Primeras Vísperas de la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios y ‘Te Deum’ de acción de gracias
Hoy, sábado 31 de diciembre, el Santo Padre ha presidido en la Basílica Vaticana las Primeras Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, en cuyo nombre la Iglesia universal celebra también la Jornada Mundial de la Paz.
Como todos los años, tras la liturgia y la Exposición del Santísimo Sacramento, la ceremonia prosiguió con el canto del tradicional himno del Te Deum de acción de gracias por la conclusión del año civil.
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4,4-5).
Resuenan con fuerza estas palabras de san Pablo. De manera breve y concisa nos introducen en el plan que Dios tiene para nosotros: que vivamos como hijos. Toda la historia de la salvación encuentra eco aquí: el que no estaba sujeto a la ley, decidió por amor, perder todo tipo de privilegio (privus legis) y entrar por el lugar menos esperado para liberar a los que sí estábamos bajo la ley. Y la novedad es que decidió hacerlo en la pequeñez y fragilidad de un recién nacido; decidió acercarse personalmente y, en su carne abrazar nuestra carne, en su debilidad abrazar nuestra debilidad, en su pequeñez cubrir la nuestra. En Jesucristo, Dios no se disfrazó de hombre, sino que se hizo hombre y compartió en todo nuestra condición. Lejos de estar encerrado en una especie de idea o esencia abstracta, quiso estar cerca de todos los que se sienten perdidos, avergonzados, heridos, desahuciados, desconsolados o acorralados. Cerca de todos los que en su carne llevan el peso de la lejanía y la soledad, para que el pecado, la vergüenza, las heridas, el desconsuelo, la exclusión, no tengan la última palabra en la vida de sus hijos.
El pesebre nos invita a asumir esta lógica divina. Una lógica que no se centra en el privilegio, las concesiones ni los amiguismos; se trata de la lógica del encuentro, la cercanía y la proximidad. El pesebre nos invita a dejar la lógica de las excepciones para unos y las exclusiones para otros. El mismo Dios viene a romper la cadena del privilegio que siempre genera exclusión, para inaugurar la caricia de la compasión que engendra inclusión, que hace brillar en cada persona la dignidad para la que fue creado. Un niño en pañales nos muestra el poder de Dios como don, como oferta, como fermento y oportunidad para crear una cultura del encuentro.
No podemos permitirnos ser ingenuos. Sabemos que desde varios sitios somos tentados a vivir en esa lógica del privilegio que nos aparta-apartando, nos excluye-excluyendo, nos encierra-encerrando los sueños y la vida de tantos hermanos nuestros.
Hoy ante el niño de Belén queremos admitir la necesidad de que el Señor nos ilumine, porque no son pocas las veces que parecemos miopes o quedamos presos de una actitud altamente integracionista de quien quiere hacer entrar por la fuerza a otros en sus propios esquemas. Necesitamos esa luz que nos haga aprender de nuestros propios errores e intentos para mejorar y superarnos; esa luz que nace de la humilde y valiente conciencia del que se anima, una y otra vez, a levantarse para volver a empezar.
Al terminar un año nos detenemos ante el pesebre para dar gracias por todos los signos de la generosidad divina en nuestra vida y en nuestra historia, que se ha manifestado de mil maneras en el testimonio de tantos rostros que anónimamente han sabido arriesgar. Acción de gracias que no quiere ser nostalgia estéril o recuerdo vacío del pasado idealizado y desencarnado, sino memoria viva que ayude a despertar la creatividad personal y comunitaria porque sabemos que Dios está con nosotros.
Nos detenemos ante el pesebre para contemplar cómo Dios se ha hecho presente durante todo este año y así recordarnos que cada tiempo, cada momento es portador de gracia y bendición. El pesebre nos desafía a no dar ni nada ni nadie por perdido. Mirar el pesebre es animarnos a asumir nuestro lugar en la historia sin quejarnos ni amargarnos, sin encerrarnos ni evadirnos, sin buscar atajos que nos privilegien. Mirar el pesebre entraña saber que el tiempo que nos espera requiere iniciativas audaces y esperanzadoras, así como renunciar a protagonismos vacíos o luchas interminables por figurar.
Mirar el pesebre es descubrir cómo Dios se involucra involucrándonos, haciéndonos parte de su obra, invitándonos a asumir el futuro que tenemos por delante con valentía y decisión. Mirando el pesebre nos encontramos con los rostros de José y María. Rostros jóvenes cargados de esperanzas e inquietudes, cargados de preguntas. Rostros jóvenes que miran adelante con la tarea nada fácil de ayudar al Niño-Dios a crecer. No se puede hablar de futuro sin contemplar esos rostros jóvenes y asumir la responsabilidad que tenemos con nuestros jóvenes; más que responsabilidad, la palabra correcta es deuda, sí, la deuda que tenemos con ellos. Hablar de un año que termina es sentirnos invitados a pensar cómo estamos encarando el lugar que los jóvenes tienen en nuestra sociedad.
Hemos creado una cultura que, por un lado, idolatra la juventud queriéndola hacer eterna pero, paradójicamente, hemos condenando a nuestros jóvenes a no tener un espacio de real inserción, ya que lentamente los hemos ido marginando de la vida pública obligándolos a emigrar o mendigar empleos que no existen o no les permiten proyectarse en un mañana. Hemos privilegiado la especulación en lugar de trabajos dignos y genuinos que les permitan ser protagonistas activos en la vida de nuestra sociedad. Esperamos y les exigimos que sean fermento de futuro, pero los discriminamos y «condenamos» a llamar a puertas que en su gran mayoría están cerradas.
Estamos invitados a no ser como el posadero de Belén que ante la joven pareja decía: aquí no hay sitio. No había sitio para la vida, para el futuro. Se nos pide asumir el compromiso que cada uno tiene, por poco que parezca, de ayudar a nuestros jóvenes a recuperar, aquí en su tierra, en su patria, horizontes concretos de un futuro por construir. No nos privemos de la fuerza de sus manos, de sus mentes, de su capacidad de profetizar los sueños de sus mayores (cf. Jl 3,1). Si queremos apuntar a un futuro que sea digno para ellos, podremos lograrlo sólo apostando por una verdadera inclusión: la que da trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario (cf. Discurso en ocasión de la entrega del Premio Carlomagno, 6-V-2016).
Mirar el pesebre nos reta a ayudar a nuestros jóvenes para que no se dejen desilusionar ante nuestra inmadurez y estimularlos a que sean capaces de soñar y luchar por sus sueños. Capaces de crecer y volverse padres de nuestro pueblo.
Ante el año que termina qué bien nos hace contemplar al Niño-Dios. Es una invitación a volver a las fuentes y raíces de nuestra fe. En Jesús la fe se hace esperanza, se vuelve fermento y bendición: «Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (cf. Evangelii gaudium, 3).
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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