Durante la Audiencia general, el Santo Padre ha recordado a los dos ladrones que fueron crucificados junto a Jesús, y que "se dirigen a él con actitudes opuestas”
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras de Jesús en la cruz encuentran su culmen en el perdón. El evangelista san Lucas narra cómo los dos ladrones que fueron crucificados junto a Jesús se dirigen a él con actitudes opuestas.
El primero, llevado por la angustia del hombre ante la muerte, lo insulta y no comprende que, siendo el Mesías, pueda quedarse en la cruz. Pero es precisamente quedándose y muriendo en la cruz donde Cristo nos salva, dando testimonio de que la salvación de Dios puede llegar a todos los hombres hasta en las situaciones más extremas.
El segundo ladrón, movido por el temor del Señor, reconoce su pecado, y confiesa su culpa con absoluta confianza en la infinita bondad y misericordia de Jesús. Jesús está precisamente allí para estar cerca, para salir al encuentro de la necesidad que tiene todo hombre de no ser abandonado, y le promete que hoy estará con él en el paraíso. De este modo, en la hora de la Cruz, Jesús revela el cumplimiento de su misión de salvar a los pecadores. Desde el inicio hasta el final de su vida, Jesús se ha revelado Misericordia, encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos al Señor por todos los que sufren por cualquier motivo o se sienten abandonados, para que mirando al crucificado, puedan descubrir y sentir el consuelo y el perdón de Cristo, rostro de la misericordia del Padre. Que Dios los bendiga.
Un especial pensamiento al pueblo mexicano, los invito a cantarle a la Guadalupana lo que cantaron al inicio, pidiendo por los sufrimientos de este pueblo. Gracias.
Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentran su culmen en el perdón. Jesús perdona: «Padre, perdónalos porque o saben o que hacen» (Lc 23,34). No son solo palabras, porque se convierten en acto concreto en el perdón ofrecido al buen ladrón, que estaba a su lado. San Lucas habla de dos malhechores crucificados con Jesús, que se dirigen a Él si con actitudes opuestas.
El primero lo insulta, como lo insultaba toda la gente, allí, como hacen los jefes del pueblo, pero este pobre hombre, movido por la desesperación, le dice: «¡Si eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros!» (Lc 23,39). Ese grito manifiesta la angustia del hombre ante el misterio de la muerte y la trágica conciénciate que solo Dios puede ser la respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de Dios, pueda estar en la cruz sin hacer nada para salvarse. Y no entendían eso. No comprendían el misterio del sacrificio de Jesús. Y, sin embargo, Jesús nos ha salvado permaneciendo en la cruz. Y todos sabemos que no es fácil permanecer en la cruz, en nuestras pequeñas cruces de cada día: no es fácil. Él, en esa gran cruz, en ese gran sufrimiento, se quedó ahí y ahí nos salvó; ahí nos mostró su omnipotencia y ahí nos perdonó. Ahí se cumple su entrega de amor y mana para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz, inocente entre dos criminales, manifiesta que la salvación de Dios puede llegar a cualquier hombre de cualquier condición, incluso la más negativa y dolorosa. La salvación de Dios es para todos, ninguno excluido. Se ofrece a todos.
Por eso el Jubileo es tiempo de gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, los que tienen salud y los que sufren. Acordaos de la parábola que cuenta Jesús sobre la fiesta de bodas del hijo de un poderoso de la tierra: cuando los invitados no quieren ir, dice a sus siervos: «Salid a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis llamadlos a las bodas» (Mt 22,9). Todos estamos llamados: buenos y malos. La Iglesia no es solo para los buenos o para los que parecen buenos o se creen buenos; la Iglesia es para todos, e incluso preferiblemente para los malos, porque la Iglesia es misericordia. Y este tiempo de gracia y de misericordia nos hace recordar que ¡nada nos puede separar del amor de Cristo! (cfr. Rm 8,39). A quien está clavado en una cama de hospital, a quien vive encerrado en una prisión, a los que están atrapados por las guerras, yo les digo: mirad el Crucifijo; Dios está con vosotros, permanece con vosotros en la cruz y a todos se ofrece como Salvador, a todos nosotros. A vosotros que sufría tanto os digo: Jesús está crucificado por vosotros, por nosotros, por todos. Dejad que la fuerza del Evangelio penetre en vuestro corazón y os consuele, os dé esperanza y la íntima certeza de que ninguno está excluido de su perdón. Pero vosotros podéis preguntarme: “Dígame, Padre, el que ha hecho las cosas más feas en la vida, ¿tiene posibilidad de ser perdonado? –¡Sí! Sí: ninguno está excluido del perdón de Dios. Solo debe acercarse arrepentido a Jesús y con las ganas de ser abrazado por Él”.
