Los hechos objetivos no están de moda; lo que importa es la “posverdad”, es decir, las emociones o sentimientos personales en la percepción de la audiencia
La consecuencia inmediata es la posveracidad desconfiada, y en ocasiones la charlatanería.
El año que ha concluido hace pocas semanas ha sido catalogado por muchos periodistas y analistas políticos como el año de la posverdad. Este término es la traducción de post-truth elegida en noviembre como palabra del año 2016 por Oxford Dictionaries. Su significado se refiere a algo que denota unas circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes, en la formación de la opinión pública, que la apelación a las emociones y creencias personales. Bajo estos términos, quien desee influir en la opinión pública deberá concentrar sus esfuerzos en la elaboración de discursos fáciles de aceptar, insistir en lo que puede satisfacer los sentimientos y creencias de su audiencia, más que en los hechos reales.
La introducción de esta palabra en el diccionario de Oxford se debe su gran uso público durante los procesos democráticos que dieron lugar al Brexit, y las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Su admisión en el citado diccionario provocó miles de artículos en varios idiomas en los medios periodísticos, especialmente en internet, provocando un nuevo incremento de sus estadísticas.
Así, al poco tiempo, la Sociedad de la Lengua Alemana declaró que postfaktisch sería elegida como la palabra del año 2016. Y en español, la fundación Fundéu BBVA nominó la palabra posverdad para un galardón similar.
En los meses pasados se ha identificado la posverdad con la mentira. Se ha concluido, en muchos medios, que la posverdad no es nueva, las mentiras han existido siempre y, por tanto, nos encontramos frente a un neologismo fruto del capricho. Entonces, ¿debemos tomarnos en serio esta palabra?
Me parece que esta apreciación puede ser apresurada, y que la normalización del término posverdad merece un análisis más fino, aunque sea por el simple hecho de su gran influencia. El estudio propio de esta cuestión desborda sin duda estas líneas, por lo que sólo puedo limitarme a hacer algunas observaciones.
La palabra posverdad fue utilizada por primera vez en la prensa norteamericana en 1992, en un artículo de Steve Tesich para la revista The Nation. Tesich, al escribir sobre los escándalos de Watergate y la guerra de Irak, indicó que ya en ese momento habíamos aceptado vivir en una era de la posverdad, en la que se miente sin discriminación y se ocultan los hechos. Sin embargo, fue en el libro The Post-Truth Era (2004) de Ralph Keyes cuando el término encontró un cierto desarrollo conceptual.
Keyes indicó en su momento que vivimos en la época de la posverdad porque su credo se ha asentado entre nosotros: la manipulación creativa puede llevarnos más allá del reino de la mera exactitud hacia un reino de la narrativa de la verdad. La información embellecida se presenta como verdadera en su espíritu, y más verdad que la misma verdad. La definición de Keyes ofrece una cierta clave para comprender los hechos ocurridos en los meses pasados. Volveremos a ella en breve. Pero antes debemos preguntarnos: ¿cómo llegó hasta nosotros esta era de la posverdad?
Para comprender cómo es posible que nos encontremos en una época como esta hay que tener en cuenta algunos factores de los medios de comunicación por los que se ha propagado. Para empezar, la era de la posverdad hace referencia a la proliferación de noticias falsas por internet, a comentarios insultantes que rozan la difamación volcados todos los días en las plataformas de comunicación on line, y al descrédito de las instituciones a través de comentarios −muchas veces anónimos− en esos mismos medios.
La directora de The Guardian, Katharine Viner, en su artículo How technology disrupted the truth, indicó que detrás de todo esto está la intencionada tergiversación de los hechos de algunos medios digitales que abogan por una determinada postura social y política. Pero, junto con lo anterior, se encuentran también los esfuerzos de este tipo de medios para atraer visitantes hacia sus plataformas, sin más intención que mantener un negocio que vende lo que el público desea encontrar.
Viner explica que esto es posible por los algoritmos que alimentan las fuentes de noticias de buscadores como los de Facebook, o Google, que están diseñados para ofrecer al público lo que éste quiere. Para la directora de The Guardian, esto significa que la versión del mundo que encontramos cada día al entrar a través de nuestros perfiles personales, o en las búsquedas que hacemos en Google, ha sido invisiblemente filtrada para reforzar nuestras propias creencias.
