La autora ha colaborado con Javier Echevarría en los últimos seis años, y recoge sus impresiones desde esa particular cercanía
He trabajado muy cerca del Prelado durante estos últimos seis años. Doy gracias al Cielo por la posibilidad de aprender tan directamente de una persona que se había contagiado de la santidad de san Josemaría y el beato Álvaro, y que −además de ser el prelado del Opus Dei−, era realmente padre.
Era una persona esencialmente joven, con todas las características que uno espera que tenga una persona de esa edad: sentido positivo, visión grande, capacidad de soñar y de ver todo como posible.
La capacidad de entusiasmar la tenía también con la gente joven que cada año se reunía con él en un encuentro familiar durante el UNIV, congreso internacional en Roma. Después de uno de esos encuentros, una de las chicas que habían asistido, me dijo: “Se ve que es una persona completamente enamorada”. El Padre tenía ya 80 años. Contagiaba, de hecho, su amor a Dios, que era muy concreto, y en esas reuniones daba consejos que pudieran ayudar. Recuerdo, por ejemplo, algunos sobre la vida de oración: “Mira el Crucifijo”, dijo a una persona, “y dile: no te quiero dejar solo”. O también: “Cuando vas por la calle, reza por cada una de las personas con las que te cruzas”.
Pienso que la facilidad para sintonizar con la gente joven y esta confianza en la capacidad de los jóvenes de darse la tenía porque él, conoció el amor de Dios cuando era muy joven, y a los 16 años le dijo que sí. Se preocupaba sinceramente por cada persona. Al terminar uno de esos encuentros con personas jóvenes, me preguntó: “¿Qué más puedo hacer por ellas?”.
Este interés lo tuvo hasta el final de sus días, como pude comprobar en el Campus Biomédico de Roma, donde tuve la gracia de Dios de verle en la habitación donde estaba ingresado, dos días antes de su marcha al cielo. Tenía una palabra amable y de agradecimiento, en todo momento, para el personal sanitario y de limpieza que entraba y salía de su habitación. Se hacía cargo de lo que le contaban, hasta reteniendo en la memoria detalles, nombres.
En el trabajo diario, notaba que se fiaba completamente de mí, de cada persona. Desde el primer momento, al confiar el encargo que fuera lo dejaba completamente en tus manos: la mejora‑de una labor, un viaje para trabajar in situ y contrastar ideas y experiencias, la atención de alguien que lo necesitaba, hasta pequeños encargos materiales. Tenía la seguridad de que podía descansar en cada uno. Estimulaba −sin pretenderlo− un vivo sentido de responsabilidad. Te hacía sentir fuerte y capaz de cosas que quizá en otros momentos te superarían. Contaba contigo, con cada uno. Antes de dar una orientación o resolver un asunto pedía el parecer a quienes colaborábamos más directamente con él preguntando: “Y tú, ¿qué dices?”.
Nunca el “no” era una respuesta definitiva. Iba a lo esencial de los asuntos. Decía a veces, “a contar se empieza por uno” o “para caminar hay que tener siempre un pie en el aire”. Ayudaba a ir al núcleo del problema sin perderse en lo circunstancial.
En medio del trabajo ordinario en la oficina, me alegraba especialmente cuando llegaba una inesperada llamada telefónica del Padre, siempre muy breve, con una pregunta, una sugerencia, solicitando un dato. Me llamaba la atención y quería aprender de su rapidez y diligencia para atender y responder a lo que le llegaba. Los cambios de planes, se hacían con gusto para seguir su mismo ritmo, el de quien tiende siempre a “más”.
Nos conocía perfectamente y a veces nos gastaba bromas simpáticas. Por ejemplo, a veces me pedía que tradujera algo al italiano, aunque él sabía perfectamente este idioma, y una vez me dijo: “Pon este texto en un bel palermitano”, haciendo alusión a la ciudad de la que provengo.
En estos últimos años hemos vivido el tránsito de un Papa a otro, hemos intentado seguir al Papa Juan Pablo II con su fuerza arrolladora, luego la sucesión de un Papa a otro, Benedicto XVI, y actualmente el Papa Francisco que nos empuja a los cristianos para que lleguemos a las periferias de todo el mundo. En todas esas circunstancias he visto cómo el Prelado intentaba servir a la Iglesia como necesitaba y quería ser servida, sin ahorrar ni tiempo, ni esfuerzo, ni medios, ni lo que hiciera falta por secundar al Santo Padre. Hace solo unos meses, convocó en Roma a profesionales de diversos países para que contribuyeran −desde su experiencia− a estudiar y proponer respuestas concretas a la urgencia del Papa Francisco de transmitir la alegría de la fe en el actual contexto histórico.
A lo que más dedicaba tiempo, en medio de su vida de trato con Dios y de actividad como Obispo y prelado del Opus Dei, era a ser padre. Recibía una impresionante cantidad de cartas de todo el mundo, de todo tipo y de edades muy variadas. Se tomaba mucho tiempo en leer y rezar por lo que le confiaban. Quería que sintieran su cercanía, especialmente las personas enfermas, a las que muchas veces hacía llegar además de sus palabras, un detalle. Pedía frecuentemente oración a todas, siendo una de las intenciones que nunca faltaba en los ratos de reunión que teníamos. Iba a visitar a quienes estaban en el hospital o en su casa por algún motivo, aunque no fuera grave la enfermedad, desplazándose sin pensar en el tiempo que ello suponía.
¿Qué sucederá ahora? Todo continúa como hasta ahora y todo cambia. Cambia, porque la ausencia del padre se nota, pero todo continuará como antes porque el Opus Dei es cada persona que vive día a día procurando responder a la llamada de Dios. Y esto me recuerda lo que san Josemaría decía a los primeros que le seguían, muy jóvenes: “Si yo muriera, ¿tú continuarías?”. Y esa pregunta continúa haciéndonos a todos nosotros ahora.
Carla Vassallo
Miembro de la Asesoría Central del Opus Dei
Fuente: Revista Palabra.
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