La clave de nuestra capacidad de hacer cambiar a los demás está siempre ligada a nuestra capacidad de cambiarnos a nosotros mismos
“Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo.
Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo, así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar sólo mi país.
Pero, con el tiempo, me pareció también imposible. Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia, a los más cercanos a mí.
Pero tampoco conseguí casi nada. Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar mi país y −quien sabe− tal vez incluso hubiera podido cambiar el mundo”.
Este viejo relato, recogido en una lápida de la Abadía de Westminster, puede servirnos como una interesante reflexión acerca del sentido crítico y el deseo de cambio que todos tenemos en nuestro interior. Normalmente, la crítica se tiñe del ánimo o la disposición interior que hay tras ella, y de la que muchas veces procede. También sabemos que hay disposiciones mejores y peores, positivas y negativas, optimistas y pesimistas, y eso debemos tenerlo presente, y saber reconocerlo, pues resulta decisivo para comprobar la rectitud de nuestros juicios y la fiabilidad de nuestra capacidad de valoración y de crítica.
Si damos entrada a la envidia, al orgullo, la ira, la ambición, o a cualquiera de las múltiples formas en que la soberbia se manifiesta en todos los hombres, ese ánimo o predisposición con que observamos a los demás condicionará todo lo que observamos. Y entonces perderemos objetividad en nuestros análisis y eficacia en nuestros empeños por mejorar el mundo que nos rodea.
Solamente si hay una buena disposición, si se ve a los demás con el necesario afecto, deseando su bien, sólo entonces la crítica reúne las condiciones que requiere para ser una crítica útil y constructiva. Y sólo entonces es un acto de virtud para quien la practica y una verdadera ayuda para quien la recibe.
Y para entender y realizar así la crítica, es preciso ensayarla primero con uno mismo, como advirtió al final de su vida el protagonista de aquella reflexión. Sólo cuando se sabe lo que cuesta mejorar, lo difícil que resulta y, al tiempo, lo importante y liberador que es, sólo entonces se puede observar a los demás con cierta objetividad y ayudarles realmente. El que sabe decirse las cosas claras a sí mismo, sabe cómo y cuándo decírselas a los demás, y sabe también escucharlas con buena disposición.
Saber recibir y aceptar la crítica es prueba de profunda sabiduría. Dejarse decir las cosas es signo cierto de grandeza espiritual y de inteligencia clara. Aprender de la crítica es decisivo para hacer rendir los propios talentos. En cambio, quien no soporta que se le critique nada, e incluso ataca a quien ha tenido la atención y el desvelo de hacerle una crítica honesta y buena, o incluso se ensaña con el mensajero, esa persona difícilmente saldrá de sus errores, que con seguridad serán numerosos.
No se trata de vivir siempre pendiente de la crítica, bailando al son de lo que se diga o se deje de decir sobre lo que hacemos o somos, porque esa preocupación acabaría siendo patológica. El que no hace nada no suele recibir críticas, pero el que hace mucho suele ser criticado por todos: lo critican los que no hacen nada, porque ven su vida y su trabajo como una acusación; lo critican los que obran de modo contrario, porque lo consideran un enemigo; y lo critican a veces también los que hacen las mismas o parecidas cosas, porque se ponen celosos. Tiene que hacerse perdonar por los que apenas hacen nada y por los que no conciben que se pueda hacer nada bueno sin contar con ellos.
En todo caso, y como también advirtió con lucidez aquel hombre al final de sus días, la clave de nuestra capacidad de hacer cambiar a los demás está siempre ligada a nuestra capacidad de cambiarnos a nosotros mismos.