Del domingo de Ramos al domingo de Resurrección, el Prelado del Opus Dei acompaña a Cristo contemplando cada una de las escenas que marcan estos días
“Horas de amargura humana para Jesús; horas de paz inefable en el hondón de su espíritu, porque cumple la Voluntad santa de su Padre. Unas horas éstas, las de la oración de Jesús en el Huerto, que llegan muy al fondo del alma del cristiano” (Mons. Javier Echevarría, Getsemaní. En oración con Jesucristo).
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Comienza la Semana Santa y recordamos la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. Escribe San Lucas. «Al acercarse a Betfagé y a Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos diciéndoles: "Vayan al caserío que está frente a ustedes. Al entrar, encontrarán atado un burrito que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo aquí. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle: el Señor lo necesita". Fueron y encontraron todo como el Señor les había dicho».
¡Qué pobre cabalgadura elige Nuestro Señor! Quizá nosotros, engreídos, habríamos escogido un brioso corcel. Pero Jesús no se guía por razones meramente humanas, sino por criterios divinos. «Esto sucedió −anota San Mateo− para que se cumplieran las palabras del profeta: "Díganle a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito, hijo de animal de yugo"».
Jesucristo, que es Dios, se contenta con un borriquito por trono. Nosotros, que no somos nada, nos mostramos a menudo vanidosos y soberbios: buscamos sobresalir, llamar la atención; tratamos de que los demás nos admiren y alaben. San Josemaría Escrivá, canonizado por Juan Pablo II hace dos años, se prendó de esta escena del Evangelio.
Aseguraba de sí mismo que era un burrito sarnoso, que no valía nada; pero como la humildad es la verdad, reconocía también que era depositario de muchos dones de Dios; especialmente, del encargo de abrir caminos divinos en la tierra, mostrando a millones de hombres y mujeres que pueden ser santos en el cumplimiento del trabajo profesional y de los deberes ordinarios.
Jesús entra en Jerusalén sobre un borrico. Hemos de sacar consecuencias de esta escena. Cada cristiano puede y debe convertirse en trono de Cristo. Y aquí vienen como anillo al dedo unas palabras de San Josemaría. «Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Sin embargo, añade, Jesús se contenta con un pobre animal, por trono (...). Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma».
¡Dejémosle tomar posesión de nuestros pensamientos, palabras y acciones! ¡Desechemos sobre todo el amor propio, que es el mayor obstáculo al reinado de Cristo! Seamos humildes, sin apropiarnos méritos que no son nuestros. ¿Imaginan ustedes lo ridículo que habría resultado el borrico, si se hubiera apropiado de los vítores y aplausos que las gentes dirigían al Maestro?
Comentando esta escena evangélica, Juan Pablo II recuerda que Jesús no entendió su existencia terrena como búsqueda del poder, como afán de éxito y de hacer carrera, o como voluntad de dominio sobre los demás. Al contrario, renunció a los privilegios de su igualdad con Dios, asumió la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y obedeció al proyecto del Padre hasta la muerte en la Cruz (Homilía, 8-IV-2001).
El entusiasmo de las gentes no suele ser duradero. Pocos días después, los que le habían acogido con vivas pedirán a gritos su muerte. Y nosotros ¿nos dejaremos llevar por un entusiasmo pasajero? Si en estos días notamos el aleteo divino de la gracia de Dios, que pasa cerca, démosle cabida en nuestras almas. Extendamos en el suelo, más que palmas o ramos de olivo, nuestros corazones. Seamos humildes. Seamos mortificados. Seamos comprensivos con los demás. Éste es el homenaje que Jesús espera de nosotros.
La Semana Santa nos ofrece la ocasión de revivir los momentos fundamentales de nuestra Redención. Pero no olvidemos que −como escribe San Josemaría−, «para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario». Para eso, nada mejor que caminar de la mano de María. Que Ella nos obtenga la gracia de que estos días dejen una huella profunda en nuestras almas. Que sean, para cada una y cada uno, ocasión de profundizar en el Amor de Dios, para poder así mostrarlo a los demás.
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Ayer recordamos el ingreso triunfal de Cristo en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos y otras personas le aclamaron como Mesías y Rey de Israel. Al final de la jornada, cansado, volvió a Betania, aldea situada muy cerca de la capital, donde solía alojarse en sus visitas a Jerusalén.
