Resulta increíble el avance de las intolerancias laicistas, forma moderna de la persecución, aparentemente incruenta
El mundo desarrollado está lleno de contradicciones culturales: cuando crece la comprensión y la misericordia entre los seguidores de Cristo −de la mano del papa Francisco y del actual año jubilar−, resulta increíble el avance de las intolerancias laicistas, forma moderna de la persecución, aparentemente incruenta.
Recuerdo una conversación quizá al final de los setenta con Eduardo Gutiérrez de Cabiedes, compañero de carrera, ya al menos agregado de Derecho procesal. Le animaba a meditar aspectos de su disciplina −demasiado técnica para tantos− desde la óptica de la fe católica. Me parecía interesante en una época en que, el gran absoluto debelador de toda creencia espiritual era aún el comunismo soviético. No sabíamos bien qué había pasado un par de décadas antes en los procesos de Moscú, Praga o Budapest. Pero se intuía la negación de elementales derechos humanos por sentencias basadas casi exclusivamente en la confesión del reo. En su día, se me saltaron las lágrimas al ver en la pantalla L’aveu, de Artur London, que reflejaba la tragedia de la específica inquisición de un dogmatismo ya decadente.
Sin la institución de ese tipo de procedimiento judicial resulta muy difícil, si no imposible, implantar una moral de Estado que contribuya a crear el hombre nuevo de cada momento ideológico dominante. De esa enfermedad no parecer librarse ni Francia, patria de los derechos humanos contemporáneos.
En el iter legislativo de un proyecto de ley sobre igualdad y ciudadanía, la Asamblea Nacional aprobó por unanimidad, en la noche del viernes 1 de julio, una enmienda del gobierno que penaliza la negación o trivialización de los crímenes contra la humanidad, como la esclavitud o el genocidio armenio: un año de prisión y 45.000 euros de multa. Hasta ahora, sólo recibían sanción penal actos contra la Shoah, aparte de las sucesivas tipificaciones de ilícitos morales como delitos jurídicos.
Esas reformas se excluyen a sí mismas como limitadoras de la libertad de expresión: acentúan el deseo de evitar incitaciones al odio o la violencia. En su día, a falta de esa cláusula, el Consejo constitucional no dio plena luz verde a una ley votada al final del mandato de Nicolas Sarkozy sobre el genocidio armenio. A pesar de todo, y de las exageraciones de líderes políticos en campaña, el último informe anual de la Comisión Consultiva de Derechos Humanos indica que los índices de tolerancia de los ciudadanos franceses siguen aumentando.
Pero se olvida el efectivo expansivo de leyes y costumbres jurídicas, que acaba transformando en nueva violencia contra la libertad la lucha contra males históricos o presentes. No es nada raro que las víctimas se transformen en verdugos, también de personas inocentes. No parece sospechoso un defensor de la ética de la razón como Leonardo Sciascia, varios años diputado en Italia por el partido radical, enemigo arriesgado de las mafias: clamaba contra los “profesionales de la antimafia”, tan mafiosos en su acción como aquellos a quienes decían combatir.
En esa línea se inscribe quizá un caso reciente, sucedido en el ayuntamiento de Getafe, al sur de Madrid, con la aprobación de un texto −si es el encontrado en la Red, mal escrito− con motivo del día del orgullo LGTB. Al final no se sabe quiénes son los discriminados y quiénes los intolerantes. No respondo de la autenticidad del párrafo tan debatido como pintoresco: “Existe la pirámide social de la discriminación. En la cúspide está el hombre, heterosexual, bisexual y blanco. Un hombre que será de clase media o alta, sin diversidad funcional, joven y delgado. Incluso perteneciente a la fe mayoritaria. No podemos olvidar que cuanta mayor es la diversidad, mayor es la discriminación. Y es algo que no podemos permitir. Somos insumisos a las normas no escritas porque tenemos el derecho a ser libres de cadenas”.
No parece que la solución sea encadenar la libertad de los demás con leyes coactivas, ni menos aún violar leyes que prohíben el insulto y protegen la buena fama de todos. El problema del neolenguaje totalitario es la transformación de la víctima en verdugo y la imposibilidad para el inocente de toda defensa, una vez condenado con el estereotipo verbal. En la nueva sociedad de ciertos manifestantes, la libertad de pensar llevaría a algo tan antiguo como el ostracismo.
Mucha ingenuidad se requiere para seguir apostando por una convivencia pacífica sin filias ni fobias, más aún en tiempos de misericordia y en la España machadiana de charanga y pandereta. Pero no dejaré de reiterar la tolerancia que aprendí desde niño, también en un centro laico no reconocido al que me he referido otras veces: la Academia Audiencia.