Era una de esas personas hábiles para colarse en la vida de los demás y quedarse en los pliegues de su corazón
Le faltaban pocas horas para morir cuando, al despedirse de uno de los médicos que le atendían, al acabar su jornada y regresar a casa, le dijo: «dale un abrazo a tu esposa de mi parte. Yo, normalmente, no abrazo mujeres. Pero lo hago a través de los maridos». Así era Javier Echevarría, el Prelado del Opus Dei, que acaba de fallecer, y al que dedico esta gacetilla mía semanal. Era mi amigo. Le quería. Aprendí mucho de Don Javier. Un hombre que se desvivía por los demás. Pendiente de lo cercano. Escuchaba, se volcaba en el otro. Pendiente de las pequeñas cosas de cada día. Con sencillez. La misma con la que respondió al desafío de ser el sucesor de dos santos: San Josemaría y Álvaro del Portillo.
Era una de esas personas hábiles para colarse en la vida de los demás y quedarse en los pliegues de su corazón. Me demostró su amistad con creces. Con detalles de esos que sólo los verdaderos amigos tienen y que no se olvidan nunca. Como aquella Misa que quiso celebrar por voluntad suya, tras la muerte de mi adorada Esther, y cuya homilía −larga y muy sentida− le dedicó, con palabras de carne, de hondura y de consuelo que me acompañarán de por vida. Solos él y yo, en aquella cripta romana donde ahora reposan sus restos, junto a dos amigos. Nadie más. ¿Acaso se puede tener un gesto de más cariño y cercanía? No había carta en la que no me preguntara por mi hija, por su marido y, también, por la pequeña Esther, por la que compartía mi debilidad.
En el corazón de Don Javier cabían todos. Era una de esas raras personas capaces de hacerte sentir que sólo existes tú en el mundo. El mérito está en que eso, que para él era tan natural, lo lograba con muchos. Cuando nos encontrábamos, me decía con una sonrisa de oreja a oreja: «Jesús, ya estamos juntos los tres. Esther, tú y yo». Y ni yo ni nadie de mi familia éramos del Opus Dei.
Me gustó aquello que le escuché cuando ordenó sacerdote a ese muchacho alegre, muy alegre, al que yo había tenido como secretario de redacción de EFE: «no sois psicólogos, ni sociólogos, ni antropólogos: sois Cristo mismo».
Pienso que, si algo marcó su vida, fue eso que repite a toda hora el Papa Francisco de ir a las periferias. Don Javier no hizo otra cosa en su vida. Acababa de regresar de Estonia cuando cayó enfermo. Hacía suyo el dolor ajeno. Se ponía en la piel de los demás. Los refugiados, los desempleados, los enfermos, estaban constantemente en su ánimo, en su plegaria. La noche de su muerte, como él estaba con suero, su preocupación era por qué no le traían la bandeja con la cena a la persona que le acompañaba. Ese era Don Javier. Son estas las personas que aúpan la vida. ¿Quién dijo que Don Javier se ha ido? Las personas como él permanecen siempre. No se van nunca.