Nada volvió a ser lo mismo. De nuevo a la vida ordinaria, de nuevo a su estudio… pero ahora que han visto la Verdad… nunca perderán el camino
Celebramos hoy con los Magos la Epifanía. A través de ellos, Dios se manifiesta a todo el orbe. De estos entrañables personajes solo sabemos lo que el Espíritu ha revelado en el Evangelio de Mateo. No consta que sean Reyes ni cuántos son. Se les nombra como «magos», que significa sabios. En Herodoto y Jenofonte «magos» son una casta sagrada de medos y persas, con saberes astronómicos y creencias adivinatorias. Para señalar su procedencia el evangelista utiliza un término ambiguo: «Oriente». En el contexto cultural judío sería más allá del Jordán.
Un día descubren un astro. Giotto dibuja en la Capilla de los Scrovegni un cometa. Quizás habría contemplado el Halley, de recurrente aparición periódica. Desde su pintura, la Estrella de Belén se representa con una estela luminosa. Nuestros Magos indagarían la causa. Su ciencia no consigue descubrir el arcano, pero, iluminada por la fe, vislumbra el Misterio. Intuyen que anuncia un gran nacimiento y se disponen a seguirla. Dios les llama a través de su estudio. El entendimiento abierto a la fe. Así, cuando un estudioso pretende alcanzar las causas últimas de la realidad objeto de su análisis y desemboca en una reflexión sobrenatural.
En tiempos se creyó que el avance científico daría respuesta a toda pregunta y satisfacción a toda necesidad. Podría hacerse realidad, ¡por fin!, un mundo feliz. Se construiría acá, el «más allá». Algunos lo postularon como doctrina. Así, Comte o Renan al defender que la ciencia mejora la vida material y establece una ética social. Entrado ya suficiente el nuevo milenio, esas esperanzas han devenido vanas. No todo es posible, aunque el ámbito legal permita experimentar contra natura. El avance, siempre inconcluso, no explica todos los «porqués». Afirma Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio: «Aquel que, con espíritu abierto, reflexiona […] frente a las maravillas del mundo inmensamente pequeño del átomo e inmensamente grande del cosmos […] comprende que tal obra requiere un Creador». El axioma «el hombre como medida de todas las cosas» se desmorona. La razón elevada, irracionalmente, a una peana para adorarla se desploma del sitial que no le corresponde.
Desde Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino la razón ha tratado de «tocar» a Dios. Nuestro Ortega dibuja su ir y venir a la fe con una bella alegoría. En su ensayo «Dios a la vista», compara al hombre frente a Dios con nuestro planeta que, en su movimiento de traslación, se aleja y acerca del sol. Y concluye: «… pero al cabo emerge a sotovento el acantilado de la divinidad […] y procede gritar desde la cofa: ¡Dios a la vista!». Hoy desde la filosofía analítica hay un fértil diálogo entre creyentes y ateos. Anthony Flew se convierte y defiende con argumentos racionales la existencia de la divinidad.
Es obvio que hay científicos creyentes, agnósticos y ateos. Pero es incuestionable que la ciencia moderna es absolutamente tributaria de multitud de estudiosos cristianos. Así, Bacon, Kepler, Descartes, Newton, Faraday, Mendel, Max Planck, entre muchos otros. Ha sido más corriente confirmar la creencia o descubrir a Dios en la investigación que llegar a la increencia desde la ciencia. Afirma Pasteur: «Poca ciencia aleja de Dios, mucha ciencia devuelve a él». Sobre la creencia de Einstein afirma la Encyclopedia Britannica: «Negando firmemente el ateísmo, expresó una creencia en el Dios de Spinoza revelado en la armonía de lo que existe». En una ocasión le preguntan cómo concibe a «su Dios» y responde: «Es un misterio comprensible. Admiro las leyes de la naturaleza. No hay leyes sin un legislador».
Hoy el científico, cada vez más consciente de su pequeñez, se encuentra en permanente estado de perplejidad. Cada descubrimiento abre incógnitas más profundas. El entendimiento busca, denodadamente, soluciones y respuestas. En cierto instante, extenuados, muchos científicos se ven traspasados por un tenue resplandor por el que vislumbran que más allá de su especulación hay algo −«Alguien»− que da el ser a todas las cosas. De nuevo Juan Pablo II: «La fe no mortifica la inteligencia, sino la estimula a reflexionar». Su luz no destruye, completa la causa de la razón. El quehacer intelectual, que es 1% de inspiración y 99% de transpiración, cumple el mandato divino formulado en los albores: «¡Dominad la tierra!». Eso sí, con pleno respeto a lo creado, patrimonio de los que existimos y de los que vendrán.
Es tiempo de buscar sin cejar, hallar y explicar. Dios es Alfa y Omega, pero queda el resto del alfabeto por descubrir. Esas letras intermedias, tan enjundiosas, son las realidades empíricas, sociales o culturales, que el ser humano debe descubrir. Y así, ¡cuánta paz! Quedan cauterizados orgullo y soberbia. Vanagloria del hombre contemporáneo cuando cree que puede prescindir de Dios. Sentencia Cajal: «Al investigador le ha sido dado desentrañar algo de la maravillosa obra de la Creación para rendir a la Divinidad uno de los cultos más gratos…». Es, asimismo, la hora de la humildad. Recientemente, el astrónomo Sandage confiesa: «El mundo presenta complicaciones que no logra esclarecer la ciencia… Solo puedo entender la existencia recurriendo al elemento sobrenatural».
Termino. Los Magos rememoran la ilusión infantil. También evocan la ciencia. En definitiva, la sabiduría para alcanzar la «Sabiduría», don del Espíritu que permite saborear la Verdad. Los Magos descubren por la razón, estimulada por su estudio e iluminada por la fe. Hallan a un Niño. No fue preciso ver más. Parecía ignorante −nada sabía−, indefenso −nada podía− y pobre −nada tenía−, pero supieron que solo Él podía llenar de felicidad sus vidas y colmar las ansias de su entendimiento. Es la «Verdad» que lo invade todo y trasciende todas las verdades.
Y se rinden, con emoción, a la ilógica evidencia de descubrir a Dios en ese «Niño en brazos de su Madre». Con el corazón henchido de dicha los Magos regresan a su tierra «por otro camino». Nada volvió a ser lo mismo. De nuevo a la vida ordinaria, de nuevo a su estudio… pero ahora que han visto la Verdad… nunca perderán el camino.
Federico Fernández de Buján, Catedrático de Derecho Romano de la UNED.