Las manos que habían modelado las estrellas se transforman, de repente, en unas manecitas diminutas; la grandeza inabarcable de Dios se torna la fragilidad de un niño recién nacido…
Chesterton afirmaba que en Navidad celebramos un trastorno del universo. Antes de que naciese Cristo, adorar a Dios significaba elevar los ojos a un cielo vertiginoso e inescrutable que nos sobrecogía con su inmensidad; desde que Cristo nace, adorar a Dios significa volver los ojos al suelo, incluso zambullir nuestra mirada en la oscuridad lóbrega de una cueva, para reparar en la fragilidad de un niño que gimotea entre las pajas. Las manos que habían modelado las estrellas se transforman, de repente, en unas manecitas diminutas; la grandeza inabarcable de Dios se torna la fragilidad de un niño recién nacido que se amamanta a los pechos de su Madre. Omnipotencia y desvalimiento, divinidad e infancia, que hasta entonces eran conceptos antípodas, se anudan, formando una amalgama única que desafía las leyes físicas.
Y, puesto que Dios decide hacerse niño para consumar este trastorno del universo, es natural que nadie mejor que los niños sepan explicarlo. También es natural que en estas fechas navideñas sean quienes más gozosos se muestran, pues intuyen que al fin se les ha hecho justicia, que al fin se ha reconocido el pálpito de divinidad que anida en sus cuerpecillos todavía enclenques, que al fin los adultos (dedicados durante el resto del año a reprenderlos y fastidiarlos) han descubierto que, si desean salvarse (si desean participar de los dones de la divinidad), tendrán que hacerse como niños, participando de sus ilusiones y abandonándose a la sublime locura de la inocencia.
Para probar que son quienes mejor entienden el significado de la Navidad, los niños disfrutan montando belenes. Y, mientras los montan, su imaginación infantil se exalta de tal modo que ríos y senderos, valles y montañas, nieves y estrellas sucumben a su capricho, se entregan a la voluntad loca de sus creadores, que transfigura la naturaleza a su antojo y declara abolidos todos los ciclos naturales, para que el trastorno del universo sea completo.
Y así, por ejemplo, en los belenes que montan los niños es a un tiempo de noche (pues alumbran las estrellas y hay unos pastores que han encendido una fogata) y de día (pues hay otros pastores que pastorean su ganado, y todo tipo de bestias que pacen tranquilamente la hierba, y hasta patos y gansos que anadean en el río), pues el trastorno del universo que conmemoramos en Navidad permite que sea noche y día a un mismo tiempo, porque noche y día están bañados por una luz de eterna alegría que todo lo transfigura. Así, bañadas por esa luz transfiguradora, se entiende que las palmeras sean más altas que las montañas, o que las casas sean más pequeñas que las figuras que están a su vera, que haya puentes de madera que atraviesan los lagos y, en fin, que la cueva donde confluyen todas las miradas sea más grande que el castillo de Herodes.
También se entiende que la nieve alfombre prados restallantes de primavera, sirviendo de lecho a los pastores que duermen al raso tan ricamente. Y se entiende, por supuesto, que entre las edificaciones de Judea figuren alquerías, pazos y masías, o que la indumentaria de los pastores recuerde sospechosamente la de los labriegos de Castilla, con su manta zamorana al hombro, o los payeses de Cataluña, con su barretina en la cabeza. Puesto que la Navidad es un trastorno del universo, nada más natural que en los belenes creados por los niños las perspectivas y proporciones queden abolidas, nada más lógico que los anacronismos campen por sus fueros, nada más congruente que la meteorología se alborote y contradiga, que el mundo entero se allane y sojuzgue al soplo creador de los niños, a su inventiva disparatada, a su genial sentido artístico, que halla armonía en medio del caos.
Los niños saben que ese belén que registra el trastorno del universo está más allá del tiempo y del espacio, saben que el nacimiento de Dios ocurre en todo tiempo y en todo lugar, saben que la Navidad es perpetua y ubicua, saben que esas figuras de atuendos y tamaños incongruentes, lo mismo que los valles y montañas donde a un tiempo es invierno y estío, no representan un instante preciso de la Historia, sino una disposición perenne del hombre, un estado del alma que se sobrepone a lugares y épocas y confluye en esa cueva sobre la que se ha posado, para consumar el trastorno del universo, una estrella. A ese perenne estado del alma lo llamamos adoración; y desde la Navidad ya nunca más será una adoración sobrecogida y temerosa, sino gozosa y enternecida, ilusionada y anegada por la sublime locura de la inocencia.
Todo esto lo saben los niños, intuitivamente, sin que nadie se lo haya explicado. Por eso los hombres protervos no quieren que los niños monten belenes.