Allí, una familia amiga siempre tenía dispuesto un sitio para Él y los suyos. Lázaro, a quien Jesús resucitó de entre los muertos, es el cabeza de familia; con él viven Marta y María, hermanas suyas, que esperan llenas de ilusión la llegada del Maestro, contentas de poder ofrecerle sus servicios.
En los últimos días de su vida en la tierra, Jesús pasa largas horas en Jerusalén, dedicado a una predicación intensísima. Por la noche, recupera las fuerzas en casa de sus amigos. Y en Betania tiene lugar un episodio que recoge el Evangelio de la Misa de hoy.
Seis días antes de la Pascua −relata San Juan−, fue Jesús a Betania. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con Él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de nardo auténtico, muy costoso, ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó con su cabellera, y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Inmediatamente salta a la vista la generosidad de esta mujer. Desea manifestar su agradecimiento al Maestro, por haber devuelto la vida a su hermano y por tantos otros bienes recibidos, y no repara en gastos. Judas, presente en la cena, calcula exactamente el precio del perfume.
Pero, en vez de alabar la delicadeza de María, se abandona a la murmuración: ¿por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres? En realidad, como hace notar San Juan, no le importaban los pobres; le interesaba manejar el dinero de la bolsa y hurtar su contenido.
«La valoración de Jesús es muy diversa», escribe Juan Pablo II. «Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos −"pobres tendrán siempre con ustedes"−, Él se fija en el acontecimiento de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona» (Ecclesia de Eucharistia, 47).
Para ser verdadera virtud, la caridad ha de estar ordenada. Y el primer lugar lo ocupa Dios: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo.
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas. Por eso, se equivocan los que −con la excusa de aliviar las necesidades materiales de los hombres− se desentienden de las necesidades de la Iglesia y de los ministros sagrados. Escribe San Josemaría Escrivá: «aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
−Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
−Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" −una buena obra ha hecho conmigo».
¡Cuántas personas se comportan como Judas! Ven el bien que hacen otros, pero no quieren reconocerlo: se empeñan en descubrir intenciones torcidas, tienden a criticar, a murmurar, a hacer juicios temerarios. Reducen la caridad a lo puramente material −dar unas monedas al necesitado, quizá para tranquilizar su conciencia− y olvidan que −como escribe también San Josemaría Escrivá− «la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador».
La Virgen María se entregó completamente al Señor y estuvo siempre pendiente de los hombres. Hoy le pedimos que interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda.
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El Evangelio de la Misa termina con el anuncio de que los Apóstoles dejarían solo a Cristo durante la Pasión. A Simón Pedro que, lleno de presunción, afirmaba: yo daré mi vida por ti, el Señor respondió: ¿conque tú darás mi vida por mí? Yo te aseguro que no cantará el gallo, antes de que me hayas negado tres veces.
A los pocos días se cumplió la predicción. Sin embargo, pocas horas antes, el Maestro les había dado una lección clara, como preparándoles para los momentos de oscuridad que se avecinaban.
Ocurrió el día siguiente a la entrada triunfal en Jerusalén. Jesús y los Apóstoles habían salido muy temprano de Betania y, con la prisa, quizá no tomaron ni un refrigerio. El caso es que, como relata San Marcos, el Señor sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó por si encontraba algo en ella; pero cuando llegó no encontró nada más que hojas, porque no era tiempo de higos. Y la increpó: "¡que nunca jamás coma nadie fruto de ti!"Sus discípulos lo estaban escuchando.
Al atardecer regresaron a la aldea. Debía de ser una hora avanzada y no repararon en la higuera maldecida. Pero al día siguiente, martes, al volver de nuevo a Jerusalén, todos contemplaron aquel árbol, antes frondoso, que mostraba las ramas desnudas y secas. Pedro se lo hizo notar a Jesús: Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado. Jesús les contestó: "Tengan fe en Dios. En verdad les digo que cualquiera que diga a este monte: arráncate y échate al mar, sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido".
