Mi alumno diría −como dice de su cumpleaños− que se trata solo de una excusa para salir hasta la madrugada sin que te abronquen
Un alumno que acaba de alcanzar la mayoría de edad escribe contra la celebración de su propio cumpleaños. Según él, solo su madre debería ser felicitada en tal fecha, porque fue «la que mejor estuvo aquel 18 de diciembre de 1998». Es un chaval que siempre me hace pensar. Querría decirle que tiene razón, pero que él fue una alegría entonces, lo sigue siendo ahora y para más gente cada día que pasa. Consiguió nacer, algo que por desgracia resulta cada vez más difícil. Y por todo eso, hay que festejarlo. Si aplicamos su lógica, también la fiesta de Nochevieja carece de sentido. Mi alumno diría −como dice de su cumpleaños− que se trata solo de una excusa para salir hasta la madrugada sin que te abronquen.
Somos tiempo y parece lógico que celebremos el tiempo. Cuando explico en clase que resulta crucial en cualquier narración controlar el tiempo, los alumnos se extrañan. Piensan que los personajes y la acción misma son mucho más importantes. No se dan cuenta de que están hechos de tiempo. No solo de tiempo, claro, pero sobre todo de tiempo: de tiempo perdido o tiempo aprovechado, de tiempo egoísta o de tiempo generoso, de tiempo alegre o de tiempo triste, de tiempos muertos o de tiempos vivos, de tiempo real o de minutos basura, de tiempo redimido o de tiempo despilfarrado. De tiempo. Al final, nos jugamos la vida en el tiempo y sabemos muy bien que un segundo puede resultar decisivo. A menudo el último, casi siempre inesperado, repentino.
Por eso en fin de año hacemos listas y formulamos propósitos: para entender qué ha pasado y qué puede ocurrir, y para mejorar. Pero de hecho nos mejoran, sobre todo, los demás. A veces, solo con estar. Como ese alumno. Feliz año.