Se comprende que en las intervenciones en la JMJ, especialmente en las del papa Francisco, se hayan reiterado términos como paz, perdón, concordia, diálogo
El orbe católico ha estado pendiente estos días de la Jornada Mundial de la Juventud. Abundan relatos y textos que será preciso estudiar con detenimiento para sacar conclusiones. El gran evento, fruto de la iniciativa de Juan Pablo II, se ha celebrado en un contexto de violencia en el mundo. Se comprende que en las intervenciones, especialmente en las del papa Francisco, se hayan reiterado términos como paz, perdón, concordia, diálogo.
Se trata de realidades cristianas radicales que han de proyectarse en el horizonte de un futuro que los jóvenes −todos− han de encarar sin miedo. Aparte de otros enfoques de fondo de esas jornadas, se impone perfilar la respuesta cristiana a la violencia terrorista de cuño islamista.
Para más de uno, el problema se ha planteado con viveza tras el asesinato de un sacerdote anciano en la Bretaña francesa. En realidad, el problema viene de lejos en el tiempo y en la distancia geográfica. Antes aún del caos en Oriente derivado en buena parte de la irresponsabilidad de potencias occidentales en el origen de la guerra de Iraq y la deposición de Sadan Husein, se habían producido suficientes manifestaciones de persecución a los cristianos, como el asesinato en 1996 de los monjes trapenses de Tibhirine en Argelia (narrado en la película De dioses y hombres, de 2010). Luego, de la mano del extremismo centrado hoy en torno al Estado Islámico, se ha producido una progresiva opresión que puede hacer desparecer la fe en Cristo de lugares donde se vivía desde los primeros tiempos.
La reacción de los cristianos en el siglo XXI ante la persecución y el martirio no es distinta de la sufrida bajo el Imperio romano. Pero los creyentes del mundo desarrollado podemos dejarnos llevar de criterios propios de lo “políticamente impuesto”, que banalizan la realidad en términos de pensamiento débil. Es la queja que llega desde la jerarquía católica y ortodoxa de Oriente, a veces con expresiones más bien fuertes.
Según un despacho de Radio Vaticana, el Papa Francisco se refirió a los recientes hechos de violencia durante el vuelo que lo llevó a Cracovia: “el mundo está en guerra porque ha perdido la paz”. Los conflictos derivan de intereses económicos, culturales, políticos. Pero el papa excluye la idea de “guerra de religiones, porque todas las religiones quieren la paz”. En ese contexto, recordó al sacerdote francés que acababa de morir mientras rezaba por la Iglesia: “Él es uno, pero cuántos cristianos, cuántos inocentes, cuántos niños…”. Mencionó expresamente a Nigeria, y reiteró su descripción de la situación mundial como una guerra “no orgánica”, es decir no declarada, pero “sí organizada”. Por supuesto, confía en los jóvenes, como elemento de esperanza ante el futuro.
Los cristianos sufren en silencio −como el papa en Auschwitz−, pero saben que la causa de su drama es el odio derivado de una religión concreta, como afirmaba recientemente a la emisora italiana Radio Uno el patriarca de Antioquía de los Sirios, Ignace Youssif III Younan, a raíz de la matanza de Dacca (Bangladesh), en la que habían muerto nueve italianos: “Debemos evitar el lenguaje políticamente correcto. Tenemos que decir que hay un islamismo radical terrorista. Es un hecho. Los que cometieron la matanza de Dacca no eran pobres ni ignorante. Eran gente de familia acomodada, con buena educación, no marginados sociales”.
En Oriente los cristianos han vivido a diario la tragedia, que ocupa estos días tantas páginas de la prensa occidental. El patriarca, con todo respeto para el Santo Padre, le contradice, porque la muerte y el exilio son provocados por el odio. Aporta datos sintéticos escalofriantes: "Alepo era la segunda ciudad de Siria, rica y con un comercio floreciente. Hoy es irreconocible, después de tres años y tres meses de asedio. En Mosul había una treintena de iglesias y monasterios, ahora abandonadas o transformadas en mezquitas. Homs parece Stalingrado durante la segunda guerra mundial”. El genocidio del Estado islámico contra las comunidades cristianas locales “no significa sólo destruirlas, sino erradicarlas: impedir que puedan volver a donde siempre habían estado”. Mons. Younan no usa paños calientes ante el acrónimo Isis: “parece nombre de un perfume femenino, pero se trata de bandas de terroristas que han perdido el sentido humano, la conciencia, la moralidad”.
Informaba Le Monde el día 28, desde Cracovia: “los católicos franceses apelan a la fraternidad”. Unos 35.000 jóvenes de Francia, que habían preparado desde hace meses su participación en la JMJ, comenzaron la jornada con el estupor y las lágrimas por el anuncio del asesinato del P. Jacques Hamel en la parroquia de Saint-Etienne-du-Rouvray. Allí estaba el arzobispo de Ruán, Dominique Lebrun, que regresó inmediatamente a su diócesis.
La reacción de los demás obispos y responsables franceses es neta: “la JMJ es una forma de respuesta al terrorismo mediante la propuesta de la fraternidad y de la civilización del amor”. El atentado es otra invitación a buscar un sentido profundo a las cuestiones esenciales sobre la vida, la muerte, el mal. Antes de regresar a Francia, Mons. Lebrun afirmó en un comunicado que “la Iglesia Católica no tiene otras armas que la oración y la fraternidad entre los hombres”.
Pero la caridad cristiana no impide llamar a las cosas por su nombre. Lo señalaba el pensador Rémi Brague, en una entrevista a Famille Chrétienne después de Niza: "El miedo a nombrar al enemigo es antiguo”. La paradoja cristiana del amor a los enemigos no significa rechazar que los tengamos. El perdón de los enemigos −añadía el filósofo francés− nunca es contraproducente: “impide que los corazones se dejen arrastrar por la espiral de la venganza, el extremismo de la violencia. Y si hay que luchar, se hará con valentía, pero sin odio”. Señalaba, en fin, frente a estereotipos, que entre el Islam y el islamismo “hay una diferencia de grado, pero no de naturaleza”. Otra cosa es la comprensión con los musulmanes de carne y hueso.