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Se decían unas otras: «¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?» (Mc 16, 3)
María de Magdala nos despertó cuando empezaba a despuntar el sol.
―Ha terminado el sabbath―dijo― Ya podemos ir al sepulcro.
Yo apenas había logrado dormir unos minutos, pero logré ponerme en pie.
―Tengo todo lo necesario para embalsamar al Señor ―continuó María―.
―Pero ¿por qué tanta prisa?
Salimos de la casa sin hacer ruido para no despertar a los demás. La Magdalena corría como si Jesús la estuviera esperando. Salomé, Juana y yo íbamos detrás tratando de calmarla.
La mañana estaba hermosísima. Ya florecían los almendros y soplaba una brisa húmeda del mar que nos despertó del todo.
―¡María!
―¿Qué quieres?
―Me parece que esto no tiene sentido. ¿Quién crees que nos quitará la piedra que da entrada al sepulcro?
―Nadie ―terció Juana―. Pilatos ha puesto una patrulla de soldados precisamente para que nadie intente abrir esa puerta. ¿A dónde vamos, María?
La Magdalena se detuvo sólo un instante y habló con un tono grave, como un rabbí:
―Desde que conozco al Maestro todas hemos superado obstáculos mucho más graves que una simple piedra por muy pesada que parezca. De mí salieron siete demonios. Vosotras sabréis de dónde os sacó el Señor. Ahora lo único que nos pide es que vayamos con él. ¿Habéis visto esos perrillos que no se separan jamás de la tumba de sus dueños? Yo no quiero ser menos.
―¿Y quieres morir allí?
―Si él me lo pidiera... Pero no. Quiero vivir de la única forma que vale la pena. No volveré a ser la que fui. Jesús hizo saltar en pedazos otras piedras peores, que me tenían sepultada en una sima sin salida: la piedra de la lujuria, del egoísmo, de la mentira… Vosotras y yo derribaremos ésta. ¡Es tan pequeña! Ya lo veréis.
Caminamos en silencio. María corría cada vez más. El sol nos cegaba la vista. Una algarabía de pájaros cantores nos acompañó hasta el sepulcro. No había soldados ni piedra que nos impidiera el paso...
Ya conocéis el resto de la historia.
Enrique Monasterio
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