La riqueza extraordinaria de cualquier camino existencial está siempre marcada por la elección y por el compromiso hacia un ideal de vida
El simple hecho de evocar la personalidad de Madre Teresa, a partir de los muchos recuerdos que tengo, me llena de emoción y de un poco de melancolía.
Su forma lenta y fatigada de caminar, sobre todo en los últimos años, el movimiento de sus manos, marcadas por el paso de los años, eran expresión significativa de una extraordinaria fortaleza de ánimo: un conjunto de cualidades personales que se insinuaban cuando se escuchaban sus palabras o se admiraban sus comportamientos.
Hay un aspecto de su figura que expresa la personalidad auténtica de Madre Teresa por encima de cualquier otro, y que he podido observar en los numerosos encuentros que mantuve con ella: esa sonrisa inocente, como de niño, que se encendía como una llama en una cara surcada por el tiempo.
La primera vez que estuve con ella fue en un vuelo de India a Filipinas. Como había un asiento libre a su lado, me acerqué y me senté. Hablamos mucho, aunque en ese momento no sabíamos que nos veríamos otras veces, más adelante.
En 1986, durante la visita de Juan Pablo II a Calcuta, visitamos las instalaciones de acogida creadas y organizadas por sus hijas religiosas en Kaligat: se trataba de dos habitaciones vacías que hospedaban algunos de los enfermos recogidos por ellas en las calles de Calcuta.
Le pregunté por el sentido de esa empresa sobrehumana y me dio una respuesta inolvidable: “Tratar de que las personas que han vivido maltratadas como bestias puedan morir como lo que son, como hijos de Dios, es decir: lavados, peinados, alimentados”. Tal afirmación esconde, en mi opinión, la riqueza interior de Teresa de Calcuta: su espiritualidad práctica, humanitaria, capaz de adaptarse a cualquier situación y a cualquier cultura, con una gran dedicación humana.
La visita de Juan Pablo II tuvo un significado enorme para Madre Teresa. De hecho, cuando en 1990 viajó a Roma y nos encontramos en mi oficina, la primera cosa que hicimos fue recordar el viaje del Papa a Kaligat. Inmediatamente, ella interpretó el sentido del encuentro de Juan Pablo II con todos aquellos enfermos, fallecidos allí, entre los brazos de Madre Teresa, con una pizca de ironía, diciendo que “a lo largo de los años, había logrado dar un billete de entrada a la puerta de San Pedro −el Cielo− a más de 20.000 personas”.
Revisando algunas fotografías en las que aparecía con el Papa, volvió la mirada y me sonrió, desvelando su deseo tácito de guardar una para sí: me impresionó la alegría que le causaba poder llevarse ese recuerdo concreto.
En 1993 me encontré de nuevo con Madre Teresa, durante el viaje a Albania y, meses más tarde, nos volvimos a ver en Roma. Recuerdo haberle preguntado, irreflexivamente, qué le diría a una monja que quisiera abandonar su camino vocacional. Su respuesta fue inmediata: “Le diría: no tengas miedo, ahora estás con tu Esposo en su pasión, en el Huerto de los Olivos…, pero ¡sigue adelante y no te rindas!”. Entonces no podía imaginar que quizá era ésta la frase que se decía a sí misma en los momentos de su aridez interior, durante tantos años.
Tal vez detrás de esta respuesta tan profunda y sutil se escondía el significado auténtico de la situación espiritual marcada por una amarga sequía interior, que vivió durante muchos años de su vida y que solo en los últimos tiempos hemos venido a saber.
Es un fenómeno conocido por los místicos de todos los tiempos: los sentimientos no quieren hacerse eco del contenido de las verdades en las que se cree, y que dan sentido a la propia existencia. Un desolado silencio emocional que llega incluso a cuestionar la única verdad por la que se daría la vida. Angelus Silesius se refería a esta experiencia como “la oscuridad del alma”, y Madre Teresa expresó lo mismo con el lenguaje poético que todos podemos admirar en san Juan de la Cruz o en Santa Teresa de Lisieux, a quienes conocía en profundidad.
Ciertamente, su convicción religiosa no era fácil de entender, siendo inmune a la banalidad y a la superficialidad. Teresa de Calcuta sabía perfectamente que la experiencia existencial de cada persona pasa por momentos de dificultad, momentos de grande aridez y de desolación profunda, pero que todo esto no es señal de falta de fe, sino del normal −en su caso quizá heroico− sacrificio al que uno se enfrenta cuando trata de vivir coherente y profundamente los propios compromisos y las propias decisiones, y no sólo los requeridos por una específica vocación religiosa.
La riqueza extraordinaria de cualquier camino existencial está siempre marcada por la elección y por el compromiso hacia un ideal de vida, delineado en términos de un verdadero y propio “deber ser” lleno de verdad, al que, en algún momento, se decide encaminar la propia vida, pase lo que pase, y por el que se está dispuesto a sacrificar muchas otras opciones, quizás más atractivas y agradables en algunos momentos.
La ausencia de certezas en el vivir un compromiso existencial decisivo es una dimensión tan importante que se convierte como en una última prueba para todos. Por esto Leibniz reconocía que no son tanto el mal o el sufrimiento los que meten en crisis a la personas, como su ausencia. Cualquier elección que valga la pena implica, de hecho, decidirse por una coherencia existencial, por el compromiso de vivir un ideal, ciertamente no inspirado en una satisfacción sin brillo, sino en el sufrimiento meditado en lo más profundo de sí mismos y dirigido más allá del presente, hacia lo que se quiere ser para siempre.
Las cartas de la Madre Teresa reflejan todo esto. ¿Se debe deducir entonces que su sonrisa, esa sonrisa que siempre vi en su cara, era falsa, que su elección de vida no era sentida, que su forma de vida era hipócrita? No lo creo en absoluto. Creo en cambio que el lamento interior de Madre Teresa, el lamento que dirigía a ese Dios que su sensibilidad se negaba a “sentir”, pone frente a la conciencia de cada uno cómo es áspero a veces el camino que conduce a la realización de la propia autenticidad.
La canonización que el Papa Francisco realizará el próximo domingo comporta una fuerte enseñanza existencial: el ejemplo de quien ha seguido un ideal −en su caso el de la caridad, manifestada de modo heroico en su auto-donación a los excluidos de la tierra− y lo ha mantenido hasta la muerte, a pesar de no “sentir” nada. Podría decirse que la batalla interior que santa Teresa de Calcuta mantuvo consigo misma fue otro gran acto de misericordia, del que se beneficiaron millares de personas pobres y enfermos en todo el mundo.
Joaquín Navarro-Valls, en iglesiaendirecto.com.
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