dirigida a otros, es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros»[17]. La solidaridad nace precisamente de la capacidad de comprender las necesidades del hermano y de la hermana en dificultad y de hacerse cargo. En esto, en sustancia, se funda el valor sagrado de la hospitalidad, presente en las tradiciones religiosas. Para los cristianos, la hospitalidad dada al forastero necesitado de protección se le ofrece a Jesucristo mismo, identificado con el extranjero: «Fui extranjero y me hospedasteis» (Mt 25,35). Es deber de solidaridad contrarrestar la cultura del descarte y prestar más atención a los más débiles, pobres y vulnerables. Para eso «es necesario un cambio de actitud hacia los inmigrantes y refugiados por parte de todos; el paso de una actitud de defensa y de miedo, de desinterés o de marginación −que, al final, corresponde precisamente a la “cultura del descarte”− a una actitud que tenga en la base la “cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor»[18].
Como conclusión de esta reflexión, permitidme llamar la atención sobre un grupo particularmente vulnerable entre los migrantes, prófugos y refugiados a los que estamos llamados a acoger, proteger, promover e integrar. Me refiero a los niños y a los adolescentes que son forzados a vivir lejos de su tierra de origen y separados de sus familiares queridos. A ellos he dedicado el más reciente Mensaje para la Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado, subrayando que «hay que ir a la protección, a la integración y a las soluciones duraderas»[19].
Confío en que estos dos días de trabajo darán frutos abundantes de buenas obras. Os aseguro mi oración; y vosotros, por favor, no olvidéis de rezar por mí. Gracias.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
[1] Mensaje para la 100a Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado, 5-VIII-2013.
[2] Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 12-I-2015.
[3] Cfr. Benedicto XVI, Mensaje para la 92a Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado, 18-X-2005.
[4] Carta ap. en forma de Motu proprio Humanam progressionem, 17-VIII-2016.
[5] Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 373-374.
[6] Cfr. Benedicto XVI, Mensaje para la 99a Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado, 12-X-2012.
[7] Cfr. S. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de las Migraciones, 15-VIII-1986.
[8] Cfr. S. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de las Migraciones, 5-VIII-1987.
[9] Mensaje para la 47ª Jornada Mundial de la Paz, 8-XII-2013, 9.
[10] Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 9;163;189;406.
[11] Carta enc. Laudato si’, 196.
[12] Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate, 33.
[13] Ibid., 62.
[14] S. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de las Migraciones, 25-VII-1995, 2.
[15] Mensaje para la 47ª Jornada Mundial de la Paz, 8-XII-2013, 1.
[16] Cfr. Benedicto XVI, Discurso al congreso inter-académico “La identidad mudable del individuo”, 28-I-2008.
[17] Homilía en el Campo deportivo “Arena” de la localidad de Salina, 8-VII-2013.
[18] Mensaje para la 100a Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado.
[19] Mensaje para la 103a Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado, 8-IX-2016.
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