El entrevistado, ganador del Premio Ratzinger 2012, se va perfilando como uno de los más grandes analistas de la crisis del mundo occidental
"Cada vez que la sociedad ha expulsado lo divino, lo hemos visto volver con la forma de dioses poco simpáticos: todos pedían un sacrificio humano". Con esta advertencia, el profesor Rémi Brague, filósofo francés ganador del Premio Ratzinger 2012, sintetizó lo que considera ser el origen de la derrota del proyecto moderno. Fue en un reciente congreso en Londres sobre La crisis de la libertad en Occidente promovido por el Instituto Acton para el estudio de la religión y de la libertad junto a la Universidad Saint Mary de Londres y el Centro Benedicto XVI para religión y sociedad.
Partiendo de sus numerosas publicaciones, entre las cuales el reciente volumen El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno (Encuentro), Brague se detuvo sobre los fundamentos del humanismo que prefiguran un cambio radical en la percepción que el hombre tiene de sí mismo y de su relación con la naturaleza y el cosmos, tal como lo explica en esta entrevista concedida a Solène Tadié para L'Osservatore Romano y recogida por Tempi:
Su obra cuestiona el concepto mismo de valor, objeto de abuso en un momento en el que casi todos invocan los valores para defender todo y lo contrario de todo. ¿Sería una expresión de lo que G.K. Chesterton llamaba "las virtudes cristianas enloquecidas"?
El concepto de valor es mi enemigo preferido. Lo que hoy se expresa en términos de valores, en el pasado se encontraba en las dos fuentes de la civilización occidental, la pagana y la cristiana, pero expresado con otros términos. Los paganos hablaban de virtud, mientras que los judíos y los cristianos hablaban de mandamientos. Pero el contenido es exactamente el mismo. Se podría volver a escribir el Decálogo como una lista de virtudes. "No matarás" se convertiría, así, en la virtud de la justicia. "No cometerás adulterio" sería la virtud de la templanza. Y, viceversa, se podría también volver a escribir la Ética a Nicómaco de Aristóteles según un contexto judío o cristiano.
Al fin y al cabo, es lo que se ha hecho a lo largo de la historia. Los grandes moralistas cristianos de la época patrística y de la Edad Media retomaron sin dudarlo conceptos morales presentes en Cicerón y Séneca, e incluso copiaron pasajes enteros. Pienso, por ejemplo, en el tratado de Roger Bacon, el moralista franciscano del siglo XIII, lleno de pasajes de Séneca transcritos palabras por palabra. De estas virtudes y mandamientos hemos pasado a hablar de valores. Cuando se habla de valor se presupone que ha habido de antemano una valoración.
Esto implica que, en un determinado momento, alguien −no se sabe exactamente quién− ha decidido dar valor a algo, decir que esa cosa costará tanto, lo que en parte es un concepto de origen económico. Se trata de lo que se da para obtener algo. El concepto de valor tiene el gran inconveniente de suponer que la realidad, en sí misma, no vale nada y que somos nosotros los que le atribuimos un valor. Observemos en campo económico el modo con el que John Locke explica que el valor de las cosas, de los productos, deriva del trabajo humano. Lo que la naturaleza nos da no tiene casi ningún valor. Es el trabajo humano lo que le da un valor.
Y hoy, ¿qué es lo que define un valor?
Este concepto alcanzó su apogeo con Nietzsche, que supo introducir los valores en el mercado de las ideas, a algunas de las cuales las hizo nobles. Intentó determinar los casos específicos que dan valor a las ideas. Entonces creyó haber hecho un descubrimiento muy interesante, a saber: que es la voluntad de poder lo que atribuye el valor. Es la voluntad de poder lo que da valor a las cosas. Tengo que tener esa cosa porque así afirmo y aumento el campo de acción y la profundidad de la influencia de mi propia voluntad de poder.