Se trata, por tanto, de un esfuerzo por amoldar los medios de información, y los contenidos, al gusto de los usuarios. Siguiendo la definición de Keyes, podemos decir que se nos muestra una verdad embellecida y configurada a nuestro gusto, algo que aceptamos como más verdadero que la propia verdad de los hechos.
Hace unos años nos sorprendía encontrar, en una web cualquiera, anuncios para la compra de productos que habíamos visto en Amazon tan sólo unas horas antes. Hoy esto es algo usual. Parece que en nuestros días, la estrategia que se aplica a la venta de productos por internet se utiliza también para el caso de las noticias que deseamos consumir. Esto no puede extrañarnos. Un informe del Pew Research Center reveló hace unos meses que la mitad de los norteamericanos entre 18 y 30 años consume noticias a través de las plataformas de internet, y que esta tendencia es creciente. Por tanto, el mercado de consumo de información no dejará de ir en alza, y la estrategia de darle al cliente lo que desea es un modo de alcanzar su fidelidad. Es cierto que la compra de noticias en este tipo de medios no es abundante, pero es ahí donde se ofrece la máxima posibilidad de influir en el futuro público consumidor.
Lo anterior significa que, por parte de las plataformas electrónicas, cada vez será menos probable que encontremos información que nos desafíe, que amplíe nuestra cosmovisión o que encontremos hechos que refuten la información falsa que personas de nuestro entorno hayan compartido.
Incluso para una red social tan flexible como Twitter, este puede ser el caso, debido al constante anuncio de los tweets que más gustan a las personas que cada uno sigue. Sin embargo, sería absurdo imputar toda la culpa de caer en la era de la posverdad a los medios de comunicación y a sus estrategias para transmitir información. Está claro que la culpa debe atribuirse a las personas que mienten, tergiversado la verdad de los hechos. Pero parece que también es importante examinar, aunque sea brevemente, una actitud que se puede dar en los usuarios o consumidores y que nos compete directamente.
Ralph Keyes indicó, en The Post-Truth Era, que la consecuencia inmediata de la posverdad es la posveracidad. Esto es, una desconfianza frente a los discursos públicos, pero no por su contenido que puede ser cierto, e incluso científicamente demostrado. La desconfianza que genera la posverdad se fundamenta en que el mensaje puede servir a un fin oculto, no deseado por la audiencia. ¿Refleja esta idea algo real sobre nuestra sociedad y el modo como nos conducimos en ella?
Parece que la posveracidad sólo puede surgir en momentos como el que vivimos actualmente, en que existe una actitud de descrédito hacia los discursos públicos porque esperamos, después de todo lo revelado en los meses pasados, que tal información no transmita toda la verdad. Podríamos pensar que debemos evitar el dramatismo, puesto que seguimos consumiendo noticias, y éstas aún siguen transmitiendo muchas verdades. Sin embargo, grandes sectores de la sociedad creen que la verdad ha perdido valor, que ha sido derribada y yace en el suelo herida de muerte.
Pensar que la verdad puede ser asesinada puede dejarnos perplejos, pero esto ha venido ocurriendo para el caso de su valor en la sociedad. Por este motivo la cuestión de la posverdad no es superflua. Para Keyes el problema radical es que podemos vivir gobernados por ella, y participar activamente en su dinámica sin darnos cuenta. Esto se daría a través de una actitud derivada de la justificación de nuestras propias mentiras, y por acostumbrarnos a vivir en un ambiente en el que se discrimina la verdad en función de los intereses personales.
Esto puede ocurrir cuando no reflexionamos sobre las fuentes de las noticias que consumimos o, en una visión más amplia de las circunstancias, cuando apartamos la mirada ante aquellos puntos de vista que nos desagradan. A veces, huimos de todo esto sin detenernos a pensar en cómo se pueden ver las cosas desde otra perspectiva, simplemente porque no queremos ser engañados. Como si todo lo que no coincidiera con nuestras ideas pudiese catalogarse de propaganda engañosa.
