Conversación de la periodista italiana Stefania Falasca con el Santo Padre, publicada en avvenire.it el pasado 17 de noviembre de 2016
Casa Santa Marta, mediodía. La conversación con el Papa Francisco va directa a las dinámicas de un periodo eclesial intenso, y no podían faltar en concreto los encuentros y los pasos ecuménicos realizados que han marcado también los viajes apostólicos en este Año de la misericordia que está por concluir y la búsqueda prioritaria de la unidad de los cristianos, en este tiempo histórico herido por conflictos.
Después del viaje a Suecia le dije por teléfono que, durante el vuelo de vuelta a Roma, dialogando con los periodistas sobre ese importante encuentro reconciliado con los luteranos, había quedado sin responder alguna cosa, y que desde hace tiempo pensaba hacerle unas preguntas precisamente sobre el ecumenismo. Me pilló a contrapié diciéndome que podía responder en seguida. «¿Pero ahora?», le pregunté, y quedamos en vernos.
A la cita llego con antelación. Entro con mi hijo, mientras fuera llueve. Pero ya me está esperando en la puerta. Como ya en otras circunstancias, me lo encuentro en el umbral, como el padre de siempre, como la primera vez que lo encontré, no hace pocos años. La paciencia para esperar parece ser su fibra, una razón de ser, su oficio.
Se pone las gafas y deshoja sin prisa la lista de preguntas. Al margen hice alguna nota. Mientras se levanta para arreglar unas flores mojadas por la lluvia, pienso en este final del Año Santo, en la Puerta de la misericordia que está a punto de cerrarse, y reviso una observación de hace cincuenta años del patriarca ortodoxo Atenágoras en el diálogo con Olivier Clément, que me sorprende: «Deberíamos escrutar más profundamente el destino de Pedro en el Evangelio.
Pedro −escribió san Gregorio Palamas− es el prototipo mismo del hombre nuevo o, lo que es lo mismo, el pecador perdonado. Puede estar aquí solo para recordar a la Iglesia que vive del perdón de Dios y no tiene otra fuerza que la Cruz. Si en la Iglesia hay un obispo que es “el análogo” de Pedro, entonces estamos muy lejos del poder y de la gloria mundana. Y si Pedro olvidase que su testimonio fundamental es el del pecador perdonado entonces, a imagen de Pablo en Antioquía, profetas vendrán a oponerse a él “a cara descubierta” (Gal 2,11)».
Miro al Papa en silencio, y luego le pregunto:
Santo Padre, ¿qué ha significado para Usted este Año de Misericordia?
Quien descubre que es muy amado, comienza a salir de la soledad mala, de la separación que lleva a odiar a los demás y a sí mismo. Espero que muchas personas hayan descubierto que son muy amadas por Jesús y se hayan dejado abrazar por Él. La misericordia es el nombre de Dios y es también su debilidad, su punto débil. Su misericordia le lleva siempre al perdón, a olvidarse de nuestros pecados. Me gusta pensar que el Omnipotente tiene mala memoria. Una vez que te perdona, se olvida. Porque es feliz de perdonar. Para mí eso basta. Como a la mujer adúltera del Evangelio «que amó mucho». «Porque Él ha amado mucho». Todo el cristianismo está ahí.
Pero ha sido un Jubileo sui generis, con muchos gestos emblemáticos...
Jesús no pide grandes gestos, sino solo el abandono y el reconocimiento. Santa Teresa de Lisieux, que es doctora de la Iglesia, en su «pequeña vía» hacia Dios indica el abandono del niño, que se duerme tan tranquilo en brazos de su padre y recuerda que la caridad no se puede quedar encerrada en el fondo. Amor a Dios y amor al prójimo son dos amores inseparables.
¿Se han cumplido las intenciones por las que lo había convocado?
Es que no he hecho ningún plan. Simplemente he hecho lo que me inspiraba el Espírito Santo. Las cosas han venido así. Me he dejado llevar por el Espíritu. Se trataba solo de ser dóciles al Espíritu Santo, de dejarle hacer a Él. La Iglesia es el Evangelio, es la obra de Jesucristo. No es un camino de ideas, un instrumento para afirmarlas. Y en la Iglesia las cosas entran cuando el tiempo está maduro, cuando se da.
También un Año Santo extraordinario...
