Puede estar segura, Sra. May, de que hasta el más progre de sus paisanos, obligado a elegir, preferiría pasar la vida en un país con Navidad
La Navidad es imbatible. Sin embargo, la primera ministra británica se ha visto obligada a pedir a sus conciudadanos que no oculten el carácter cristiano por miedo a la dictadura de lo políticamente correcto. No se preocupe, señora May, por mucho que lo quieran diluir, el Merry Christmas seguirá ahí ya siempre, como nuestro «Feliz Navidad». Pese a que la simbología navideña se cae de muchas felicitaciones de empresa y de bastantes alumbrados públicos (los miedos del dinero y de la política), nadie se engaña: siguen agrandándose los números de las familias corrientes, practicantes o no, que llevan a sus niños a embobarse delante de los belenes.
La Navidad es imbatible, porque la narrativa que nos acerca continúa sorprendiéndonos: la historia de un niño que nace en un pesebre, rodeado de bichos y pastores, para morir unos treinta años después colgado de un madero. Un perdedor casi perfecto de principio a fin que, sin embargo, conquistaría el corazón del deslumbrante imperio romano en un abrir y cerrar de ojos. Aquel imperio se parecía al nuestro: tecnología avanzada, una vida ordenada por el derecho, mucha brillantez y ninguna misericordia. El mundo romano se echó en manos de aquel niño que hablaba de comprensión y de ternura, porque todos somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos. Aquella sociedad aparentemente refinada, pero cruel y brutal como la nuestra, agradeció pronto la calidez del nuevo mensaje.
Hace bien en recordárnoslo, señora May, pero puede estar segura de que hasta el más progre de sus paisanos, obligado a elegir, preferiría pasar la vida en un país con Navidad. Fue lo primero que Juan Pablo II pidió a Fidel Castro: Navidad. Y Fidel se la dio.