Jason Stanley, en su libro How Propaganda Works (2015), explica que cierto tipo de propaganda autoritaria puede destruir los principios de la confianza en la sociedad, minando así la democracia. Pero también es verdad que no todo uso del lenguaje que altera la realidad es una mentira. Siempre hay algo de verdad. Pero, para abordarla, es importante tener capacidad crítica y la actitud de acercarnos a ella no con desconfianza, sino con un espíritu libre que se refuerza con el estudio cuidadoso de la realidad.
Aun cuando la era de la posverdad haya llegado a nuestro tiempo con cierta fuerza, la última palabra la tienen los usuarios o consumidores, personas libres que pueden decidir restablecer el valor de la verdad. Esto significa evitar la mentira, propia y ajena, evitando acostumbrarse a vivir en circunstancias donde la falsedad es algo usual. Dejar de lado cualquier modo, por sutil que sea, de faltar a la verdad.
En una entrevista que concedió al semanario católico belga Tertio, el Papa Francisco hizo referencia a varias de estas cuestiones. Especialmente, condenó el mal que pueden provocar los medios de comunicación que caen en la difamación al publicar noticias falsas. Con su modo directo de hablar, el Santo Padre explicó que la desinformación de los medios es un mal terrible, aun cuando lo que se dijese fuese cierto, puesto que el gran público tiende al consumo indiscriminado de esta desinformación. De este modo, explicó, se puede hacer mucho daño, y asimiló esta tendencia de consumir falsedades, y medias verdades, a la coprofagia.
Las palabras del Papa no son anecdóticas y tienen un calado más profundo del que se puede observar a simple vista. Esto se aprecia mejor si comparamos la coprofagia con el término que se usa en inglés para designar uno de los modos más sutiles de tergiversación de la verdad, el bullshit. Este término se ha traducido recientemente al español como charlatanería en la obra del filósofo norteamericano Harry Frankfurt.
Éste indicó, en su libro Sobre la charlatanería (2013), que ésta es menos intencionada de lo que podemos pensar. Cuando mentimos nos concentramos para hacerlo, pero la charlatanería no requiere esfuerzo porque es inadvertidamente espontánea: simplemente se descuida la presentación de los hechos. El charlatán mantiene clara la distinción entre lo verdadero y lo falso, pero como anda despreocupado por el valor de la verdad, puede usar un hecho para defender una postura y su contraria.
El charlatán no tiene intención de tergiversar la realidad, sino que carece de intenciones respecto a ella. Su intención se centra exclusivamente en sí mismo, en la superficialidad de sus proyectos o, como determinados medios o usuarios, en su propia propaganda. La mentira ha acaparado desde siempre nuestra atención. Esto es comprensible. El acto de mentir presenta una malicia que nos repele. Para decir una mentira hay que tener la intención de decirla. No es un simple descuido, hay que trabajarla. Para el mentiroso la verdad tiene un valor en función de sus propios fines, de ahí su interés por manipularla. Pero el charlatán no la cuida, y con esa actitud puede hacer mucho daño, tal como ocurre en esta era de la posverdad.
Frankfurt indica que la charlatanería es contagiosa. Algo de esto se puede haber extendido a nosotros como consumidores de información cuando no prestamos atención a las noticias que podemos propagar por las redes sociales. Ante esto, no estamos eximidos de responsabilidad por participar, de alguna forma, en actos difamatorios, aun cuando nos parezca que lo que hacemos no es significativo, o consideremos que lo transmitido es cierto. Cuando esto ocurre, es porque hemos dejado de considerar que el lenguaje no es sólo vehículo de hechos, cifras, estrategias, demostraciones y refutaciones, sino también portador de valores. Es importante tener en cuenta que el conocimiento de lo verdadero y lo falso, aun siendo muy importante, no define suficientemente lo que se necesita para hacer justicia a los demás, y para actuar con verdadera caridad.
La figura del charlatán, esté encarnada en algún medio que transmite noticias, o en un usuario que las consume y redistribuye, es el máximo contribuyente a la posveracidad: potencia la desconfianza y la tensión en la sociedad. Por esto, lo importante es reconocer la relevancia de las cosas a las que se refiere la información que manejamos. No todo nos puede dar igual. Reflexionar sobre si respetamos la verdad, evitando manipularla a nuestro antojo, permitirá que empecemos a devolverle su valor real.
J. Martín Montoya Camacho
Fuente: Revista Palabra.
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