Quien odia a Cristo, a su Iglesia, se está odiando a sí mismo, y matando las raíces de amar que todavía puedan quedar en su corazón
El autor del libro bíblico del Eclesiastés, al enumerar los tiempos de la vida del hombre, recuerda entre otros: tiempo de ganar y tiempo de perder; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y de tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz.
¿Está el hombre encadenado a este vaivén de sus tiempos a lo largo de toda su vida? Si nos paramos ante la realidad de la vida de muchas personas, podemos pensar que esos tiempos siguen tan vigentes hoy como en los siglos pasados; y podemos tener la impresión de que seguirán siempre igual.
Y sin embargo, entre el siglo III antes de Cristo, época en la que se escribió el Eclesiastés y hoy, un acontecimiento ha marcado para siempre la historia de los hombres sobre la tierra: le Encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo; su Muerte, su Resurrección.
Muerto en la Cruz por Amor; anhela con su Resurrección, llenarnos del Amor de Dios, y establecer para siempre el tiempo de amar, en el corazón del hombre. El tiempo de odiar debería haber sido ya erradicado del corazón de todos los seres humanos. Por desgracia, no ha sido así. El hombre no ha rechazado el pecado. El hombre no ha abierto su corazón a la medida del Corazón de Cristo: el hombre continúa odiando, y dándose a sí mismo la muerte.
Hace apenas unas semanas un amigo vino a verme, a charlar un rato. Le vi un poco apenado. En su mano derecha, una bolsa de plástico. Después de los saludos habituales, y sin añadir palabra, puso la bolsa sobre la mesa, y comenzó a sacar, uno a uno, unos bultos envueltos en papel de periódico.
En pocos minutos quedó extendida sobre la mesa una imagen de Cristo Crucificado hecha pedazos, y no del todo completa: faltaba una pierna y la mitad de un brazo. La cruz rota en varios trozos.
−Al tirar un periódico, lo descubrí en la papelera de una sala de estar de mi lugar de trabajo.
Mi amigo trabaja en uno de los muchos departamentos de la administración pública del Estado.
Pedí enseguida perdón al Señor por lo ocurrido, recé por la persona que lo había hecho. Era claro que el crucifijo no se había caído solo, y que tampoco se había desprendido de ningún lugar: había sido destrozado a martillazos. Y la tarea no había sido en absoluto difícil: la imagen era de barro cocido.
¿Qué quería quitarse de la cabeza, del corazón, el autor de un hecho semejante? ¿Qué quieren borrar de su vista, de su memoria, quienes entran a las iglesias, llenan de pintadas las paredes y los suelos, y manchan sus muros con palabras obscenas, blasfemas?
¿Ha cambiado el hombre los tiempos, y algunos quieren establecer un nuevo tiempo de odiar a Cristo, a su Iglesia, que mantiene la Luz del Amor de Dios encendida a lo largo de los siglos?
Le recomendé a mi amigo que rezara por el autor de semejante acción; para que un día llegue a descubrir que se está odiando a sí mismo, y matando las raíces de amar que todavía puedan quedar en su corazón.
Y comencé a recomponer, y a ensamblar los trozos de la imagen del Crucificado.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.
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