Ese era el primer malhechor. El otro es el llamado buen ladrón. Sus palabras son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Primero, se dirige a su compañero: «¿Ni siquiera tú temes a Dios, estando en la misma pena que él?» (Lc 23,40). Así pone de relieve el punto de partida del arrepentimiento: el temor de Dios. Pero no el miedo a Dios, no: el temor filial de Dios. No es el miedo, sino ese respeto que se debe a Dios porque es Dios. Es un respeto filial porque es Padre. El buen ladrón reclama la actitud fundamental que abre a la confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Ese respeto confiado ayuda a hacer sitio a Dios y a fiarse de su misericordia.
Luego, el buen ladrón declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia culpa: «Nosotros lo estamos justamente, porque hemos recibido lo que merecemos por nuestras acciones; pero éste ningún mal ha hecho» (Lc 23,41). Así que Jesús está ahí en la cruz para estar con los culpables: a través de esa cercanía, les ofrece la salvación. Los que es escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para los que estaban allí y se mofaban de Jesús, esto es en cambio el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la Gracia; lo impensable ha sucedido: Dios me ha amado hasta tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La misma fe de ese hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era ladrón, era un ladrón, había robado toda la vida. Pero al final, arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso logró robarse el cielo: ¡es un buen ladrón, éste!
El buen ladrón se dirige por fin directamente a Jesús, invocando su ayuda: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Lc 23,42). Lo llama por su nombre, “Jesús”, con confianza, y así confiesa lo que ese nombre indica: “el Señor salva”: eso significa el nombre “Jesús”. Aquel hombre pide a Jesús que se acuerde de él. ¡Cuánta ternura en esa expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, de que Dios le esté siempre cerca. De este modo, un condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que se fía de Jesús. Un condenado a muerte es un modelo para nosotros, un modelo para un hombre, para un cristiano que se fía de Jesús; y también modelo de la Iglesia que en la liturgia tantas veces invoca al Señor diciendo: “Acuérdate... Acuérdate de tu amor…”.
Mientras el buen ladrón habla para el futuro: «cuando estésen tu reino», la respuesta de Jesús no se hace esperar; habla al presente: «hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo alcanza su culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores. Al comienzo de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado «la liberación a los cautivos» (Lc 4,18); en Jericó, en la casa del público pecador Zaqueo, había declarado que «el Hijo del hombre −o sea, Él− ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9). En la cruz, el último acto confirma el realizarse de ese plan de salvación. Desde el comienzo hasta el final, Él se revela Misericordia, se revela encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es de verdad el rostro de la misericordia del Padre. Y el buen ladrón lo llamó por su nombre: “Jesús”. Es una invocación breve, y todos podemos hacerla durante el día muchas veces: “Jesús”. “Jesús”, simplemente. Pues hacedlo así durante toda la jornada.
Saludos
Mi saludo a los jóvenes, enfermos y recién casados. Que el ejemplo de caridad de san Vicente de Paul, que ayer recordábamos como patrono de las asociaciones de caridad, os conduzca, queridos jóvenes, a realizar los proyectos de vuestro futuro con un gozoso y desinteresado servicio al prójimo. Que os ayude a vosotros, queridos enfermos, a afrontar el sufrimiento con la mirada dirigida a Cristo. Y os anime a vosotros, queridos recién casados, a construir una familia siempre abierta a los pobres y al don de la vida.
Llamamiento del Santo Padre
Mi pensamiento se va otra vez a la amada y martirizada Siria. Siguen llegándome noticias dramáticas sobre la suerte de las poblaciones de Alepo, a las que me siento unido en el sufrimiento, a través de la oración y la cercanía espiritual. Al expresar profundo dolor y viva preocupación por cuanto sucede en esa ya masacrada ciudad, donde mueren niños, ancianos, enfermos, jóvenes, viejos, tantos…, renuevo a todos la llamada a comprometerse con todas las fuerzas en la protección de los civiles, como obligación imperativa y urgente. Apelo a la conciencia de los responsables de los bombardeos, ¡que deberán dar cuentas a Dios!
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |