Pide el Papa “que se conformen a la no violencia nuestros sentimientos y valores personales más profundos”
Nada tiene que ver una cosa con otra, pero he recordado al gran humanista inglés al leer el mensaje del papa Francisco para la celebración de la Jornada mundial de la paz el 1 de enero.
Quizá porque se cumplían cincuenta años de esa celebración, instituida por Pablo VI, y también hace ahora cinco siglos de la publicación de la obra más conocida de Moro. No cesa de reeditarse: la última, por Rialp. Quizá también porque el romano pontífice plantea el reto de la no violencia en la política y las relaciones internacionales: no deja de tener carga utópica tal como está hoy esa guerra mundial por partes tantas veces mencionada por el obispo de Roma.
Se publican estas líneas pasada ya la Jornada de la Paz. Aunque he pensado estos días que todas las jornadas son de concordia para el romano pontífice, que pone incansable y diariamente medios para llevar a los hombres al diálogo y al entendimiento, como corresponde al núcleo esencial de la doctrina de Cristo.
Me vino a la cabeza una vez más en la fiesta de Navidad, al escuchar las palabras del obispo de Roma, que precedieron a la tradicional bendición Urbi et Orbi. Un año más, la contemplación del belén lleva al pontífice a repasar los principales puntos de conflicto: un auténtico mapamundi del terrorismo internacional y de guerras sin fronteras, algunas menos presentes en los medios de comunicación occidentales.
Desde el balcón de la logia central de la basílica de san Pedro quería llevar a todos los pueblos el anuncio angélico de la paz en la tierra. Pidió a Israel y Palestina que “tengan la valentía y la determinación de escribir una nueva página de la Historia, en la que el odio y la venganza cedan el lugar a la voluntad de construir conjuntamente un futuro de recíproca comprensión y armonía”. No lo dijo esta vez, pero muchos entendemos que la solución de la crisis global de Oriente Medio pasa por la paz en Tierra Santa.
Es hora −insistió el papa− de que callen las armas en Siria y se restablezca la convivencia civil en una nación “martirizada”. Desgranó luego otros objetivos en concordia en Irak, Libia, Yemen, Birmania, Nigeria, Sudán del sur, Congo, sin olvidar a Ucrania ni a Colombia. Y deseó “paz a los que han perdido a un ser querido debido a viles actos de terrorismo que han sembrado miedo y muerte en el corazón de tantos países y ciudades”.
Cada país tiene sus propias circunstancias. Pero, en cuanto al conjunto, en el mensaje para la Jornada de Paz, el papa desea “reflexionar sobre la no violencia como un estilo de política para la paz”, y pide a Dios “que se conformen a la no violencia nuestros sentimientos y valores personales más profundos. Que la caridad y la no violencia guíen el modo de tratarnos en las relaciones interpersonales, sociales e internacionales”.
Tras las terribles experiencias del siglo XX, la violencia muestra su lado más oscuro, en forma de “represalias y espirales de conflicto letales”. En todo caso, no es solución. Al contrario, “Jesús trazó el camino de la no violencia, que siguió hasta el final, hasta la cruz, mediante la cual construyó la paz y destruyó la enemistad”. Y recuerda una vez más la enseñanza de Benedicto XVI sobre la no violencia, que no es táctica sino modo de identidad que rompe la cadena de la injusticia: “es realista, porque tiene en cuenta que en el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto, sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, un plus de bondad. Este ‘plus’ viene de Dios”.
Francisco recuerda con satisfacción manifestaciones prácticas que han mostrado en tiempos recientes la eficacia de la no violencia. Pero, sin duda, poco significan al lado de los “señores de la guerra”, y de la potente industria de las armas, que alimenta a todos desde las grandes potencias, incluso las que promueven aparentemente treguas y paces, como Estados Unidos, Rusia, China o Francia. Pero vale la pena intentar recorrer ese camino, comenzando desde el ambiente alegre y cordial de la familia, jugándose la propia vida, si es preciso, según el ejemplo del propio Moro, autor de la primera Utopía.