Ha sido un proceso que ha madurado en el tiempo, por obra del Espíritu Santo. Antes que yo fue San Juan XXIII que, con la Gaudet mater Ecclesia, en la «medicina de la misericordia» indicó el sendero a seguir en la apertura del Concilio, y luego el Beato Pablo VI, que en la historia del Samaritano vio su paradigma. Después vino la enseñanza de San Juan Pablo II, con su segunda encíclica Dives in misericordia, y la institución de la fiesta de la Divina Misericordia. Benedicto XVI ha dicho que «el nombre de Dios es misericordia». Son todo pilares. Así el Espíritu lleva adelante los procesos en la Iglesia, hasta su cumplimiento.
O sea, que el Jubileo ha sido también el Jubileo del Concilio, hic et nunc, donde el tiempo de su recepción y el tiempo del perdón coinciden...
Tener la experiencia vivida del perdón que abraza toda la familia humana es la gracia que el ministerio apostólico anuncia. La Iglesia existe solo como instrumento para comunicar a los hombres el designio misericordioso de Dios. En el Concilio la Iglesia sintió la responsabilidad de estar en el mundo como signo vivo del amor del Padre. Con la Lumen gentium se remontó a las fuentes de su naturaleza, al Evangelio.
Esto desplaza el eje de la concepción cristiana de un cierto legalismo, que puede ser ideológico, a la Persona de Dios que se hizo misericordia en la encarnación del Hijo. Algunos −piensa en ciertas réplicas a Amoris laetitia− siguen sin comprender, o blanco o negro, cuando es en el fluir de la vida donde hay que discernir. El Concilio nos dijo eso, pero los historiadores dicen que un Concilio, para ser absorbido bien por el cuerpo de la Iglesia, necesita un siglo... Estamos a la mitad.
Sin embargo, en este tiempo han sido significativos los encuentros y los viajes ecuménicos realizados. En Lesbos con el patriarca Bartolomé y Gerónimo, en Cuba con el patriarca de Moscú Kirill, en Lund para la conmemoración conjunta de la Reforma luterana. ¿Ha favorecido el Año de la Misericordia todas estas iniciativas con las demás Iglesias cristianas?
No diría que esos encuentros ecuménicos sean fruto del Año de la Misericordia. No. Porque también son todos parte de un recorrido que viene de lejos. No es una cosa nueva. Son solo pasos, a lo largo de un camino iniciado hace tiempo. Desde que se promulgó el decreto conciliar Unitatis redintegratio, hace más de 50 años, y se redescubrió la fraternidad cristiana basada en el único bautismo y en la misma fe en Cristo, el camino por la senda de la búsqueda de la unidad ha ido adelante a pequeños y grandes pasos y ha dado sus frutos. Sigo dando esos pasos.
Los dados por sus predecesores...
Todos los que realizaron mis predecesores. Como fue un paso aquella charla del Papa Luciani con el metropolita ruso Nikodim que murió entre sus brazos y, abrazado al hermano Obispo de Roma, Nikodim le dijo cosas tan bonitas de la Iglesia. Recuerdo los funerales de san Juan Pablo II, donde estaban todos los jefes de las Iglesias de Oriente: eso es fraternidad. Los encuentros y también los viajes ayudan a esa fraternidad, la hacen crecer.
Pero Usted en menos de cuatro años ya ha estado con todos los primados y responsables de las Iglesias cristianas. Esos encuentros atraviesan su pontificado. ¿Por qué esa aceleración?
Es el camino del Concilio que va adelante, se intensifica. Pero es el camino, no soy yo. Ese camino es el camino de la Iglesia. Yo he estado con los primados y responsables, es verdad, pero también mis predecesores tuvieron sus encuentros con esos u otros responsables. No he dado ninguna aceleración. En la medida en que vamos adelante el camino parece ir más rápido, es el motus in fine velocior, por decirlo con el proceso expresado en la física aristotélica.
¿Cómo vive personalmente esa solicitud en los encuentros con los hermanos de las otras Iglesias cristianas?
La vivo con mucha fraternidad. La fraternidad se siente. Jesús está en medio. Para mí son todos hermanos. Nos bendecimos uno al otro, un hermano bendice al otro. Cuando con el patriarca Bartolomé y Gerónimo fuimos a Lesbos, en Grecia, para encontrar a los refugiados, nos sentimos una cosa sola. Éramos uno. Uno. Cuando fui a ver al patriarca Bartolomé al Fanar de Estambul para la fiesta de San Andrés, para mí fue una gran alegría.
En Georgia encontré al patriarca Elías que no fue a Creta por el Concilio ortodoxo. La sintonía espiritual que tuve con él fue profunda. Yo me sentí ante un santo, un hombre de Dios, que me tomó la mano, y me dijo cosas hermosas, más con los gestos que con las palabras. Los patriarcas son monjes. Tú ves tras una conversación que son hombres de oración.
