Un joven universitario cuenta su experiencia en la Jornada Mundial de la Juventud de Cracovia
Esas semanas de celebración, oración y encuentro han dejado una profunda huella en muchos jóvenes. Este artículo muestra cómo los ecos de la JMJ de Cracovia nos siguen llegando aun ahora.
Madrid, 25 de julio, 40 grados a la sombra, un autobús ALSA y una acera llena de mochilas, esterillas, cantimploras, guitarras y banderas. Me imagino que así han debido comenzar la mayoría de los jóvenes sus viajes hacia Cracovia, todo brillante, nuevo y bien empaquetado; para casi todos los integrantes del grupo con el que viajé (chavales de segundo de la ESO a segundo de Bachillerato) es su primera Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). Sólo saben de ella lo que han visto en los videos promocionales de youtube, quizá lo que más les ha llamado la atención de ellos son las multitudes, la música y el color de las banderas. Les acompañamos cuatro universitarios encantados de alimentar los clásicos mitos, gritos y canticos que rodean este acontecimiento.
Lo más interesante, lo más sustancial de estas Jornadas son su capacidad de desestabilizar nuestro horizonte de expectativas. Entre jóvenes, seamos francos, no todos viajamos a la JMJ buscando lo mismo. La noche en el Campus Misericordiae me encontré un italiano, cercano ya a la treintena, que afirmaba arrebatado que aquella noche conocería a la mujer de su vida, espero que haya tenido suerte, desde luego empeño no le faltaba. Otros habremos sido arrastrados por el magnetismo de la figura del Santo Pontífice, por la perspectiva de diez días de celebraciones por todo lo alto. Algún amigo mío, me ha confiado que incluso pretendía que estos días le sirvieran para profundizar en la fe, para realizar un cambio personal.
El domingo por la mañana el Papa empezaba así la homilía: “Queridos jóvenes: habéis venido a Cracovia para encontraros con Jesús”.
Durante los 5.000 kilómetros que nos esperaban en autobús tuvimos la suerte de ir acompañados por un sacerdote enérgico y altamente creativo en cuanto al léxico. Temeroso de que sus pequeños se durmieran, predicaba a voz en cuello desde el micrófono de la parte delantera del autobús. Multitud de eslóganes y palabras estrambóticas se nos fueron grabando a lo largo de aquel viaje, pero si he de elegir una me quedo con la de “peregrino levadura”.
Los que viajamos a Cracovia desde otro país europeo fuimos parando por varias ciudades (Viena, Praga, Verona…) a medida que nos acercábamos. En un plan de este estilo es a veces difícil darse cuenta de que uno está de peregrinación y no de turismo veraniego. Pronto tuvimos la ocasión de comprobar que aquello no era un plan preparado por una agencia de viajes −ni pretendía serlo−. Noches en el bus, la comida justa, cánticos las 24 horas del día…; a pesar de todo, durante el viaje no hubo prácticamente quejas, algo poco habitual en un viaje tan largo con chavales adolescentes. Las pocas dificultades que tuvimos: aquel legendario chaparrón el último día a la vuelta del Campus Misericordiae, el sol de la Misa de envío, los empujones, el polvo…; eran lo poco que teníamos para poder, de verdad, peregrinar.
Cuando llegamos a nuestro sector para la Vigilia del sábado comenté extrañado a uno de los mayores lo poco que habíamos tenido que andar y lo rápido que se me había hecho comparado con Cuatro Vientos en 2011. Apenas habíamos caminado una hora y media y ya estábamos instalados, con bolsas por el suelo y repartiendo la primera mano de cartas. Este me comentó sonriendo que había tenido que convencer al conductor, que quería dejarnos aún más cerca, para que anduviésemos un mínimo bajo el sol. No quise divulgar aquella “chistosa” confidencia, no fuera a ser que los demás le saltaran al cuello por haber tenido que hacer una hora de caminata con esterillas, sacos, cantimploras, guitarras y banderas.
De esta y otras anécdotas nació, al menos en nuestro grupo, la convicción de que allí estábamos como peregrinos y no para otra cosa.
