Durante la Audiencia general de este miércoles, el Santo Padre habló de la importancia de tener el pesebre en casa, además de la necesidad de contemplar cada uno de sus elementos
En las catequesis de los miércoles estamos reflexionando sobre el tema de la esperanza. Hoy, a pocos días de la Navidad, contemplamos la Encarnación del Hijo de Dios, que marca el momento concreto en el que la esperanza entró en el mundo. Dios se despoja de su divinidad y se acerca a su pueblo, manifestando su fidelidad y ofreciendo a la humanidad la vida eterna. El nacimiento de Jesús, nos trae una esperanza segura, visible y evidente, que tiene su fundamento en Dios mismo. Jesús, entrando en el mundo, nos da fuerza para caminar con él hacia la plenitud de la vida y vivir el presente de un modo nuevo.
El pesebre que preparamos en nuestras casas nos habla de este gran misterio de esperanza. Dios elige nacer en Belén, un pueblito insignificante. Allí, en la pobreza de una gruta, María, Madre de la esperanza, da a luz al Redentor. Junto a ella está José, el hombre justo que confía en la palabra del Señor; los pastores, que representan a los pobres y sencillos, que esperan en el cumplimiento de las promesas de Dios, y también los ángeles cantando la gloria del Señor y la salvación que se realiza en este Niño. Dios siempre escoge lo pequeño, lo que no cuenta, para enseñarnos la grandeza de su humildad.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. Que por intercesión de la Virgen y de san José, la contemplación del misterio de la Navidad nos ayude a recibir a Jesús en nuestra vida, y podamos ser humildes colaboradores en la venida de su Reino, Reino de amor, de justicia y de paz. Feliz Navidad, llena de esperanza para todos.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Hace poco comenzamos un camino de catequesis sobre el tema de la esperanza, muy adecuado al tiempo de Adviento. Hasta ahora nos había guiado el profeta Isaías. Hoy, a pocos días de la Navidad, quisiera reflexionar de modo más específico sobre el momento en que, por así decir, la esperanza entró en el mundo, con la encarnación del Hijo de Dios. El mismo Isaías había anunciado el nacimiento del Mesías en algunos pasajes: «He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llevará por nombre Emmanuel» (7,14); y también «saldrá una vara del tronco de Jesé, y un vástago retoñará de sus raíces» (11,1). En estos textos se transparenta el sentido de la Navidad: Dios cumple la promesa haciéndose hombre; no abandona a su pueblo, se acerca hasta despojarse de su divinidad. De tal modo, Dios demuestra su fidelidad e inaugura un Reino nuevo, que da una nueva esperanza a la humanidad. ¿Y cuál es esa esperanza? La vida eterna.
Cuando se habla de esperanza, a menudo nos referimos a lo que no está en poder del hombre y que no es visible. En efecto, lo que esperamos va más allá de nuestras fuerzas y de nuestra mirada. Pero la Natividad de Cristo, inaugurando la redención, nos habla de una esperanza distinta, una esperanza fiable, visible y comprensible, porque está fundada en Dios. Él entra en el mundo y nos da la fuerza de caminar con Él: Dios camina con nosotros en Jesús, y caminar con Él hacia la plenitud de la vida nos da la fuerza de estar de manera nueva, aunque costosa, en el presente. Esperar para el cristiano significa entonces la certeza de estar en camino con Cristo hacia el Padre que nos espera. La esperanza nunca está quieta, la esperanza siempre está en camino y nos hace caminar. Esta esperanza, que el Niño de Belén nos da, ofrece una meta, un destino bueno para el presente, la salvación a la humanidad, la bienaventuranza a quien se fía de Dios misericordioso. San Pablo resume todo esto con la expresión: «En la esperanza fuimos salvados» (Rm 8,24). O sea, caminando en este mundo, con esperanza, estamos salvados. Y aquí podemos hacernos la pregunta, cada uno de nosotros: ¿yo camino con esperanza, o mi vida interior está parada, cerrada? ¿Mi corazón es un cajón cerrado o es un cajón abierto a la esperanza que me hace caminar no solo, sino con Jesús?
