La relectura de esta obra parece reflejarnos hoy un mundo en el que vuelven a despertarse utopías de signos muy diferentes
Cuando Tomás Moro publica en 1516 el primer tomo de Utopía, la gran mayoría de sus contemporáneos, incluso pertenecientes a los sectores más cultivados de la vida social o de la Iglesia del Reino Unido, no llegaron a captar en sus páginas la fina ironía con que el autor criticaba los hábitos vergonzosos de aquellos reinos que se llamaban cristianos. Difícil objetivo sobre una sociedad feudal estructurada en señores y humildes vasallos. Moro comenzó a escribir la primera parte de la obra en 1515 y la editó en Londres un año después con el título: Nueva Ínsula de Utopía, subtitulada «Librito verdaderamente áureo y no menos saludable que festivo».
Utopía es ese lugar paradisíaco que nunca existió. Un explorador de ficción, Raphael Hythloday y otros miembros de la tripulación de Américo Vespucio, abandonan la travesía y llegan a la isla Utopía. Allí permanecerían cinco años. Durante este tiempo van a conocer la historia, costumbres, leyes y hábitos de vida de los habitantes de aquella quimérica comunidad. Sus normas de convivencia, tanto en el orden social, como político y religioso, estaban en el polo opuesto a los principios filosóficos que regían en las comunidades medievales de la época. Para presentar ese modelo de sociedad, Moro recurre literariamente a los supuestos relatos de Raphael, el navegante, tras su regreso de aquella isla. Y tal como los oyen él y su amigo Peter Giles, realiza la transcripción. Al ir describiendo las actividades políticas de los ciudadanos del territorio, la arquitectura de los pueblos, la organización del trabajo o las prácticas religiosas, Moro, en realidad, está haciendo una crítica de la sociedad de su tiempo.
En el régimen patriarcal de la isla no existía la propiedad privada, y las casas, con su huerto, al pasar diez años volvían a ser sorteadas entre los vecinos. Cada 30 familias elegían un jefe, un sifogrante, y doscientos sifograntes elegían a un príncipe. Un Senado regía todos los asuntos generales de la isla. ¿Dónde quedaba el poder de los señores y de la nobleza? Del diálogo y la réplica brota el poder crítico del libro: ¿Es qué la abolición de la propiedad privada y el reparto equitativo de bienes es el ideal de la convivencia? La respuesta de Moro es concluyente: «…pienso que nunca podrán vivir los hombres con prosperidad allí donde todas las cosas sean comunes». Utopía es, en teoría, ese idealizado mundo mejor pero inasequible.
La Inglaterra feudal no llegó a captar el mensaje de Tomás Moro, pero tampoco los socialistas en la proximidad de nuestros días supieron interpretarlo. Tanto Marx como Engels estudiaron en profundidad Utopía. Lo sorprendente ha sido que en los años 40, cuando Moro ya había sido beatificado por León XIII en 1886 y canonizado por Pío XI en 1935, figuraba en el calendario del Ejército Rojo, como un prototipo del bolchevismo por ser el autor de esa obra. En el año 2000 Juan Pablo II lo proclamó patrono de los gobernantes y los políticos. Siendo Moro Lord Canciller del Reino fue recluido en la Torre de Londres, y un año después, en 1535, decapitado, por oponerse a los planes de Enrique VIII. Aún reconociendo la autoridad real, no quiso refrendar como Canciller la separación de la Iglesia anglicana de Roma. La escisión fue respaldada por Cranmer, obispo de Canterbury, al declarar nulo el matrimonio del rey con Catalina de Aragón. La autoridad del pontífice Clemente VII quedaba vulnerada. El martirio de este santo laico, Tomás Moro, fue el alto precio que pagó por su honestidad y firmeza.
Utopía −lo que no existe, o irrealizable−, quinientos años después, ya es un término universalizado. La relectura de esta obra parece reflejarnos hoy un mundo en el que vuelven a despertarse utopías de signos muy diferentes. ¿No resultó el comunismo una «trágica utopía», como así lo definió Juan Pablo II? ¿Y los movimientos totalitarios que antepusieron los valores del Estado por encima de los de la persona? ¿Acaso el impulso fanático de los separatismos no muestra la expresión más radical de un neofeudalismo, enmascarado por la búsqueda sin sentido de una identidad singular en un mundo globalizado?
Todavía tardaremos en conocer las consecuencias del Brexit en la deconstrucción de Europa. En el Tratado de Lisboa de 2007 han quedado marginadas las raíces cristianas de la Comunidad Europea. El pasado año, Ángela Merkel en la Universidad de Berna, en coloquio abierto, hizo una llamada para redescubrir nuestra fe y las raíces cristianas, «debemos recuperar el valor de ser cristianos». Ávidos de poder y de riquezas, la soberbia de los pueblos impide su entendimiento. ¿No estaremos asistiendo al desplome inevitable de esa nueva utopía, esa «Torre de Babel» que construimos en Bruselas, falta de raíces espirituales en sus cimientos?
Juan José Fernández Teijeiro, escritor y académico de número de la Real Academia de Medicina de Cantabria