Kirill es un hombre de oración. También el patriarca copto Twadros, con quien estuve, al entrar en la capilla se quitaba los zapatos e iba a rezar. El patriarca Daniel de Rumanía hace un año me regaló un volumen en español sobre san Silvestre del Monte Athos; la vida de ese gran santo monje ya la leí en Buenos Aires: «Rezar para los hombres es derramar su sangre». Los santos nos unen en la Iglesia, actualizando su misterio. Con los hermanos ortodoxos estamos en camino, son hermanos, nos queremos, nos preocupamos juntos, viene a estudiar con nosotros. También Bartolomé estudió aquí.
Con el patriarca ecuménico Bartolomé, sucesor del Apóstol Andrés, habéis dado ya muchos pasos juntos, en plena sintonía en los pronunciamientos mutuos. Os sostiene en esto el amor que trasformó la vida de los Apóstoles: Pedro y Andrés eran hermanos...
En Lesbos, mientras saludábamos a todos, me incliné hacia un niño. Pero al niño no le interesaba yo, sino que miraba detrás de mí. Me giro y veo por qué: Bartolomé tenía los bolsillos llenos de caramelos y los estaba dando a los niños. Ese es Bartolomé, un hombre capaz de sacer adelante entre tantas dificultades el Gran Concilio ortodoxo, de hablar de teología a alto nivel, y de estar sencillamente con los niños. Cuando venía a Roma ocupaba en Santa Marta la habitación en la que estoy yo ahora. El único reproche que me ha hecho es que ha tenido que cambiarla.
Usted sigue encontrando con frecuencia a los jefes de las demás Iglesias. ¿Pero el Obispo de Roma no debe ocuparse a tiempo pleno de la Iglesia católica?
Jesús mismo reza al Padre para pedir que los suyos sean uno, y el mundo crea. Es su oración al Padre. Desde siempre, el Obispo de Roma está llamado a proteger, buscar y servir esa unidad. Sabemos también que las heridas de nuestras divisiones, que hieren el cuerpo de Cristo, no podemos curarlas nosotros. Por tanto, no se pueden imponer proyectos o sistemas para volver a unirnos. Para pedir la unidad entre los cristianos podemos solo mirar a Jesús y pedirle que actúe entre nosotros el Espíritu Santo. Que sea él quien haga la unidad. En el encuentro de Lund con los luteranos repetí las palabras de Jesús, cuando dice a sus discípulos: «Sin mí no podéis hacer nada».
¿Qué significado ha tenido conmemorar con los luteranos en Suecia los 500 años de la Reforma? ¿Ha sido una “huida hacia adelante”?
El encuentro con la Iglesia luterana en Lund ha sido un paso más en el camino ecuménico que empezó hace 50 años y en un diálogo teológico luterano-católico que ha dado sus frutos con la Declaración común, firmada en 1999, sobre la doctrina de la Justificación, es decir, sobre cómo Cristo nos hace justos salvándonos con su gracia necesaria, o sea, el punto del que partieron las reflexiones de Lutero. Por tanto, volver a lo esencial de la fe para volver a descubrir la naturaleza de lo que une.
Antes de mí Benedicto XVI fue a Erfurt, y de esto había hablado cuidadosamente, con mucha claridad. Repitió que la pregunta sobre «cómo puedo tener un Dios misericordioso» había entrado en el corazón de Lutero, y estaba detrás de toda su investigación teológica e interior. Ha habido una purificación de la memoria. Lutero quería hacer una reforma que debía ser como una medicina. Luego las cosas cristalizaron, se mezclaron los intereses políticos del tiempo, y se acabó en el cuius regio eius religio, por el que se debía seguir la confesión religiosa de quien tenía el poder.
Pero hay quien piensa que en esos encuentros ecuménicos Usted quiere “liquidar” la doctrina católica. Alguno ha dicho que se quiere “protestantizar” la Iglesia...
No me quita el sueño. Yo voy por la senda de quien me ha precedido, sigo el Concilio. En cuanto a las opiniones, siempre hay que distinguir el espíritu con que se dicen. Cuando no hay mala intención, hasta ayudan a caminar. Otras veces se ve enseguida que las críticas cogen de aquí y de allá para justificar una posición ya asumida, no son honestas, están hechas con mal espíritu para fomentar división. Se ve enseguida que ciertos rigorismos nacen de una falta, de querer esconder dentro de una armadura su triste insatisfacción. En la película El festín de Babette se ve ese comportamiento rígido.
También con los luteranos ha habido un fuerte llamamiento a trabajar juntos por quien se encuentra en estado de necesidad. ¿Hay que dejar de lado las cuestiones teológicas y sacramentales y apuntar solo al común compromiso social y cultural?
