Desde el comienzo de su pontificado ha recordado el Papa el gran principio de que Dios ama al que da, al que se da, con alegría
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Cristo dejó a la Iglesia los remedios que permiten caminar y culminar la meta: en concreto, el sacramento del perdón que es, con otras palabras, el sacramento de la alegría reencontrada
No muchos podíamos esperar que, de la mano de un papa anciano, como Benedicto XVI, se haya recuperado en la Iglesia la mención continua de la alegría, ese gran fruto del Espíritu Santo que acompaña a la caridad. Desde el comienzo de su pontificado recordó el gran principio de que Dios ama al que da, al que se da, con alegría. Y, hace unos meses, cuando hacía balance del año ante la Curia romana, se desbordaba en frases de optimismo esperanzado, con base firme, entre otras realidades, en su viaje a África y su experiencia en la JMJ de Madrid.
No es extraño por eso que, ahora, al convocar la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, que se celebra todos los años el Domingo de Ramos, haya elegido como tema un versículo de la Carta de San Pablo a los Filipenses: "¡Alegraos siempre en el Señor!" (4,4).
Sin duda, el Papa quiere convertir ese elemento esencial de la experiencia cristiana en eje de la evangelización dirigida a la vieja Europa, a un continente que siente el cansancio de la fe, que ha perdido en parte el gozo de la vivencia de ser y vivir en cristiano. De hecho, en las Jornadas de la juventud, se advierte de modo patente la fuerza expansiva y atrayente de un compromiso joven, capaz de sacrificio y esfuerzo, que ahuyenta la tristeza y supera inquietudes sin fundamento. Como subraya Benedicto XVI, «la Iglesia tiene la vocación de llevar la alegría al mundo»; al fin y al cabo, es el suyo «un mensaje de alegría y esperanza».
El texto para la Jornada recordaba que el corazón humano está hecho para la alegría. Me impresionó siempre el arranque de la I-II de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino en que se cuestiona —con aquella vieja técnica de sucesivas preguntas a favor y en contra— sobre el posible fin último del ser humano. La conclusión se impone después de muchas y densas páginas: sólo puede serlo la felicidad.
Esa gran aspiración vale sobre todo para los jóvenes, porque viven, en palabras del Papa, «un tiempo de apertura hacia el futuro, donde se manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad, de compartir y de verdad; donde uno es impulsado por ideales y se conciben proyectos». La cuestión está en cómo encontrar «la verdadera alegría, aquella que dura y no nos abandona ni en los momentos más difíciles».
Es preciso aceptar la realidad profunda de que Dios es la fuente de «todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas del día a día o las grandes de la vida (...) Dios quiere hacernos partícipes de su alegría, divina y eterna, haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de nuestra vida está en el ser aceptados, acogidos y amados por Él».
Pero no basta el primer encuentro con el amor. Son necesarias sucesivas conversiones que garanticen la permanencia de la felicidad, también cuando llegan las dificultades ordinarias o las más fuertes. Entonces quizá se descubra, como enseñaba san Josemaría Escrivá, que la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz. También hacia el Calvario quiere Benedicto XVI orientar las miradas: «En la cruz entregó su vida porque os ama. La contemplación de un amor tan grande da a nuestros corazones una esperanza y una alegría que nada puede destruir».
Por otra parte, insiste una vez más en que «la alegría está íntimamente unida al amor; ambos son frutos inseparables del Espíritu Santo. (...) Amar significa constancia, fidelidad, tener fe en los compromisos (...) Para entrar en la alegría del amor, estamos llamados también a ser generosos, a no conformarnos con dar el mínimo, sino a comprometernos a fondo, con una atención especial por los más necesitados. El mundo necesita hombres y mujeres competentes y generosos, que se pongan al servicio del bien común».
El Papa no delinea un camino de rosas. Conoce las tentaciones y las debilidades humanas. También los escollos que provienen de la cultura dominante en tantos sectores del mundo actual. Pero Cristo dejó a la Iglesia los remedios que permiten caminar y culminar la meta: en concreto, el sacramento del perdón que es, con otras palabras, el sacramento de la alegría reencontrada.
En síntesis, concluye Benedicto XVI, y es todo un reto para la Iglesia contemporánea, «sed misioneros entusiasmados de la nueva evangelización. Llevad a los que sufren, a los que están buscando, la alegría que Jesús quiere regalar».