Durante su vida pública, para realizar milagros, Jesús pedía una sola cosa: fe. A dos ciegos que le suplicaban la curación, les había preguntado: ¿creéis que puedo hacer eso? −Sí, Señor, le respondieron. Entonces les tocó los ojos diciendo: que se haga en vosotros conforme a vuestra fe. Y se les abrieron los ojos. Y cuentan los Evangelios que, en muchos lugares, apenas realizó prodigios, porque a las gentes les faltaba fe.
También nosotros hemos de interrogarnos: ¿cómo es nuestra fe? ¿Confiamos plenamente en la palabra de Dios? ¿Pedimos en la oración lo que necesitamos, seguros de obtenerlo si es para nuestro bien? ¿Insistimos en las súplicas lo que sea preciso, sin descorazonarnos?
San Josemaría Escrivá comentaba esta escena del Evangelio. «Jesús −escribe− se acerca a la higuera: se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con hambre y sed de almas. Desde la Cruz ha clamado: sitio! (Jn 19, 28), tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta Él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo».
Se llegó a la higuera, no hallando sino solamente hojas(Mt 21, 19). Es lamentable esto. ¿Ocurre así en nuestra vida? ¿Ocurre que tristemente falta fe, vibración de humildad, que no aparecen sacrificios ni obras?
Los discípulos se maravillaron ante el milagro, pero de nada les sirvió: pocos días después negarían a su Maestro. Y es que la fe debe informar la vida entera. «Jesucristo pone esta condición», prosigue San Josemaría: «que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad».
María, con su fe, ha hecho posible la obra de la Redención. Juan Pablo II afirma que en el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María, Madre soberana del Redentor (Redemptoris Mater, 51). Ella acompaña constantemente a todos los hombres por los senderos que conducen a la vida eterna. La Iglesia, escribe el Papa, contempla a María profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha predispuesto eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que "no caiga" o, si cae, "se levante" (Redemptoris Mater, 52).
María, Madre nuestra: alcánzanos con tu intercesión poderosa una fe sincera, una esperanza segura, un amor encendido.
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El Miércoles Santo recordamos la triste historia de uno que fue Apóstol de Cristo: Judas. Así lo cuenta San Mateo en su evangelio: Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: "¿Cuánto me dan si les entrego a Jesús?". Ellos quedaron en darle treinta monedas de plata. Y desde ese momento, andaba buscando una oportunidad para entregárselo.
¿Por qué recuerda la Iglesia este acontecimiento? Para que nos hagamos cargo de que todos podemos comportarnos como Judas. Para que pidamos al Señor que, de nuestra parte, no haya traiciones, ni alejamientos, ni abandonos. No solamente por las consecuencias negativas que esto podría traer a nuestras vidas personales, que ya sería mucho; sino porque podríamos arrastrar a otros, que necesitan la ayuda de nuestro buen ejemplo, de nuestro aliento, de nuestra amistad.
En algunos lugares de América, las imágenes de Cristo crucificado muestran una llaga profunda en la mejilla izquierda del Señor. Y cuentan que esa llaga representa el beso de Judas. ¡Tan grande es el dolor que nuestros pecados causan a Jesús! Digámosle que deseamos serle fieles: que no queremos venderle −como Judas− por treinta monedas, por una pequeñez, que eso son todos los pecados: la soberbia, la envidia, la impureza, el odio, el resentimiento... Cuando una tentación amenace arrojarnos por el suelo, pensemos que no vale la pena cambiar la felicidad de los hijos de Dios, que eso somos, por un placer que se acaba enseguida y deja el regusto amargo de la derrota y de la infidelidad.
Hemos de sentir el peso de la Iglesia y de toda la humanidad. ¿No es estupendo saber que cualquiera de nosotros puede tener influencia en el mundo entero? En el lugar donde estamos, realizando bien nuestro trabajo, cuidando de la familia, sirviendo a los amigos, podemos ayudar a la felicidad de tantas gentes. Como escribe San Josemaría Escrivá, con el cumplimiento de nuestros deberes cristianos, hemos de ser como la piedra caída en el lago. −Produce, con tu ejemplo y con tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Hasta llegar a los sitios más remotos.
Vamos a pedir al Señor que no le traicionemos más; que sepamos rechazar, con su gracia, las tentaciones que el demonio nos presenta, engañándonos. Hemos de decir que no, decididamente, a todo lo que nos aparte de Dios. Así no se repetirá en nuestra vida la desgraciada historia de Judas.