En las casas de los cristianos, durante el tiempo de Adviento, se prepara el belén, según una tradición que se remonta a san Francisco de Asís. En su sencillez, el belén trasmite esperanza; cada uno de los personajes está inmerso en esa atmósfera de esperanza.
Lo primero que notamos es el lugar donde nace Jesús: Belén. Pequeña aldea de Judea donde mil años antes había nacido David, el pastorcillo elegido por Dios como rey de Israel. Belén no es una capital, y por eso es preferida por la providencia divina, a la que le gusta actuar a través de los pequeños y humildes. En aquel lugar nace el “hijo de David” tan esperado, Jesús, en el que la esperanza de Dios y la esperanza del hombre se encuentran.
Luego miramos a María, Madre de la esperanza. Con su “sí” abrió a Dios la puerta de nuestro mundo: su corazón de muchacha estaba lleno de esperanza, toda animada por la fe; y así Dios la escogió y Ella creyó en su palabra. Aquella que durante nueve meses fue el arca de la nueva y eterna Alianza, en la gruta contempla al Niño y ve en Él el amor de Dios, que viene a salvar a su pueblo y a toda la humanidad. Junto a María está José, descendiente de Jesé y de David; también él creyó en las palabras del ángel, y mirando a Jesús en el pesebre, medita que aquel Niño viene del Espíritu Santo, y que Dios mismo le ha ordenado llamarlo así, “Jesús”. En ese nombre está la esperanza para cada hombre, porque mediante aquel hijo de mujer, Dios salvará a la humanidad de la muerte y del pecado. ¡Por eso es importante mirar el belén!
Y en el belén están también los pastores, que representan a los humildes y pobres que esperaban al Mesías, el «consuelo de Israel» (Lc 2,25) y la «redención de Jerusalén» (Lc 2,38). En aquel Niño ven la realización de las promesas y esperan que la salvación de Dios llegue finalmente para cada uno de ellos. Quien confía en sus propias seguridades, sobre todo materiales, no espera la salvación de Dios. Metámonos esto en la cabeza: nuestras seguridades no nos salvarán; la única seguridad que nos salva es la de la esperanza en Dios. Nos salva porque es fuerte y nos hace caminar en la vida con alegría, con ganas de hacer el bien, con ganas de ser felices para toda la eternidad. Los pequeños, los pastores, en cambio confían en Dios, esperan en Él y gozan cuando reconocen en aquel Niño la señal indicada por los ángeles (cfr. Lc 2,12).
Y precisamente el coro de los ángeles anuncia desde lo alto el gran designo que aquel Niño realiza: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Él ama» (Lc 2,14). La esperanza cristiana se expresa en la alabanza y en el agradecimiento a Dios, que ha inaugurado su Reino de amor, de justicia y de paz.
Queridos hermanos y hermanas, en estos días, contemplando el belén, nos preparamos a la Navidad del Señor. Será verdaderamente una fiesta si acogemos a Jesús, semilla de esperanza que Dios pone en los surcos de nuestra historia personal y comunitaria. Cada “sí” a Jesús que viene es un brote de esperanza. Confiamos en ese brote de esperanza, en ese sí: “Sí, Jesús, tú puedes salvarme, tú puedes salvarme”. ¡Feliz Navidad de esperanza a todos!
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Un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, preparaos al misterio de la Encarnación con la obediencia de fe y la humildad que tuvo María. Vosotros, queridos enfermos, alcanzad de Ella esa fuerza y ardor por Jesús que viene a nosotros. Y vosotros, queridos recién casados, contemplad el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret, para practicar las mismas virtudes en vuestro camino de vida familiar.
A la luz de un reciente encuentro que tuve con el Presidente y el Vicepresidente de la Conferencia Episcopal de la República Democrática del Congo, dirijo nuevamente un encendido llamamiento a todos los congoleses para que, en este delicado momento de su historia, sean artífices de reconciliación y de paz. Que los que tienen responsabilidades políticas escuchen la voz de su conciencia, sepan ver los crueles sufrimientos de sus paisanos y se preocupen por el bien común. Al asegurar mi apoyo y mi cariño al amado pueblo de aquel País, invito a todos a dejarse guiar por la luz del Redentor del mundo y rezo para que la Navidad del Señor abra caminos de esperanza.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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