Ya en 1977, Ratzinger denunció los peligros del mesianismo marxista que conserva el fervor religioso sustituyendo a Dios por la acción política del individuo
El Mundo
Una sociedad creada ‘etsi Deus non daretur’ anula el sustrato valorativo de las instituciones. Y sin valores, la democracia está perdida
Latinoamérica no se comprende sin el cristianismo. Desde México hasta la Tierra del Fuego, la Iglesia Católica ha contribuido de manera decisiva a formar una síntesis viviente de culturas, un mestizaje espiritual que se plasma en todas las ramificaciones materiales de la vida latina.
Hay un principio religioso que hermana al continente, por encima de las diferencias nacionales. Ni bloques ideológicos artificialmente ensamblados, ni proyectos tecnocráticos más o menos eficaces han logrado igualar la impronta solidaria del ethos cristiano, un sustrato esencial para la integración política, ese viejo sueño que venimos acariciando desde la Anfictionía bolivariana.
Un continente proclive al romanticismo ideológico ha creado, a lo largo de su historia, una tradición que ensalza el mesianismo político como vía de redención social. Krauze nos lo acaba de recordar y mucho antes que él, la nutrida literatura arielista que apeló al positivismo en pos de soluciones más “científicas”. La posterior irrupción y el solitario dominio que el marxismo y sus derivaciones han ejercido las últimas décadas en la academia latinoamericana consolidaron el estrecho vínculo de la política cesarista con el voluntarismo utópico. Así, el mesianismo político forma parte de la cultura cívica latina.
En este contexto se produce el viaje de Ratzinger a México y Cuba. Una de las constantes en la producción intelectual del Papa es su denuncia de los mesianismos ideológicos. Desde su magnífica tesis de habilitación (La teología de la historia de san Buenaventura) pasando por La unidad de las naciones; Iglesia, ecumenismo y política o Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, el hombre que visita Latinoamérica ha sido un firme defensor de la libertad frente a los absolutismos.
En su autobiografía, escrita en 1977, Ratzinger denunció los peligros del mesianismo marxista que conserva el fervor religioso sustituyendo a Dios por la acción política del individuo. Para el futuro Papa, el puesto de Dios era reemplazado «por el totalitarismo de un culto ateo que está dispuesto a sacrificar toda humanidad a su falso dios». Ratzinger nunca dudó en combatirlo: «he visto sin velos el rostro cruel de esta devoción atea, el terror psicológico, el desenfreno con que se llega a renunciar a cualquier reflexión moral, considerada como un residuo burgués, allí donde la cuestión era el fin ideológico».
El mesianismo político, en México, construyó al ogro filantrópico denunciado por Octavio Paz, un Leviatán corrupto incapaz de frenar la violencia cainita del narcotráfico. Un sector de la partitocracia mexicana se empeña en resucitar la desviación jacobina que tanto daño hizo en el pasado. Y en Cuba, el mesianismo sostiene un Estado sacralizado, monista, que subyuga a la población apelando a premisas ideológicas que Benedicto XVI denuncia como inservibles.
La solución a estos males es la libertad. La libertad en todos los ámbitos, también el religioso. Una sociedad creada etsi Deus non daretur anula el sustrato valorativo de las instituciones. Y sin valores, la democracia está perdida. Por eso, el Papa acude a Latinoamérica no sólo a confirmar en la fe a los cristianos. También viene a recordarnos que la crisis moral es la raíz de los problemas sociales y a proclamar la necesidad de una libertad responsable que frene la omnipotencia de los Estados absolutos.
Hace veinte años, el entonces Cardenal Ratzinger escribió que «todo el poder del Papado es poder de la conciencia». Hoy, la voz llena de esperanza de la conciencia papal se pronuncia en un escenario de violencia fratricida y totalitarismo ideológico. Ojala los latinos sepamos escuchar.
Martín Santiváñez Investigador del ‘Navarra Center for International Development’ Universidad de Navarra