Y si nos sentimos débiles, ¡corramos al Santo Sacramento de la Penitencia! Allí nos espera el Señor, como el padre de la parábola del hijo pródigo, para darnos un abrazo y ofrecernos su amistad. Continuamente sale a nuestro encuentro, aunque hayamos caído bajo, muy bajo. ¡Siempre es tiempo de volver a Dios! No reaccionemos con desánimo, ni con pesimismo. No pensemos: ¿qué voy a hacer yo, si soy un cúmulo de miserias? ¡Más grande es la misericordia de Dios! ¿Qué voy a hacer yo, si caigo una vez y otra por mi debilidad? ¡Mayor es el poder de Dios, para levantarnos de nuestras caídas!
Grandes fueron los pecados de Judas y de Pedro. Los dos traicionaron al Maestro: uno entregándole en manos de los perseguidores, otro renegando de Él por tres veces. Y, sin embargo, ¡qué distinta reacción tuvo cada uno! Para los dos guardaba el Señor torrentes de misericordia.
Pedro se arrepintió, lloró su pecado, pidió perdón, y fue confirmado por Cristo en la fe y en el amor; con el tiempo, llegaría a dar su vida por Nuestro Señor. Judas, en cambio, no confió en la misericordia de Cristo. Hasta el último momento tuvo abiertas las puertas del perdón de Dios, pero no quiso entrar por ellas mediante la penitencia.
En su primera encíclica, Juan Pablo II habla del derecho de Cristo a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversión y del perdón (Redemptor hominis, 20). ¡No privemos a Jesús de ese derecho! ¡No quitemos a Dios Padre la alegría de darnos el abrazo de bienvenida! ¡No contristemos al Espíritu Santo, que desea devolver a las almas la vida sobrenatural!
Pidamos a Santa María, Esperanza de los cristianos, que no permita que nos desanimemos ante nuestras equivocaciones y pecados, quizá repetidos. Que nos alcance de su Hijo la gracia de la conversión, el deseo eficaz de acudir −humildes y contritos− a la Confesión, sacramento de la misericordia divina, comenzando y recomenzando siempre que sea preciso.
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La liturgia del Jueves Santo es riquísima de contenido. Es el día grande de la institución de la Sagrada Eucaristía, don del Cielo para los hombres; el día de la institución del sacerdocio, nuevo regalo divino que asegura la presencia real y actual del Sacrificio del Calvario en todos los tiempos y lugares, haciendo posible que nos apropiemos de sus frutos.
Se acercaba el momento en el que Jesús iba a ofrecer su vida por los hombres. Tan grande era su amor, que en su Sabiduría infinita encontró el modo de irse y de quedarse, al mismo tiempo. San Josemaría Escrivá, al considerar el comportamiento de los que se ven obligados a dejar su familia y su casa, para ganar el sustento en otra parte, comenta que el amor del hombre recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía... Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
¿Cómo corresponderemos a ese amor inmenso? Asistiendo con fe y devoción a la Santa Misa, memorial vivo y actual del Sacrificio del Calvario. Preparándonos muy bien para comulgar, con el alma bien limpia. Visitando con frecuencia a Jesús oculto en el Sagrario.
En la primera lectura de la Misa, se nos recuerda lo que Dios estableció en el Viejo Testamento, para que el pueblo israelita no olvidara los beneficios recibidos. Desciende a muchos detalles: desde cómo debía ser el cordero pascual, hasta los pormenores que habían de cuidar para recordar el tránsito del Señor. Si eso se prescribía para conmemorar unos hechos, que eran sólo una imagen de la liberación del pecado obrada por Jesucristo, ¡cómo deberíamos comportarnos ahora, cuando verdaderamente hemos sido rescatados de la esclavitud del pecado y hechos hijos de Dios!
Ésta es la razón de que la Iglesia nos inculque un gran esmero en todo lo que se refiere a la Eucaristía. ¿Asistimos al Santo Sacrificio todos los domingos y fiestas de guardar, sabiendo que estamos participando en una acción divina?
San Juan relata que Jesús lavó los pies a los discípulos, antes de la Última Cena. Hay que estar limpios, en el alma y en el cuerpo, para acercarse a recibirle con dignidad. Para eso nos ha dejado el sacramento de la Penitencia.