No se trata de dejar nada de lado. Servir a los pobres quiere decir servir a Cristo, porque los pobres son la carne de Cristo. Y si servimos juntos a los pobres, quiere decir que los cristianos estamos unidos al tocar las llagas de Cristo. Pienso en el trabajo que, después del encuentro de Lund, pueden hacer juntos Caritas y las organizaciones caritativas luteranas. No es una institución, es un camino. En cambio, ciertos modos de oponer las “cosas de la doctrina” a las “cosas de la caridad pastoral” no son según el Evangelio y crean confusión.
La conmemoración conjunta de Lund ha marcado un momento de aceptación mutua y un nivel de comprensión recíproca profunda. Pero desde ahí ¿cómo se pueden resolver las cuestiones eclesiológicas aún abiertas y, por tanto, las referentes al ministerio y a los sacramentos, en particular la Eucaristía, que nos separan de la Iglesia luterana? ¿Cómo es posible superar estas cuestiones para poder ir a una unidad que sea visible al mundo?
La Declaración conjunta sobre la justificación es la base para poder continuar el trabajo teológico. El estudio teológico debe seguir adelante. Y está el trabajo que hace el Pontificio Consejo por la unidad de los cristianos. El camino teológico es importante, pero siempre junto al camino de oración, haciendo juntos obras de caridad. Obras que son visibles.
También al patriarca de Moscú, Kirill, le dijo Usted que «la unidad se hace caminando», «la unidad no vendrá como un milagro al final, caminar juntos ya es hacer la unidad». Usted lo repite a menudo. ¿Pero qué significa?
La unidad no se hace porque nos pongamos de acuerdo entre nosotros, sino porque caminamos siguiendo a Jesús. Y caminando, por obra de Aquel a quien seguimos, podemos descubrirnos unidos. Es el caminar tras Jesús lo que une. Convertirse significa dejar que el Señor viva y actúe en nosotros. Así descubrimos que estamos unidos también en nuestra común misión de anunciar el Evangelio. Caminando y trabajando juntos, nos damos cuenta de que ya estamos unidos en el nombre del Señor y que, por tanto, la unidad no la creamos nosotros.
Nos damos cuenta de que es el Espíritu el que empuja y nos lleva adelante. Si tú eres dócil al Espíritu, será Él quien te diga el paso que puedes dar; el resto lo hace él. No se puede ir tras Cristo si no te lleva, si no te empuja el Espíritu con su fuerza. Por eso es el Espíritu el artífice de la unidad entre los cristianos. Por eso digo que la unidad se hace en camino, porque la unidad es una gracia que hay que pedir, y también porque repito que todo proselitismo entre cristianos es pecaminoso. La Iglesia nunca crece por proselitismo sino «por atracción», como ha escrito Benedicto XVI. El proselitismo entre cristianos es pues en sí mismo un pecado grave.
¿Por qué?
Porque contradice la dinámica misma de cómo se hace y se permanece cristiano. La Iglesia no es un equipo de fútbol que busca hinchas.
¿Y cuáles son los caminos para la unidad?
Hacer procesos en vez de ocupar espacios es la clave también del camino ecuménico. En este momento histórico la unidad se hace en tres sendas: caminar juntos con las obras de caridad, rezar juntos, y luego reconocer la confesión común como se expresa en el común martirio recibido en el nombre de Cristo, en el ecumenismo de la sangre. Ahí se ve que el Enemigo mismo reconoce nuestra unidad, la unidad de los bautizados. El Enemigo, en esto, no se equivoca. Y estas son todas expresiones de unidad visible. Rezar juntos es visible. Hacer obras de caridad juntos es visible. El martirio compartido en el nombre de Cristo es visible.
Sin embargo, entre los católicos no parece aún tan viva una sensibilidad para la búsqueda de la unidad de los cristianos y una percepción del dolor de la división...
También el encuentro de Lund, como todos los demás pasos ecuménicos, ha sido un paso adelante para hacer comprender el escándalo de la división, que hiere el cuerpo de Cristo y que ante el mundo tampoco podemos permitirnos. ¿Cómo podemos dar testimonio de la verdad del amor si peleamos, si nos separamos entre nosotros? Cuando era niño con los protestantes no se hablaba. Había un sacerdote en Buenos Aires que cuando venían a predicar los evangélicos con las tiendas mandaba al grupo juvenil a quemarlas. Ahora los tiempos han cambiado. El escándalo se supera simplemente haciendo las cosas juntos, con gestos de unidad y de fraternidad.
Cuando en Cuba estuvo Usted con el patriarca Kirill, sus primeras palabras fueron: «Tenemos el mismo bautismo. Somos obispos».