Lo de la levadura viene de aquella metáfora evangélica según la cual un poco de este ingrediente sirve para hacer fermentar toda la masa. La diferencia entre un peregrino de “quita y pon” y un “peregrino levadura” era algo tan sencillo, tan enraizado en esta JMJ como es la práctica de la misericordia. De lo que te das cuenta cuando viajas 5.000 kilómetros con tus amigos es que en la vida real es donde se practican efectivamente las obras de misericordia. Es verdad que el mundo actual nos vende que la misericordia, la caridad o la filantropía –como quiera llamarse– es una cuestión de voluntariado, un poco de alma bohemia y despegada que viaja a África porque la vida “moderna” le resulta demasiado fría y egoísta. No quitándole el mérito a estas decisiones, que indudablemente lo tienen, sí que tenemos que defender lo que aprendimos en nuestro peregrinaje a Cracovia. Que la mayoría de las veces la misericordia real es darle la mitad de mi bollicao al que ha llegado tarde a la merienda, ofrecer agua a los demás antes de beber yo, ceder el sitio bueno en el bus, tragarse la palabra ácida hacia aquel que nos parece más cargante, y un muy largo etcétera.
Lo que nos vende el mundo moderno en definitiva es que la misericordia es un hecho lejano, es decir, algo que necesita de un cambio radical en las circunstancias de mi vida para ser practicado; y precisamente lo que consigue con esto es que se convierta, en el mejor de los casos, en una actitud cerebral, imaginativa. El Papa Francisco ha insistido mucho en esta manera que tiene el siglo XXI de percibir el sufrimiento ajeno, y en que no podemos conformarnos con dolernos un poco leyendo las noticias en Internet, ni siquiera con una donación a la ONG para tranquilizar la conciencia; nuestra sensibilidad, nuestra misericordia hacia el prójimo debe ser real, concreta.
Es indudable que, para ello, debemos renunciar al “glamour” facilón, y seguramente no triunfemos en las redes sociales. Pero es el Papa Francisco el que nos invita con fuerza a superar este “buenismo”: “No os detengáis en la superficie de las cosas y desconfiad de las liturgias mundanas de la apariencia, del maquillaje del alma para aparentar ser mejores […]. Sin esperar a que os digan ‘qué buenos sois’, [buscad] el bien por sí mismo, felices de conservar el corazón limpio y de luchar pacíficamente por la honestidad y la justicia” (homilía del domingo 31 de julio en Campus Misericordiae).
El peregrino levadura, aunque haya descubierto que Dios le busca en lo cotidiano y en lo concreto, sigue siendo un ser humano, sujeto su imaginario a lo que perciben sus sentidos. Qué importante es para un joven cristiano presenciar una JMJ. De un panorama un poco estrecho, quizá un tanto anquilosado en grupos cerrados, en rutinas un poco vacías; aterrizas de pronto en una explanada con dos millones de jóvenes. Dos millones de almas que vienen a Cracovia atraídos por algo parecido a lo que a ti te atrajo en algún momento.
Tras la Vigilia de oración, me comentaba un chaval que venía con nosotros, que no tenía ni idea de que hubiera tanta gente que rezara. Su visión del creyente se reducía a lo que habían visto sus sentidos: sus compañeros de clase, sus padres, quizá algún familiar suyo; pero nada más. Que a esa persona se le hunda en la retina un horizonte de jóvenes, arrodillados ante el Santísimo expuesto sobre el altar, es sin duda necesario para romper con prejuicios y estereotipos que alejan tontamente a mucha gente de Cristo.
Hubo un momento, durante la Vigilia de oración, en el que el Papa pidió a todos los jóvenes que nos diéramos la mano, aquel, dijo él, debía ser el primero de los puentes que debíamos construir, con el que teníamos al lado. De nuevo, apareció lo concreto en las palabras de Francisco, la necesidad apremiante que tiene el Papa por sacar a los jóvenes de su “atontamiento” −con palabras suyas− y que se den cuenta que el prójimo es el que tienen al lado y no el que imaginan desde su “sofá”.
He de confesar que aquello del sofá rompió absolutamente todos mis esquemas, y por lo que hablé con mis amigos, fue algo generalizado. Desde luego forma parte del sello sencillo y cercano de Francisco pero, para los que no estuvimos en Río, nos pillaba por sorpresa su actuación en directo.
Uno tiene que ponerse en situación para entender lo surrealista del momento. 9 de la noche, el sol está cayendo y el cielo se tiñe de naranja, la juerga parece haberse calmado y lo único importante es el Papa y lo que nos quiere decir. Es el momento culmen de un día agitadísimo, de un viaje sin apenas descanso, y hasta aquellos que tienen el carácter más seco o burlón reconocen que notan las primeras punzadas de emoción: algo importante va a pasar. El Papa comienza a hablar, está hablando a los jóvenes de la Iglesia, a los jóvenes que con tanto esmero cuidó Juan Pablo II organizando estas jornadas. Y uno sabe que esas palabras son un concentrado de lo que el Papa ha ido acumulando durante años en su corazón de padre. Que en ellas van a ir impresas los anhelos del Vicecristo en la tierra. Entonces, aunque no sepas bien porqué, te pones serio, sabedor de que lo que van a decir puede cambiar tu vida, deseoso de encontrar esa perla por la que arrojar todo lo que antes importaba tanto.