Conmemoramos también la institución del sacerdocio. Es un buen momento para rezar por el Papa, por los Obispos, por los sacerdotes, y para rogar que haya muchas vocaciones en el mundo entero. Lo pediremos mejor en la medida en que tengamos más trato con ese Jesús nuestro, que ha instituido la Eucaristía y el Sacerdocio. Vamos a decir, con total sinceridad, lo que repetía San Josemaría Escrivá: Señor, pon en mi corazón el amor con que quieres que te ame.
En la escena de hoy no aparece físicamente la Virgen María, aunque se hallaba en Jerusalén en aquellos días: la encontraremos mañana al pie de la Cruz. Pero ya hoy, con su presencia discreta y silenciosa, acompaña muy de cerca a su Hijo, en profunda unión de oración, de sacrificio y de entrega. Juan Pablo II señala que, después de la Ascensión del Señor al Cielo, participaría asiduamente en las celebraciones eucarísticas de los primeros cristianos. Y añade el Papa: aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar, para María, como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo (Ecclesia de Eucharistia, 56).
También ahora la Virgen María acompaña a Cristo en todos los sagrarios de la tierra. Le pedimos que nos enseñe a ser almas de Eucaristía, hombres y mujeres de fe segura y de piedad recia, que se esfuerzan por no dejar solo a Jesús. Que sepamos adorarle, pedirle perdón, agradecer sus beneficios, hacerle compañía.
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Hoy queremos acompañar a Cristo en la Cruz. Recuerdo unas palabras de san Josemaría Escrivá, en un Viernes Santo. Nos invitaba a revivir personalmente las horas de la Pasión: desde la agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos hasta la flagelación, la coronación de espinas y la muerte en la Cruz. Decía: Ligada la omnipotencia de Dios por mano de hombre llevan a mi Jesús de un lado para otro, entre los insultos y los empujones de la plebe.
Cada uno de nosotros ha de verse en medio de aquella muchedumbre, porque han sido nuestros pecados la causa del inmenso dolor que se abate sobre el alma y el cuerpo del Señor. Sí: cada uno lleva a Cristo, convertido en objeto de burla, de una parte a otra. Somos nosotros los que, con nuestros pecados, reclamamos a voz en grito su muerte. Y Él, perfecto Dios y perfecto Hombre, deja hacer. Lo había predicho el profeta Isaías: maltratado, no abrió su boca; como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores.
Es justo que sintamos la responsabilidad de nuestros pecados. Es lógico que estemos muy agradecidos a Jesús. Es natural que busquemos la reparación, porque a nuestras manifestaciones de desamor, Él responde siempre con un amor total. En este tiempo de Semana Santa, vemos al Señor como más cercano, más semejante a sus hermanos los hombres... Meditemos unas palabras de Juan Pablo II: Quien cree en Jesús lleva la Cruz en triunfo, como prueba indudable de que Dios es amor... Pero la fe en Cristo jamás se da por descontada. El misterio pascual, que revivimos durante los días de la Semana Santa, es siempre actual (Homilía, 24-III-2002).
Pidamos a Jesús, en esta Semana Santa, que se despierte en nuestra alma la conciencia de ser hombres y mujeres verdaderamente cristianos, porque vivamos cara a Dios y, con Dios, cara a todas las personas.
No dejemos que el Señor lleve a solas la Cruz. Acojamos con alegría los pequeños sacrificios diarios.
Aprovechemos la capacidad de amar, que Dios nos ha concedido, para concretar propósitos, pero sin quedarnos en un mero sentimentalismo. Digamos sinceramente: ¡Señor, ya no más!, ¡ya no más! Pidamos con fe que nosotros y todas las personas de la tierra descubramos la necesidad de tener odio al pecado mortal y de aborrecer el pecado venial deliberado, que tantos sufrimientos han causado a nuestro Dios.
¡Qué grande es la potencia de la Cruz! Cuando Cristo es objeto de irrisión y de burla para todo el mundo; cuando está en el Madero sin desear arrancarse de esos clavos; cuando nadie daría ni un centavo por su vida, el buen ladrón −uno como nosotros− descubre el amor de Cristo agonizante, y pide perdón. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. ¡Qué fuerza tiene el sufrimiento, cuando se acepta junto a Nuestro Señor! Es capaz de sacar −de las situaciones más dolorosas− momentos de gloria y de vida. Ese hombre que se dirige a Cristo agonizante, encuentra la remisión de sus pecados, la felicidad para siempre.