Cuando era obispo de Buenos Aires me daban alegría todos los intentos puestos en marcha por tantos sacerdotes para facilitar la administración de los bautismos. El bautismo es el gesto con que el Señor nos escoge, y si reconocemos que estamos unidos en el bautismo quiere decir que estamos unidos en lo fundamental. Es esa la fuente común que nos une a todos los cristianos y nutre todo posible nuevo paso para volver a la plena comunión. Para descubrir nuestra unidad no debemos “ir más allá” del bautismo.
Tener el mismo bautismo quiere decir confesar juntos que el Verbo se hizo carne: eso nos salva. Todas las ideologías y teorías nacen de quien no se queda en esto, no se queda en la fe que reconoce a Cristo venido en la carne, y quiere “ir más allá”. De ahí nacen todas las posiciones que quitan a la Iglesia la carne de Cristo, que “desencarnan” a la Iglesia. Si miramos juntos nuestro común bautismo también seremos liberados de la tentación del pelagianismo, que quiere convencernos de que nos salvamos por nuestra fuerza, con nuestros activismos. Y permanecer en el bautismo nos salva también de la gnosis. Esta última desnaturaliza el cristianismo reduciéndolo a un recorrido de conocimiento, que puede desvirtuar el encuentro real con Cristo.
El patriarca Bartolomé en una entrevista a Avvenire dijo que la raíz de la división fue la penetración de un «pensamiento mundano» en la Iglesia. ¿También para Usted es esta la causa de la división?
Sigo pensando que el cáncer en la Iglesia es darse gloria uno al otro. Si uno no sabe quién es Jesús, o nunca lo ha conocido, siempre lo puede encontrar; pero si uno está en la Iglesia, y se mueve en ella porque en el ámbito de la Iglesia cultiva y alimenta su hambre de dominio y afirmación personal, tiene una enfermedad espiritual, cree que la Iglesia es una realidad humana autosuficiente, donde todo se mueve según lógicas de ambición y poder. En la reacción de Lutero también estaba esto: el rechazo de una imagen de Iglesia como una organización que podía ir adelante dejando la gracia del Señor, o considerándola como una posesión descontada, garantizada a priori. Y la tentación de construir una Iglesia autoreferencial, que lleva a la contraposición y por tanto a la división, siempre vuelve.
Respecto a los ortodoxos, se cita a menudo la llamada “fórmula Ratzinger”, enunciada por el teólogo que llegó a Papa: aquella según la cual «por lo que respecta al primado del Papa, Roma debe exigir de las Iglesias ortodoxas nada más que lo que en el primer milenio se estableció y vivió». Pero la perspectiva de la Iglesia del inicio y de los primeros siglos ¿qué puede sugerir de esencial, también en el tiempo presente?
Debemos mirar al primer milenio, que siempre puede inspirarnos. No se trata de volver atrás de manera mecánica, no es simplemente hacer “marcha atrás”: allí hay tesoros válidos también hoy. Antes hablé de la autoreferencialidad, la costumbre pecadora de la Iglesia de mirarse demasiado a sí misma, como si creyese tener luz propia. El patriarca Bartolomé dijo lo mismo hablando de «introversión» eclesial. Los Padres de la Iglesia de los primeros siglos tenían claro que la Iglesia vive instante a instante de la gracia de Cristo.
Por eso −ya lo he dicho otras veces− decían que la Iglesia no tiene luz propia, y la llamaban mysterium lunae, el misterio de la luna. Porque la Iglesia da luz, pero no brilla con luz propia. Y cuando la Iglesia, en vez de mirar a Cristo, se mira demasiado a sí misma, también vienen las divisiones. Es lo que pasó tras el primer milenio. Mirar a Cristo nos libera de esa costumbre, y también de la tentación del triunfalismo y del rigorismo. Y nos hace caminar juntos en la senda de la docilidad al Espíritu Santo, que nos lleva a la unidad.
En varias Iglesias ortodoxas hay resistencias al camino hacia la unidad, como aquellas que el metropolita Ioannis Zizioulas define «talibanes ortodoxos». Algunas resistencias pueden darse también por parte católica. ¿Qué hay que hacer?
El Espíritu Santo lleva las cosas a cumplimiento, con los tiempos que Él establece. Por eso no podemos ser impacientes, desconfiados, ansiosos. El camino requiere paciencia para custodiar y mejorar cuanto ya existe, que es mucho más que lo que divide. Y manifestar su amor por todos los hombres, para que el mundo crea.
Entrevista de Stefania Falasca en avvenire.it.
Traducción de Luis Montoya.
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