El inconveniente es que desde este punto de vista, los valores entran en una dialéctica que los destruye, porque si lo que tiene valor es aquello a lo que he dado valor, la actividad mediante la cual valoro una cosa tendrá más peso que el propio valor. "El hecho de valorar es, de todas las cosas que se valoran, el valor supremo", escribe Nietzsche en Así habló Zaratustra.
Esto significa que con el propio acto de atribuir valor a algo lo estoy devaluando, porque es la voluntad de poder en mí lo que fija el valor, vale más que el propio valor. En consecuencia, el concepto de valor es arrastrado, por su constitución, a la autodestrucción. Esto genera una especie de carrera hacia un valor cada vez mayor porque, a partir del momento en que se fija un valor se observa que, al fin y al cabo, no es gran cosa y que se necesita uno nuevo.
Es extraño que este concepto haya entrado en el discurso cristiano. En el mundo político hoy se habla de "nuestros valores" −sin saber realmente de qué se está hablando− y yo creo que sería mejor cambiar de lógica y dejar de hablar de valores para volver a hablar de virtudes o de mandamientos o, más sencillamente, de bien. No somos nosotros los que hacemos que algo sea bueno. En mi opinión, los valores se pueden, por lo tanto, eliminar.
Usted sitúa hacia el final del Renacimiento el cambio en la idea que el hombre tiene de sí mismo, del cosmos y de Dios, de la concepción de la propia dignidad. ¿Cómo se realiza este cambio de paradigma?
El verdadero cambio tiene lugar a comienzos del siglo XVII. Es la tercera etapa del desarrollo de la idea humanista de la que he hablado en mi conferencia. Supongo que existe un paso de una dignidad y de una nobleza innatas a una superioridad que se debe conquistar y a la que se somete todo el resto, consecuencia de una evolución de carácter psicológico.
Comparo este fenómeno con el tipo de persona que necesita demostrar que vale más que los otros: el advenedizo, el "nuevo rico". Pensemos, por ejemplo, en Lord Grantham, de la serie Downton Abbey: es el hombre más modesto que hay, porque para él su nobleza es connatural. El nuevo rico, por el contrario, no tiene nobleza. Lo demuestra el origen de la palabra snob, sine nobilitate. Quien no tiene nobleza debe ser un snob con los otros, desdeñarles, para demostrar el propio valor.
Existe la sensación de que el deseo del hombre moderno −es decir, el hombre a partir del siglo XVII− de someter al resto de la naturaleza podría deberse, efectivamente, a una pérdida de conciencia de la propia dignidad. Es interesante observar la tradición de los tratados como De nobilitate: nacen a mediados del siglo XV, atraviesan todo el siglo XVI y se interrumpen cuando son sustituidos por el proyecto técnico [moderno] de la dominación de la naturaleza. Corroído por la duda sobre sí mismo, el hombre ya no está seguro de que Dios le haya conferido una dignidad superior a la del resto de los objetos de la naturaleza y, por consiguiente, intenta remediar a su propia inseguridad sometiendo a la naturaleza.
Aún seguimos tratando con este tipo de persona, aunque el movimiento ecológico ha atenuado ligeramente esta tendencia. Dicho movimiento ha intentado desarrollar una conciencia de la deuda que tenemos hacia la naturaleza, pero le falta el fundamento metafísico según el cual la naturaleza es una creación. Si la naturaleza no es creación no se entiende por qué debemos sentir respeto hacia ella. Pero si es una creación al interno de la cual el hombre tiene una tarea, sobre todo de organizarla, limpiarla y ocuparse de ella como se ocuparía de un jardín, entonces las cosas cambian. En caso contrario, se oscila entre una actitud de dominación brutal y violenta de la naturaleza y una especie de idolatría de la misma, que podría llevar a desear la extinción de la especie humana para que la naturaleza pueda ser devuelta a sí misma.
¿Esto haría emerger un nuevo paradigma que derivaría del fracaso del proyecto moderno o se trata, por el contrario, de una especie de canto del cisne de ese mismo proyecto?
