La teología científica no puede alterar la “esencia de la fe”, esas verdades fundamentales asimiladas con sencillez por los creyentes
Paso unos días en Galicia. En la visita obligada a Santiago, no ha sido posible esta vez contemplar el impresionante Pórtico de la Gloria, en fase de restauración, cumplidos felizmente los estudios realizados durante los últimos años casi con la misma paciencia que los artistas que dieron vida al quizá monumento emblemático de la iconografía medieval. Es tal su fuerza que resiste la comparación con los medios audiovisuales más modernos.
Entretanto, acudí de nuevo a la pequeña pero preciosa ría de Aldán, donde, junto a la iglesia dedicada a san Andrés, se yergue el crucero de Hío, quizá el más famoso de toda Galicia. Es también −lógicamente a otro nivel que el Pórtico de Santiago− un compendio de sabiduría cristiana, desarrollado con el cincel de un artesano.
Aparte de su belleza, aporta imágenes expresivas interesantes cuando uno asiste esos días de verano a un curso intensivo sobre cuestiones de escatología. Ante el granito de Hío, se comprende el rechazo del entonces teólogo Joseph Ratzinger de la teoría sobre la resurrección inmediata tras la muerte del ser humano, construida en tiempos casi conciliares de la mano en buena parte de teólogos protestantes como E. Troeltsch y K. Barth.
El futuro Benedicto XVI escribía un comentario a raíz de una intervención oficial de la Congregación de la Doctrina de la Fe: había enviado, con fecha de 17 de mayo de 1979, y aprobación papal, una Carta referente a algunas cuestiones de escatología, dirigida a los obispos miembros de conferencias episcopales. Considera que la carta se refiere sintéticamente a la confesión de fe del bautismo: “en una bella formulación la caracteriza como copia y seguimiento del camino de la voluntad de Dios desde la creación hasta la plenificación en la resurrección de los muertos”.
Un artículo del Credo, conocido y repetido por los creyentes desde su infancia, se refiere a la vida eterna. El documento romano sugiere la razón profunda de sus redactores: “Si a los cristianos no se les define con seguridad cuál es el contenido de la expresión ‘vida eterna’, se desvanecen las promesas del Evangelio y la importancia de la creación y la redención, e incluso a la vida terrenal se le roba toda esperanza (cfr. Heb 11, 1)”.
Ciertamente, la teología científica necesita de un lenguaje especializado, y debe investigar, discutir, experimentar, proponer también nuevas soluciones a problemas de siempre. Pero no puede alterar la “esencia de la fe”, esas verdades fundamentales asimiladas con sencillez por los creyentes. El crucero de Hío encierra toda una síntesis de escatología cincelada sobre el granito de la tierra gallega.
Un escultor de Pontevedra, Xosé Cerviño, lo esculpió a finales del siglo XIX. Representó en lo alto, en un solo bloque, casi como en un encaje de Camariñas sostenido por ángeles de piedra, la escena impresionante del Desencravo, el Descendimiento de la Cruz, con la Virgen, Magdalena, san Juan, Nicodemo y Juan de Arimatea. En el centro de la columna, Adán y Eva expulsados del Edén, con la Virgen que aplasta la cabeza de la serpiente, y Cristo en el lugar de los justos. Abajo, de nuevo la Virgen, del Carmen, sobre las ánimas del purgatorio castigadas por el fuego (una de ellas −siempre un detalle humano en la imaginería popular−, un párroco con el viejo bonete de las ceremonias académicas y litúrgicas).