Nosotros hemos de hacer lo mismo. Si perdemos el miedo a la Cruz, si nos unimos a Cristo en la Cruz, recibiremos su gracia, su fuerza, su eficacia. Y nos llenaremos de paz.
Al pie de la Cruz descubrimos a María, Virgen fiel. Pidámosle, en este Viernes Santo, que nos preste su amor y su fortaleza, para que también nosotros sepamos acompañar a Jesús. Nos dirigimos a Ella con unas palabras de San Josemaría Escrivá, que han ayudado a millones de personas. Di: Madre mía −tuya, porque eres suyo por muchos títulos−, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús.
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Hoy es un día de silencio en la Iglesia: Cristo yace en el sepulcro y la Iglesia medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros este Señor nuestro. Guarda silencio para aprender del Maestro, al contemplar su cuerpo destrozado.
Cada uno de nosotros puede y debe unirse al silencio de la Iglesia. Y al considerar que somos responsables de esa muerte, nos esforzaremos para que guarden silencio nuestras pasiones, nuestras rebeldías, todo lo que nos aparte de Dios. Pero sin estar meramente pasivos: es una gracia que Dios nos concede cuando se la pedimos delante del Cuerpo muerto de su Hijo, cuando nos empeñamos por quitar de nuestra vida todo lo que nos aleje de Él.
El Sábado Santo no es una jornada triste. El Señor ha vencido al demonio y al pecado, y dentro de pocas horas vencerá también a la muerte con su gloriosa Resurrección. Nos ha reconciliado con el Padre celestial: ¡ya somos hijos de Dios! Es necesario que hagamos propósitos de agradecimiento, que tengamos la seguridad de que superaremos todos los obstáculos, sean del tipo que sean, si nos mantenemos bien unidos a Jesús por la oración y los sacramentos.
El mundo tiene hambre de Dios, aunque muchas veces no lo sabe. La gente está deseando que se le hable de esta realidad gozosa −el encuentro con el Señor−, y para eso estamos los cristianos. Tengamos la valentía de aquellos dos hombres −Nicodemo y José de Arimatea−, que durante la vida de Jesucristo mostraban respetos humanos, pero que en el momento definitivo se atreven a pedir a Pilatos el cuerpo muerto de Jesús, para darle sepultura. O la de aquellas mujeres santas que, cuando Cristo es ya un cadáver, compran aromas y acuden a embalsamarle, sin tener miedo de los soldados que custodian el sepulcro.
A la hora de la desbandada general, cuando todo el mundo se ha sentido con derecho a insultar, reírse y mofarse de Jesús, ellos van a decir: dadnos ese Cuerpo, que nos pertenece. ¡Con qué cuidado lo bajarían de la Cruz e irían mirando sus Llagas! Pidamos perdón y digamos, con palabras de san Josemaría Escrivá: yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Se comprende que pusiesen el cuerpo muerto del Hijo en brazos de la Madre, antes de darle sepultura. María era la única criatura capaz de decirle que entiende perfectamente su Amor por los hombres, pues no ha sido Ella causa de esos dolores. La Virgen Purísima habla por nosotros; pero habla para hacernos reaccionar, para que experimentemos su dolor, hecho una sola cosa con el dolor de Cristo.
Saquemos propósitos de conversión y de apostolado, de identificarnos más con Cristo, de estar totalmente pendientes de las almas. Pidamos al Señor que nos transmita la eficacia salvadora de su Pasión y de su Muerte. Consideremos el panorama que se nos presenta por delante. La gente que nos rodea, espera que los cristianos les descubramos las maravillas del encuentro con Dios. Es necesario que esta Semana Santa −y luego todos los días− sea para nosotros un salto de calidad, un decirle al Señor que se meta totalmente en nuestras vidas. Es preciso comunicar a muchas personas la Vida nueva que Jesucristo nos ha conseguido con la Redención.
Acudamos a Santa María: Virgen de la Soledad, Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a comprender −como escribe San Josemaría− que es preciso hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una sola cosa con Él.