El proyecto moderno ha tenidos grandes logros. Tenemos una deuda de reconocimiento hacia él; pensemos en los avances de la medicina o de la agricultura, que permiten nutrir a un gran número de personas que en el pasado ni siquiera habrían nacido. La modernidad nos ha dado también una ciencia de la naturaleza seria, mucho más centrada que la de la Antigüedad. Incluso Aristóteles, que es un poco el non plus ultra de la física antigua, es apenas un científico al lado de Galileo. No sé si se está delineando un nuevo paradigma, pero diría que se debe delinear.
¿Qué prevé en este sentido?
Si no se consigue legitimar lo humano, aportar razones válidas para su subsistencia, no tendremos ya motivos para seguir existiendo. La única opción posible en este sentido sería organizar la coexistencia de las personas que están ya aquí, pero prohibiendo que apelen a las generaciones futuras, a las que no se puede pedir su opinión. De ningún modo hay que confiar la humanidad y su continuidad al instinto, como hacen algunos, porque somos ya capaces de decidir si habrá o no generaciones futuras.
El instinto humano funcionaba en el pasado, en el sentido de que era para la especie humana un modo de hacer entender que quería sobrevivir. Por lo tanto, si es verdad que la evolución ha producido todo (lo que, por otra parte, es un modo inapropiado de hablar: de hecho, no decimos que Napoleón es un producto de la historia), se deduce que la interferencia de fuerzas ciegas produjo seres inteligentes. Pero si estos seres inteligentes no tienen derecho a seguir haciendo consciente y libremente lo que se ha producido de manera inconsciente y sin libertad, sería realmente traicionar su razón…
Lo más difícil sería, si puedo decirlo, dar una versión concreta a la definición más clásica del hombre: animal racional. Se trata de conservar las dos dimensiones sin que la racionalidad juegue contra la animalidad. Creo que nuestra tarea actual consiste precisamente en reconciliar estas dos dimensiones, que tendemos a separar. Pensemos, por ejemplo, en el transhumanismo, sobre el que no tengo una opinión concreta porque no lo he estudiado a fondo. No sé ni siquiera si la idea es factible, pero lo que es muy interesante es que revela una especie de desesperación respecto al hombre tal como es actualmente, porque se propone transcenderlo. Hubo un tiempo en que se buscaba desarrollar lo humano, darle más fuerza y cualidades morales; de ahí el doble significado del adjetivo humano: se habla, por ejemplo, de trato humano de los animales, lo que tiene un significado muy concreto.
Pero ahora se tiene la impresión que, según la definición original de Nietzsche, el hombre es algo que debe ser transcendido. Es la famosa fórmula de Zaratustra, no sé exactamente lo que Nietzsche intentaba decir: por una parte flirtea con el pensamiento de Darwin, presente en todas las corrientes intelectuales europeas; por otra, al final de su vida declara que nunca había querido sustituir al hombre con una nueva especie. En tal caso ¡tendría que haberse expresado más claramente! Sobre todo cuando dice: "Habéis recorrido el camino del gusano al hombre: ¿por qué no vais más allá?". Es una alusión muy clara a la biología.
En cualquier caso, lo que me interesa aquí es constatar que hay una pérdida de confianza en el hombre porque se le quiere sustituir con otra cosa. O se quiere mejorarlo para eliminar la necesidad de la moral, porque a un hombre rehecho no se le ocurriría actuar de manera malvada, contraria a las reglas del bien y del mal. En mi libro cito algunos ejemplos curiosos, entre ellos el de Robespierre, que creía que sería ideal fabricar un hombre espontáneamente virtuoso, que no tuviera necesidad de plantearse preguntas. Nuestros sueños, hoy, son un poco así. No sé si la virtud es lo que los líderes del transhumanismo quieren en primer lugar, pero el proyecto se inscribe un poco en esta tendencia y es más antiguo de lo que se piensa.
Fuente: religionenlibertad.com.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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