Es patente el intento de algunos de borrar de la geografía urbana los cementerios, primer paso para que la realidad de la muerte no se nos presente ante los ojos con toda su claridad
Son muchas las noticias de todo tipo que nos encontraremos en este mes, y sobre las que comentaremos con amigos y conocidos. Desde las consecuencias de las elecciones americanas, pasando por la situación nueva con la que nos encontramos en el país; hasta la cadena de terremotos que sacude Italia, y los pasos que van dando los ejércitos para liberar a Mosul del yugo del estado islámico; los resultados del viaje del Papa a Suecia, en el encuentro con protestantes etc., etc. Entre tantas noticias, quizá hay una a la que prestamos poca atención, quizá por lo acostumbrados que estamos a encontrárnosla en este mes de noviembre.
La noticia es, sencillamente, la realidad de la Muerte, y la realidad de nuestros difuntos.
Es patente el intento de algunos de borrar de la geografía urbana los cementerios, primer paso para que la realidad de la muerte no se nos presente ante los ojos con toda su claridad. Sueñan con que la vida del hombre se acabe en las cuatro cenizas desparramadas entre árboles, o en el jardín de la casa. Su muerte les despertará de ese “sueño”.
En la predicación de la Iglesia, en el testimonio de vida de los cristianos desde la Resurrección de Cristo, y no sólo de los mártires, la Muerte se ha convertido en Vida Eterna, así lo recuerda también el Documento de Aparecida, en cuya elaboración intervino, muy especialmente, el entonces cardenal Jorge Bergoglio.
Entre las verdades que anuncia la Iglesia están: “el carácter sagrado de la vida humana, la valoración de la familia, el sentido de la solidaridad y la corresponsabilidad en el trabajo común, la importancia de lo cultual, la creencia en una vida ultra terrena” (n. 93).
Esta es la gran noticia de noviembre: el clamor de Vida Eterna.
En las Misas que vivimos los cristianos, unimos nuestras oraciones a las de los que crecen en amor de Dios en el Purgatorio, y le pedimos al Señor que adelante la llegada al Cielo de todos los que en el Purgatorio esperan, anhelantes, recibir de Sus manos la bienaventuranza eterna.
Unimos nuestras suplicas a las de todos los que caminamos en la tierra con el deseo de seguir las huellas y los mandamientos del Señor, entre tropiezos, caídas, pecados, y fundamentalmente con nuestras peticiones de perdón por nuestros pecados; y rogamos al Señor que abra para nosotros su Corazón Misericordioso. Nos ayude a arrepentirnos, a vivir el sacramento de la Reconciliación, y gozar así del Año Jubilar de la Misericordia.
Llenamos los cementerios, caminamos con nuestros seres queridos, adornamos con flores sus tumbas; y rezamos también por los que descansan en esas tumbas abandonadas; y con las flores, el lento andar y las oraciones damos testimonio de la esperanza de la vida eterna.
Y rezamos también por todos los difuntos de tantas personas que reniegan de Dios. Pedimos a Cristo, quien es “la Resurrección y la Vida”, que el recuerdo de sus seres queridos que ya han pasado de este mundo al Padre, remueva su cabeza y su corazón, y se abran a la luz de la Fe, den paso al arrepentimiento, y así el Señor pueda acompañarles en el camino de la vida eterna. Así podrán vivir la alegría, viviendo en Dios, de reunirse con sus seres queridos que hayan seguido con Cristo los caminos de la tierra.
“Es bello pensar que la muerte del cuerpo es como un sueño del que Jesús mismo nos despertará. Es bueno recordar en los cementerios no sólo a nuestros seres queridos, sino a todos, también aquellos a quienes nadie recuerda. La tradición de la Iglesia ha exhortado siempre a rezar por los fieles difuntos, ofreciendo por ellos la celebración eucarística, que es la ayuda espiritual más eficaz que podemos ofrecer a las almas, particularmente a las más abandonadas. El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son el testimonio de la confiada esperanza radicada en el de que la muerte no es la última palabra sobre la suerte humana, porque el hombre está destinado a una vida sin límites que tiene su raíz y su fin en Dios” (Papa Francisco).