El Santo Padre continúa su ciclo de catequesis sobre la esperanza cristiana, durante la Audiencia general de este miércoles
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy el profeta Jonás nos invita a reflexionar sobre el vínculo entre esperanza y oración. Jonás es enviado a Nínive, ciudad enemiga de Israel y por tanto indigna de la misericordia de Dios, para predicar su conversión. Jonás no lo entiende y huye.
En el barco encontrará a unos paganos que al verse en peligro por una tempestad se ponen a rezar e invitan al profeta a unirse a ellos. Ante la muerte, el hombre reconoce su fragilidad y se abre a Dios con una oración llena de esperanza. Jonás asume su responsabilidad y se sacrifica para que los paganos se salven. En ellos se opera un milagro aún más grande: gracias a esta experiencia de muerte logran encontrar al Dios de la vida, transformándose su oración en una acción de gracias.
Más tarde, el rey de Nínive tras oír la predicación de Jonás, se confía a la misericordia divina y llama a todos a la oración y a la penitencia, salvando así la ciudad.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. En la oración, nuestra esperanza no se ve defraudada. En esta Semana de oración que hoy iniciamos pidamos insistentemente al Padre por la unidad de todos los cristianos.
Que Dios los bendiga.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. En la Sagrada Escritura, entre los profetas de Israel, destaca una figura un poco anómala, un profeta que intenta desentenderse de la llamada del Señor, rechazando ponerse al servicio del plan divino de salvación. Se trata del profeta Jonás, de quien se narra su historia en un pequeño librito de solo cuatro capítulos, una especie de parábola portadora de una gran enseñanza, la de la misericordia de Dios que perdona.
Jonás es un profeta “en salida” y ¡también un profeta en fuga! Es un profeta en salida al que Dios envía “a la periferia”, a Nínive, para convertir a los habitantes de aquella gran ciudad. Pero Nínive, para un israelita como Jonás, representaba una realidad amenazadora, el enemigo que ponía en peligro a la misma Jerusalén, y por tanto al que hay que destruir, y no precisamente salvar. Por eso, cuando Dios manda a Jonás a predicar a aquella ciudad, el profeta, que conoce la bondad del Señor y su deseo de perdonar, intenta alejarse de su tarea y huye.
Durante su fuga, el profeta entra en contacto con paganos, los marineros de la nave en la que se había embarcado para alejarse de Dios y de su misión. Y huye lejos, porque Nínive estaba en la zona de Irak, y huye a España, huye en serio. Y es precisamente el comportamiento de esos hombres paganos, como luego será el de los habitantes de Nínive, el que nos permite hoy reflexionar un poco sobre la esperanza que, ante el peligro y la muerte, se expresa en oración.
Porque durante la travesía por mar, estalla una tremenda tempestad, y Jonás baja a la bodega de la nave y se abandona al sueño. Los marineros en cambio, viéndose perdidos, «invocaron cada uno a su propio dios»: eran paganos (Jon 1,5). El capitán de la nave despierta a Jonás diciéndole: «¿Qué haces ahí dormido? ¡Levántate, invoca a tu Dios! A ver si Dios se ocupa de nosotros y no perecemos» (Jon 1,6).
La reacción de esos “paganos” es la reacción normal ante la muerte, ante el peligro; porque es entonces cuando el hombre experimenta completamente su propia fragilidad y la necesidad de salvación. El instintivo horror de morir despierta la necesidad de esperar en el Dios de la vida. «A ver si Dios se ocupa de nosotros y no perecemos»: son las palabras de la esperanza que se convierte en oración, la súplica llena de angustia que sale de los labios del hombre ante un inminente peligro de muerte.
Demasiado fácilmente desdeñamos el dirigirnos a Dios en la necesidad como si fuese solo una oración interesada, y por eso imperfecta. Pero Dios conoce nuestra debilidad, sabe que nos acordamos de Él para pedir ayuda, y con la sonrisa indulgente de un padre, Dios responde benévolamente.