Y en este entablado, ideal para representar una tragedia griega, se eleva aquel acento argentino, cantarín, desenfadado; en profunda consonancia con el mundo real, con el fútbol, los amigos y las cañas. Y el hombre al que más jóvenes escuchan en el mundo entero, tras haber hablado de la “parálisis del miedo” que conduce al encierro en uno mismo, suelta el siguiente párrafo: “…En la vida hay otra parálisis todavía más peligrosa para los jóvenes, y muchas veces, difícil de identificar; y que nos cuesta mucho descubrir. Me gusta llamarla la parálisis que nace cuando se confunde la felicidad con un sofá. Sí, creer que para ser feliz necesitamos un buen sofá. Un sofá que nos ayude a estar cómodos, tranquilos, bien seguros. Un sofá −como los que hay ahora modernos con masajes adormecedores incluidos− que nos garantiza horas de tranquilidad para trasladarnos al mundo de los videojuegos y pasar horas frente a la computadora. Un sofá contra todo tipo de dolores y temores”.
Reconozco que en el primer momento pensé que la traductora se había equivocado, pero no, el hombre que ha elegido Cristo a través de su Iglesia para guiar a los fieles estaba reprochándonos a los jóvenes el que estuviésemos “adormecidos, embobados, atontados”. Del momentazo trágico al que podíamos estar acostumbrados en las Vigilias pasamos a un diálogo mucho más sencillo, en el que escuchando al Papa en italiano te enterabas de todo. Y es que no estaba exponiendo complicados argumentos teológicos, sino que nos estaba sacudiendo para que despertásemos y evitásemos que otros decidiesen nuestro futuro. La gente escuchaba al Papa con una sonrisa en la cara, incluso se escuchaban risas de vez en cuando, aquella noche la sencillez de Francisco nos ganó a todos los jóvenes, en el momento entendíamos exactamente lo que nos quería decir, sus comparaciones fueron tan gráficas que era complicado no sentirse retratado en muchas de ellas.
Personalmente, entre el sol, la mala cobertura de las radios para escuchar la traducción y el cansancio de una noche intensa, no estuve particularmente despierto para escuchar la homilía del domingo por la mañana, en la que por otro lado se notó al Papa más cansado que los otros días. Cuando ya estábamos en el bus me entró cierto desasosiego por no haber aprovechado realmente aquella Jornada, por no haber estado suficientemente recogido durante aquellos días. Por los grupos de whatsapp empezaron a circular los textos del Papa así que aquella tarde me puse a leer la homilía de la Santa Misa. De ella me quedo con un párrafo que, por lo menos a mí, me devolvió la alegría: “La Jornada Mundial de la Juventud, podríamos decir, comienza hoy y continúa mañana, en casa, porque es allí donde Jesús quiere encontrarnos a partir de ahora. El Señor no quiere quedarse solamente en esta hermosa ciudad o en los recuerdos entrañables, sino que quiere venir a tu casa, vivir tu vida cotidiana: el estudio y los primeros años de trabajo, las amistades y los afectos, los proyectos y los sueños”.
Durante los tres días del viaje de vuelta comprendí una dimensión de la JMJ que no había captado en la de Madrid, el cambio que opera en el alma el encuentro con Jesús. Imaginemos una concentración parecida, por ejemplo, en una final de un evento deportivo. La alegría desbordante de que gane tu equipo, el sentimiento de solidaridad e incluso de fraternidad con los demás hinchas, y después, nada. Descubres que aquella alegría es efímera, que no vale la pena y, sobre todo, que aquello no puede dar sentido a tu vida. La situación inversa es la de la vuelta de la JMJ, caer en la cuenta de que la persona que ha provocado ese “lío” es real, que además te ama con ternura y que “su memoria no es un disco duro” sino “un corazón tierno de compasión”.
Pero quizá la mayor locura, de la cual la JMJ es una manifestación a lo grande, es de que Cristo te busca sin descanso, que no duda en montar un espectáculo –aunque no sea habitualmente su estilo– si con ello consigue que entiendas que para Él no existen obstáculos para encontrarte, salvo tal vez, que le veamos pasar delante de nosotros y no le pidamos que se pare.
Jaime Núñez de Prado Franco, joven participante en la JMJ de Cracovia
Fuente: Revista Palabra.
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