Voy a argumentar que educar las apetencias de los hijos e hijas es liberarlos de las fauces de un monstruo dañino: el consumismo
Por casualidad, con pena, presencié un ejemplo paradigmático de niño consumista. En una tienda adosada a una gasolinera, entró un chico de ocho o nueve años y, abriendo mucho los ojos, dijo: “¡Mamá, cómprame algo!”. No quería nada concreto: necesitaba consumir, poseer, comprar.
Voy a argumentar que educar las apetencias de los hijos e hijas es liberarlos de las fauces de un monstruo dañino: el consumismo. También, que cada vez que oigamos a un pequeño decir “no me apetece” se nos debe encender una alarma educativa, porque no hay alternativa: o se forman en serio −desde que son pequeños− para controlar sus apetencias o serán incapaces de aplazar una satisfacción, incompetentes para encarar con serenidad una frustración en la vida, por minúscula que ésta sea. El resultado, personalidades caprichosas: seres humanos que sufrirán mucho en la vida −y que harán padecer otro tanto a los demás−.
En primer lugar, hay que comprender mejor la necesidad de proteger a los menores contra el consumismo. Escribe José Antonio Marina que “miles de psicólogos, psiquiatras, sociólogos, pedagogos, publicistas, economistas trabajan tenazmente para responder a una pregunta: ¿cómo despertar el deseo de comprar?”. Porque nos abruma tanto la oferta publicitaria que podemos todos −mayores y pequeños− vivir en un mundo ficticio, en eso que Aldous Huxley ya en 1958 llamaba “la persuasión por asociación” y describía con esta crudeza: “Así, en una campaña de venta, la belleza femenina puede relacionarse arbitrariamente con cualquier cosa, desde un bulldozer hasta un diurético”. ¿Alguien lo duda en 2017?
Además, tal vez convenga diferenciar entre necesidad, deseo, capricho y apetencia, como hace Marina en su libro Las arquitecturas del deseo, donde explica que si algo nos apetece, eso mismo significa que no es una necesidad ni tampoco algo que deseamos desde lo profundo de nuestro ser. Y que, precisamente, el consumismo necesita de la proliferación, mediante la publicidad, de deseos “urgentes, imperiosos y efímeros”, y esta es la definición del capricho. Y, en último lugar, de apetencias, “el grado cero del deseo”.
Por último, seguimos a Marina en su realista exposición de las consecuencias de dejar satisfacer a los niños consentidos en sus apetencias y caprichos, y su depresión postcompra: “La excitación aumenta hasta pasar por caja, y se desvanece tan rápido como había aparecido (…). Solo engendra frustración, porque siempre habrá alguien o algo que apetecer. Ese es precisamente el ardid del consumismo”. Asimismo, resulta muy atinada la metáfora que emplea el filósofo y pedagogo español para describir este engaño: “Hacer submarinismo emocional en un charquito”.
Educar las apetencias es una tarea urgente para los hijos, puesto que viven en un mundo lleno de seducciones publicitarias que les pueden fascinar y convertir en personas con una fuerte inmadurez de carácter. Para ello, debemos ir nosotros por delante con el ejemplo, y usar de las cosas con moderación y con cierto desprendimiento. Muchas veces será importante que los juegos, especialmente los electrónicos, tengan un horario para empezar y terminar.
De igual forma, se procurará que jueguen en familia y que, mientras son otros los que los usan, sepan esperar su turno. Hay familias que no permiten que un hijo sea el dueño y propietario de un juego: todos los regalos son, también, de los demás hermanos para evitar niños posesivos. Otras, les hacen elegir un regalo, entre los recibidos en Navidad, para entregar a los niños más pobres.
Las apetencias se educan dando criterio a los hijos y aclarándoles desde muy jóvenes el daño que les puede producir el consumismo y la absurda tiranía de las marcas. Por cierto, hay que explicarlo con frecuencia. Además, detestando la vanidad, evitando presumir de algo porque cueste mucho dinero y enseñando que vestir bien es un modo de servir a los demás; fomentando la solidaridad con quien no tiene tanto y siendo ejemplares. O sea, liberándolos de una esclavitud poco visible, pero muy real: el consumismo.