Cuando Jonás, reconociendo las propias responsabilidades, se hace arrojar al mar para salvar a sus compañeros de viaje, la tempestad se aplaca. La muerte inminente lleva a esos hombres paganos a la oración, hizo que el profeta, a pesar de todo, viviese su propia vocación al servicio de los demás, aceptando sacrificarse por ellos, y ahora conduce a los sobrevivientes al reconocimiento del verdadero Señor y a la alabanza. Los marineros, que había rezado presos del miedo dirigiéndose a sus dioses, ahora, con sincero temor del Señor, reconocen al verdadero Dios y ofrecen sacrificios e hicieron votos. La esperanza, que les había llevado a rezar para no morir, se revela aún más poderosa y obra una realidad que va incluso más allá de lo que esperaban: no solo no perecen en la tempestad, sino que se abren al reconocimiento del verdadero y único Señor del cielo y de la tierra.
Posteriormente, también los habitantes de Nínive, ante la perspectiva de ser destruidos, rezarán, movidos por la esperanza en el perdón de Dios. Harán penitencia, invocarán el Señor y se convertirán a Él, comenzado por el rey que, como el capitán de la nave, de voz a la esperanza diciendo: «¡Quién sabe si Dios se arrepiente, […] y no pereceremos!» (Jon 3,9). También para ellos, como para la tripulación en la tempestad, haber afrontado la muerte y haber salido salvos les llevó a la verdad. Así, bajo la misericordia divina, y más aún a la luz del misterio pascual, la muerte puede ser, como lo fue para san Francisco de Asís, “nuestra hermana muerte” y representar, para cada hombre y para cada uno de nosotros, la sorprendente ocasión de conocer la esperanza y de encontrar al Señor. Que el Señor nos haga entender este vínculo entre oración y esperanza. La oración te lleva adelante en la esperanza y cuando las cosas se ponen oscuras, ¡hace falta más oración! Y habrá más esperanza. Gracias.
Al inicio de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, doy una cordial bienvenida a la delegación del Itinerario Europeo Ecuménico, dirigida por la Señora Presidenta Annette Kurschus. Queridos hermanos y hermanas, vuestra etapa en Roma es un importante signo ecuménico, que expresa la comunión alcanzada entre nosotros a través del camino de diálogo en los decenios pasados. El Evangelio de Cristo está en el centro de nuestra vida y une personas que hablan lenguas diversas, habitan en países diversos y viven la fe en comunidades diversas. Recuerdo con emoción la oración ecuménica de Lund, en Suecia, el 31 de octubre pasado. En el espíritu de aquella conmemoración común de la Reforma, miramos más a lo que nos une que a lo que nos divide, y continuamos el camino juntos para profundizar nuestra comunión y darle una forma cada vez más visible. En Europa esa común fe en Cristo es como un hilo verde de esperanza: pertenecemos los unos a los otros. Comunión, reconciliación y unidad son posibles. Como cristianos, tenemos la responsabilidad de este mensaje y debemos testimoniarlo con nuestra vida. Dios bendiga esta voluntad de unión y proteja a todas las personas que caminan por la senda de la unidad.
Hermanos y hermanas, hoy inicia la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, cuyo lema es para nosotros un desafío: El amor de Cristo nos apremia a la reconciliación. Pidamos al Señor que todas las Comunidades cristianas, conociendo mejor su propia historia, teología y derecho se abran cada vez más a la reconciliación. Que nos inunde el espíritu de benevolencia y comprensión, así como las ganas de colaborar.
Saludo finalmente a los jóvenes, los enfermos y los recién casados. Hoy empieza la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que este año nos hace reflexionar sobre el amor de Cristo que apremia a la reconciliación. Queridos jóvenes, rezad para que todos los cristianos vuelvan a ser una única familia; queridos enfermos, ofreced vuestros sufrimientos por la unidad de la Iglesia; y vosotros, queridos recién casados, experimentad el amor gratuito como es el de Dios por la humanidad.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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