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Transcurrido el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro. Así comienza San Marcos la narración de lo sucedido aquella madrugada de hace dos mil años, en la primera Pascua cristiana.
Jesús había sido sepultado. A los ojos de los hombres, su vida y su mensaje habían concluido con el más profundo de los fracasos. Sus discípulos, confusos y atemorizados, se habían dispersado. Las mismas mujeres que acuden para realizar un gesto piadoso, se preguntan unas a otras: ¿quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro? "Sin embargo, hace notar san Josemaría Escrivá, siguen adelante... Tú y yo, ¿cómo andamos de vacilaciones? ¿Tenemos esta decisión santa, o hemos de confesar que sentimos vergüenza al contemplar la decisión, la intrepidez, la audacia de estas mujeres?".
Cumplir la Voluntad de Dios, ser fieles a la ley de Cristo, vivir coherentemente nuestra fe, puede parecer a veces muy difícil. Se presentan obstáculos que parecen insuperables. Sin embargo, no es así. Dios vence siempre.
La epopeya de Jesús de Nazaret no termina con su muerte ignominiosa en la Cruz. La última palabra es la de la Resurrección gloriosa. Y los cristianos, en el Bautismo, hemos muerto y resucitado con Cristo: muertos al pecado y vivos para Dios. «¡Oh Cristo −decimos con el Santo Padre Juan Pablo II−, cómo no darte las gracias por el don inefable que nos regalas esta noche! El misterio de tu Muerte y de tu Resurrección se infunde en el agua bautismal que acoge al hombre viejo y carnal, y lo hace puro con la misma juventud divina» (Homilía, 15-IV-2001).
Hoy la Iglesia, llena de alegría, exclama: éste es el día que ha hecho el Señor: ¡gocémonos y alegrémonos en él! Grito de júbilo que se prolongará durante cincuenta días, a lo largo del tiempo pascual, como un eco de las palabras de San Pablo: puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra; porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios.
Es lógico pensar −y así lo considera la Tradición de la Iglesia− que Jesucristo, una vez resucitado, se apareció en primer lugar a su Santísima Madre. El hecho de que no aparezca en los relatos evangélicos, con las otras mujeres, es −como señala Juan Pablo II− un indicio de que Nuestra Señora ya se había encontrado con Jesús.
«Esta deducción quedaría confirmada también −añade el Papa− por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie la Cruz y, por tanto, más firmes en la fe» (Audiencia, 21-V-1997). Sólo María había conservado plenamente la fe, durante las horas amargas de la Pasión; por eso resulta natural que el Señor se apareciera a Ella en primer lugar.
Hemos de permanecer siempre junto a la Virgen, pero más aún en el tiempo de Pascua, y aprender de Ella. ¡Con qué ansias había esperado la Resurrección! Sabía que Jesús había venido a salvar al mundo y que, por tanto, debía padecer y morir; pero también conocía que no podía quedar sujeto a la muerte, porque Él es la Vida.
Una buena forma de vivir la Pascua consiste en esforzarnos por hacer partícipes de la vida de Cristo a los demás, cumpliendo con primor el mandamiento nuevo de la caridad, que el Señor nos dio la víspera de su Pasión: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros. Cristo resucitado nos lo repite ahora a cada uno. Nos dice: ámense de verdad unos a otros, esfuércense todos los días por servir a los demás, estén pendientes de los detalles más pequeños, para hacer la vida agradable a los que conviven con ustedes.
Pero volvamos al encuentro de Jesús con su Santísima Madre. ¡Qué contenta estaría la Virgen, al contemplar aquella Humanidad Santísima −carne de su carne y vida de su vida− plenamente glorificada! Pidámosle que nos enseñe a sacrificarnos por los demás sin hacerlo notar, sin esperar siquiera que nos den las gracias: que tengamos hambre de pasar inadvertidos, para así poseer la vida de Dios y comunicarla a otros. Hoy le dirigimos el Regina Caeli, saludo propio del tiempo pascual. Alégrate, Reina del cielo, aleluya. / Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya. / Ha resucitado según predijo, aleluya. / Ruega a Dios por nosotros, aleluya. / Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya. / Porque el Señor ha resucitado verdaderamente, aleluya.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
Fuente: opusdei.es.
Textos emitidos originalmente por la cadena EWTN.
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