En la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia, como ha recordado el Papa Francisco esta mañana del domingo 20 de noviembre en la Basílica de San Pedro durante su homilía en la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Ante miles de fieles y peregrinos el Obispo de Roma observó que sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida.
Al final de la Misa el Santo Padre ha firmado su Carta apostólica "Misericordia et misera", dirigida a toda la Iglesia, "para continuar a vivir la misericordia con la misma intensidad experimentada durante todo el Jubileo extraordinario". La Carta será publicada el lunes y presentada en la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año Santo de la Misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús en el culmen de su obra de salvación, y lo hace de manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se presenta sin poder ni gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, sino que le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, sino que le quitan la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, sino que sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, sino que es vendido por treinta monedas.
Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es ahí −nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura−, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por ese amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo lo excusa, todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1Co 13,7). Sólo ese amor venció y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo está lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene la distancia. Ante las circunstancias de la vida o nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?»
Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, y lo haga según la lógica del mundo: que baje de la cruz y derrote a sus enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Que prevalezca el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante ese ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.
Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la Misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar el verdadero rostro de nuestro Rey, el que brilla en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que brilla cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.
En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que, con sus errores, sus pecados y sus dificultades, se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, y saber ir más allá del mal y las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también estamos llamados a infundir esperanza y dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta Santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, el consuelo y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la Puerta Santa y, lejos del ruido de las noticias, han gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí nos dio a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de Misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.
* * *
Después de la celebración de la Santa Misa de Clausura del Año Jubilar y antes del rezo mariano del Ángelus, las últimas palabras del Papa estuvieron dirigidas a la Madre de Dios y Madre nuestra, para que nos ayude a conservar en el corazón y a hacer fecundos los dones espirituales de este Año Santo de la Misericordia
Queridos hermanos y hermanas, al término de esta Celebración, elevamos a Dios la alabanza y el agradecimiento por el don que el Año Santo de la Misericordia ha sido para la Iglesia y para tantas personas de buena voluntad. Saludo con deferencia al Presidente de la República Italiana y a las Delegaciones oficiales presentes. Expreso vivo reconocimiento a los responsables del Gobierno italiano y a las demás Instituciones por la colaboración y el compromiso realizado. Un gracias caluroso a las Fuerzas del Orden, a los agentes de los servicios de acogida, de información, sanitarios y a los voluntarios de toda edad y proveniencia. Agradezco de modo particular al Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, a su Presidente y a los que han cooperado en sus diversas actividades.
Un grato recuerdo a cuantos han contribuido espiritualmente al éxito del Jubileo: pienso en tantas personas ancianas y enfermas, que han rezado incesantemente, ofreciendo también sus sufrimientos por el Jubileo. De modo especial quisiera dar las gracias a las monjas de clausura, en la víspera de la Jornada Pro Orantibus que se celebrará mañana.
Invito a todos a tener un particular recuerdo por estas Hermanas nuestras que se dedican totalmente a la oración y necesitan solidaridad espiritual y material.
Ayer en Aviñón, Francia, fue proclamado Beato el Padre María Eugenio del Niño Jesús, de la Orden de los Carmelitas Descalzos, fundador del Instituto secular “Nuestra Señora de la Vida”, hombre de Dios, atento a las necesidades espirituales y materiales del prójimo. Que su ejemplo y su intercesión sostengan nuestro camino de fe.
Deseo saludaros cordialmente a todos, que desde varios países habéis venido a la clausura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro. Que la Virgen María nos ayude a todos a conservar en el corazón y hacer fructificar los dones espirituales del Jubileo de la Misericordia.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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